A menudo el premio a la Mejor Película Iberoamericana de los Goya recae en la favorita que comparten el público y la crítica. Este año no sólo es que las favoritas sean dos (Roma, del mexicano Alfonso Cuarón, y El ángel, del argentino Luis Ortega) sino que junto a ellas compiten otras dos grandísimas películas con las posibilidades intactas de ganar: La noche de 12 años, del uruguayo Álvaro Brechner, y la extraordinaria Los perros, de la chilena Marcela Said. Estas dos últimas, además, son “las de Ibermedia”, pues ambas recibieron ayudas del Programa para su realización. La noche… recibió dos: ayuda al Desarrollo en la Convocatoria 2014 y a la Coproducción en 2016, y Los perros ayuda a la Coproducción también en 2016. Los perros cuenta la historia de Mariana (Antonia Zegers), una mujer de clase alta chilena a la que no toman en serio los hombres que la rodean. Ni siquiera su padre, uno de los empresarios más renombrados del país, ni su marido, un argentino exiliado en Chile con familiares víctimas de la dictadura argentina. Esta exploración del machismo que se da en la alta burguesía chilena (y latinoamericana) descansa sobre otra historia política, la de los secuestros y asesinatos de la dictadura de Pinochet, encarnada en el tercer hombre que rodea a Mariana: Juan (Alfredo Castro), su profesor de equitación, un ex coronel que está siendo juzgado por sus crímenes contra la humanidad. ¿Quiénes son “los perros” del título? He ahí la pregunta que Marcela Said responde brillantemente a través de esta película que se estrenó en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes y desde entonces ha ganado una docena de premios internacionales como el Horizontes Latinos en San Sebastián o el Premio del Jurado en el Festival de Biarritz. En Ibermedia conversamos largamente con ella.
Escribe TOÑO ANGULO DANERI
Los perros empieza con cuatro hombres dándole órdenes a la protagonista: el padre, el marido, el profesor de equitación y el vecino que la amenaza con matar a su perro. Donde muchos hacen una lectura política convencional de la película, ya que el profesor es un exmilitar de Pinochet procesado por los crímenes de la dictadura, yo veo sobre todo un retrato del poder supuestamente “invisible” que ejercemos los hombres contra las mujeres sin haber sido debidamente procesados por ello.
Sí, es una película que habla del patriarcado. Aunque no diría que fue casualidad, al empezar a escribir primero me centré en el contexto político: quería escribir sobre la complicidad civil de la dictadura. Luego sabía cuál era la historia principal, que está basada, como he contado otras veces, en mi propia experiencia al tomar clases de equitación con un coronel del pinochetismo. Me parecía muy revelador que él tuviese que ir a la cárcel cuando había otra mucha gente que yo conocía, gente muy rica que habían trabajado para la dictadura, a la que no le pasaba nada. Pero ése era el marco teórico. Cuando me puse a escribir a Mariana, ella se convirtió en la película. Una mujer, como dices, rodeada de hombres en un mundo patriarcal, que es el mundo en el que yo crecí, donde se esperan muchas cosas de las mujeres pero al mismo tiempo se les da órdenes; donde Mariana parece muy fuerte e independiente pero en el fondo te das cuenta de que es muy infantil y ha tenido que adaptarse y aprender a navegar en esas aguas. Me di cuenta de que la película es eso: una mujer rodeada de hombres, rodeada de “perros”, luchando por existir en un mundo patriarcal con un contexto político.
O sea que tu premisa dramática sí incluía esa sombra del pinochetismo tan alargada que cubre a la sociedad chilena actual.
Pero yo no la llamaría premisa, sino contexto, porque a mí me gusta concebir las películas por capas. Uno cuando escribe una historia tiene que hacerlo sobre algo concreto, y lo concreto en Los perros es el contexto. Luego ya se escribe desde lo humano, desde el personaje, y es éste el que finalmente prevalece. La película es la historia de Mariana, ella es lo fundamental. Es verdad que muchos hacen esa primera lectura política a partir del contexto, pero lo importante es la lucha de la protagonista contra el patriarcado.
Ves el cine de Hollywood o de otras partes del mundo, lo comparas con nuestro cine y ves que el nuestro se hace con muy poco. El reto es: cómo hacer un cine interesante con tan poco
Nuestra amiga común y compatriota tuya Violeta Medina me recordaba el otro día esta línea de diálogo: “Este país está lleno de monstruos”. Los monstruos son muchos, ¿no?, no sólo los malvados de la versión oficial.
Eso se lo dice el policía a Mariana y tiene una doble lectura. Aunque se está refiriendo a los criminales, los monstruos efectivamente son todos, él mismo es uno de ellos. Por eso hay otra lectura que se puede hacer de la película a través del arte, con esas fotografías de monstruos hechos de carne de Gabriela Rivera Lucero, que es una artista del arte marginal, es decir, un arte postergado, al igual que la situación de la mujer. Son monstruos que tienen que ver con la monstruosidad de mi país, porque yo diría que Chile es un país muy violento. Si miras en Twitter lo que está pasando ahora mismo verás que tenemos una diputada que dice: “Yo me declaro orgullosa pinochetista”. Y la actriz Natalia Valdebenito le contesta: “Pero ¡¿cómo?! Declararse hoy en día pinochetista es declararse procriminal, protortura, progenocidio”. Un país donde el pinochetista se afirma públicamente ¡sin vergüenza ninguna! es efectivamente un país lleno de monstruos. Y no sólo de hombres, ojo, sino de gente monstruosa en general que no reconoce al monstruo que lleva dentro.
En el caso del policía, supuestamente un “poli bueno”, perseguidor de criminales contra la humanidad, su monstruosidad es la del depredador sexual.
Los demonios que lleva consigo y que, cuando crees que por el papel que le toca desempeñar se va a escapar de la monstruosidad, le salen en forma de abuso de poder. Es ahí cuando te das cuenta de que en un país tan violento como Chile no se escapa nadie de ser monstruo.
De tus cinco largometrajes realizados hasta hoy, los tres primeros fueron documentales: I love Pinochet (2001), Opus Dei, una cruzada silenciosa (2006) y El mocito (2011).
Los dos primeros fueron documentales hechos para la TV francesa, ambos de cincuenta y dos minutos. Se emitieron en canales de varias partes del mundo, lo que a mí me gustaba porque significaba que la obra iba a llegar a mucha gente. Luego sentí que necesitaba mayor libertad para hacer otras cosas y es ahí cuando decido hacer El mocito, mi primer largo documental, con nuestra casa productora de entonces, Icalma Films, que compartía con mi exmarido Jean de Certeau.
El dato que me llamaba la atención es que para llegar a tu primer largo de ficción, El verano de los peces voladores, de 2013, es como si hubieses esperado cumplir una década como documentalista.
No, yo no era para nada consciente de eso. Era como la gente común que va al cine a ver películas, nunca pensé que yo misma iba a hacer una película de ficción. Para que veas mi proceso, yo partí de la fotografía. Lo que hacía en Chile antes de irme a París eran fotos.
Lo que más me ha dado el documental es la dirección de actores. La ficción reconstruye la realidad, en un documental la persigues. Si algo no me parecía real en la ficción podíamos hablarlo, porque antes lo había logrado intuir
¿Qué tipo de fotos?
Reportajes. Mi intención era detener el clima, el momento, lo que sucedía. Desde pequeña, a los quince o dieciséis años, recuerdo que soñaba con tener una cámara para fotografiar, según yo, “la tristeza de mi país”. Lo triste que yo veía ese país día a día. Así que empecé haciendo fotos en blanco y negro de la Plaza de Armas de Santiago. Era un poco retratar el paisaje que me habitaba. Hoy en día ya sé lo que estaba buscando, pero en ese tiempo no. Luego, cuando llego a París, que fue una especie de autoexilio, porque siempre me quise ir de esa cosa tan triste en la que había crecido, me roban todo mi equipo de foto. Una Nikon FM2, mecánica, con todos sus lentes. Me quedé traumatizada y no quise comprarme más una cámara. Entré en la universidad decidida a pasar a otra cosa.
O sea que París te hizo cineasta.
Conocí a Jean, que fue mi marido durante años, que ya trabajaba en documentales; así conocí ese mundo. Hasta entonces pensaba que un documental era lo que veía en Chile cuando tenía diez años, “La Tierra en que vivimos” o los típicos documentales de animales. En Francia descubro a Chris Marker, a Johan van der Keuken, a Pierre-Yves Vandeweerd, a Nicolas Philibert. Fue un auténtico descubrimiento porque vi que en ese documental de autor había mirada, había opinión. Dije: “Esto es lo que quiero hacer”. Ni siquiera pasé por una escuela de cine, de modo que en realidad no tengo formación, sino que tuve la oportunidad de hacer.
Aprender haciendo, supongo que no hay nada mejor.
Hoy en día lo considero una ventaja porque no parto de ningún tipo de formato ni estructura preconcebida, sino que voy muy libre a hacer lo que siento que debo hacer. Así hice lo más extraño que me ha pasado en la vida, que fue mi primer documental para la TV en el año 99, Valparaíso (L’écume des villes), para una serie sobre ciudades; es mi única película que no está firmada con mi nombre de soltera sino como Marcela de Certeau. Me acuerdo de que Jean me acompañó a filmarla y que era la ciudad contada por sus habitantes. Me gustó mucho la experiencia, fue como mi escuela. Confirmé que había cosas de mi país de las que quería hablar y quedaron reflejadas en la película. Hasta hicimos música original. Con el sonidista encontramos a unos músicos en el puerto y montamos un estudio de grabación en una casa. Hice muchas cosas sin saber lo que estaba haciendo y quedó tan bien que fue el documental con el que abrieron la serie. Cuando estaba en eso, toman a Pinochet preso en Londres y en Europa hay amigos que ven a los pinochetistas apoyándolo y me dicen: “Oye, pero ¿cómo?, ¿hay gente que apoya a Pinochet?”. Y yo, que crecí durante la dictadura, decía: “Pero obvio”, porque para mí lo era. En cambio para los europeos que habían visto documentales sobre las víctimas de la dictadura, no. Así que dije: aquí hay algo interesante, hay que retratar a los pinochetistas antes de que conozcan el concepto de lo “políticamente incorrecto” y entiendan que no pueden pavonearse de serlo. Aunque llevamos cuarenta años y siguen haciéndolo.
Hay cierto cine que lo único que hace es quedarse con las máscaras para que alguna gente parezca buena o mala. Yo trato de traspasarlas para que en esa humanidad compleja el espectador pueda reconocerse
Bueno, durante un tiempo se callaron, ¿no? Cuando se descubrió que además de asesina la dictadura de Pinochet había sido ladrona y corrupta.
El “efecto Bolsonaro” lo llamo yo, porque ahora es peor. No sé si viste las fotos en las que el hijo de Bolsonaro fue a Chile, todo lleno de armas, y lo recibieron por todo lo alto. Hay que entenderlo así, fue el momento para que los fascistas de mi país salieran otra vez a las calles y ahora los ves todos exaltados. En I love Pinochet los ves también exaltados, pero estábamos en el año 2002, Pinochet acababa de volver a Chile y se levantó de la silla de ruedas como en un pasaje bíblico: “Lázaro, levántate y camina”, cuando en realidad es la vergüenza mundial. I love Pinochet es una película irónica que a los europeos les da dolor de guata pero en Chile se ríen al verla. Da cuenta de que yo tenía ganas de hablar de esas cosas, que tenía una deuda porque crecí ahí y no salía a las calles a protestar porque en mi casa no me dejaban y yo decía: “Algún día voy a hacer algo por mi país, el país que yo quiero”. Hoy creo sinceramente que el documental es una forma de aportar para que alguna gente reflexione sobre ciertas cosas.
¿Y Opus Dei?
Fui a Chile a presentar I love Pinochet y justo sacaron un librito cuyo título decía El poder del Opus Dei en Chile. ¿Viste? Todo tiene que ver con las cosas que a una le pasan. Ese día me junté a comer con mis amigos periodistas. “Ah, no”, me dijeron, “el Opus Dei es intocable en Chile, nadie les puede hacer nada”. Y yo: “¿Pero por qué son intocables?”. Fue como darme el motivo para ir a tocarles la puerta y decirles: “Hola, quiero hacer una película sobre ustedes”. Así que volví a Chile y les toqué la puerta y… efectivamente fue muy difícil. Es gente que esconde todo, que trabaja con muchos secretos. Hoy digo que fue un documental que me costó mucho realizar. Partí en el 2002 y terminé en el 2005-2006, más de cien horas de grabación. Fue muy desgastante, pero al final y a pesar de todo pude hacerlo. También me gustó que fuera un documental para televisión. Se vio mucho porque además estaba por salir la película El código Da Vinci y los canales estaban muy interesados.
Como decías, todo tiene que ver…
Supongo que pasa cuando uno crea, que hay cosas que están en la temperatura ambiente. Con I love Pinochet había pasado otra cosa, y es que la productora que la compró la escondió; hasta hoy ese documental no ha sido pasado en Chile en un horario normal. Por eso me hice coproductora de Opus Dei, para guardar los derechos; yo la vendí a la televisión, yo negocié los horarios, sacamos cinco mil DVDs y se vendieron todos con el periódico The Clinic. Tuve que asumir esa parte para que la película no se escondiera.
Con Opus Dei también pasó otra cosa, que uno de los personajes que sale en la película, un historiador, empezó a agredirme escribiéndome cartas en las que decía que cómo se me había ocurrido sacar a Pinochet en Opus Dei. Yo dije: “¡Qué impresionante! ¿Qué es lo que hay que mostrarle a esta gente para que entiendan que esto existió, que hubo abusos?”. O sea, había que mostrar a los victimarios de la dictadura, y ahí fue cuando decidí hacer…
El mocito.
Investigando llegué al personaje de “el mocito”, que fue mucho más interesante porque era a la vez víctima y victimario, una persona que entró muy joven en los aparatos de represión de la dictadura, cuando era menor de edad, sobre el que te haces muchas preguntas y al mismo tiempo palpas la terrible ambigüedad de todo eso. Y cuando estaba haciendo El mocito, porque, ¿viste?, la ficción siempre tiene una historia detrás, voy a la Patagonia a una casa con una laguna y pregunto si me puedo bañar y la hija me dice: “No, porque está llena de carpas. Mi papá trató de sacarlas, dinamitó la laguna pero no resultó”. Yo estaba con unos amigos y nos miramos y dije: “¿Qué?”, y uno me dice: “Tú deberías hacer un documental sobre esto”, y yo: “No, no puedo hacer un documental sobre esto porque ya pasó, esto hay que reconstruirlo. ¡Hay que hacer una ficción!”. Fue la necesidad de contar una historia que no se podía contar a través de un documental lo que me llevó a mi primera experiencia con la ficción. Pero yo nunca había escrito ficción, ¿cómo lo iba a hacer? Entonces me llaman para dar clases en una universidad en la que enseñaba Julio Rojas, un guionista chileno muy conocido, y le digo: “Quiero escribir esta película, ¿la escribirías conmigo?”. Y él: “Claro, ningún problema”. Y nos pusimos a escribirla. Nos juntábamos los viernes sin saber que la película podía resultar. Luego llegó el productor Bruno Bettati, a quien ya conocía, y el proyecto gustó. Luego nos invitaron a Locarno y gané un fondo y gané otro, y un día Bruno me dice: “Bueno, ya está la película, ahora sólo tienes que ir a filmarla”. Así sucedió. Fuimos a ver las locaciones, y yo pensaba: “Esto no puede ser más difícil que hacer un documental”. La única diferencia es que en vez de ser cinco personas vamos a ser cincuenta.
¿Para qué sirvió la dictadura en Chile y para qué sirven en general? Para lo que escribió Naomi Klein en The Shock Doctrine: para que el neoliberalismo pudiera imponerse en un país
Y eso no te echó para atrás, por supuesto.
Ahí me di cuenta de que sí tenía experiencia. Lo que más me ha dado el documental, creo, es la dirección de actores. La ficción es una reconstrucción de la realidad, y en un documental lo que haces es perseguir la realidad. Cuando algo no me parecía real, no sentía que estaba frente a algo vivo, podíamos hablarlo, porque antes ya lo había logrado intuir. También tuvo que ver que trabajamos con Inti Briones en la fotografía, y me gustó tanto la experiencia que ahí me di cuenta de que hacer ficción te da más libertad que el documental. No sólo es que puedes hacer que tus personajes digan lo que tú quieres, sino que puedes construir mundos paralelos y jugar con las imágenes. Eso fue lo que me gustó, lo creativo, como que de pronto me dieran alas y me pusiera a volar. No fue como otros que dicen: quiero hacer cine, quiero filmar películas, ése es mi sueño. En mi caso no fue así. Fue encontrarme con algo que me gustaba.
Otra vez, el descubrir y aprender haciendo.
Hay otra cosa que tiene que ver con el cine que se hace en América Latina. Tú ves el cine de Hollywood o de otras partes del mundo, lo comparas con nuestro cine y ves que el nuestro se hace con muy poco. El reto es: cómo hacer un cine interesante con tan poco. Piensa otra cosa: a Chile no llega el cine que se hace en otros países de América Latina. Fue en Europa que descubrí a Lucrecia Martel, a Lisandro Alonso, a todos mis compatriotas latinoamericanos que con muy poco hacían grandes películas. Eso es un punto importante, porque empiezas a preguntarte: si ellos pueden, ¿por qué yo no voy a poder si tengo ganas y cosas que contar? Al terminar El verano de los peces voladores me puse a escribir Los perros. Aquí sí sola, sin Julio. Fue una experiencia más solitaria, más dura en cierto sentido, pero llegué a Cannes y tuve algunos consultores a los que podía comentarles mis dudas. A mí me gusta abrir la lectura cuando trabajo. ¡Y así fue! A veces uno descubre sus pasiones un poco tarde.
Tus personajes de ficción tienden a ser complejos, incluso diría moralmente ambiguos. Mariana y Juan en Los perros, por ejemplo. Ella es la heroína, pero en muchas partes es difícil sentir empatía por ella: es caprichosa, egoísta, con todos los melindres de la clase alta latinoamericana. Juan en cambio es un criminal y sin embargo no puedes evitar sentir atracción por él. ¿Dirías que esto también te viene del documental? “El mocito” es precisamente alguien de quien no sabes si sentir compasión o repudio por lo que hizo.
Yo diría que el ser humano es complejo, y cuando uno se interesa por el ser humano —si tú me preguntaras qué es lo que más te interesa hoy en día, yo no diría la política, sino el ser humano— y te preguntas quiénes somos y hacia dónde vamos, te das cuenta de que todos somos así. Todos cuando nos presentamos ante alguien usamos máscaras. La máscara impide que esos otros conozcan ciertos espacios oscuros de uno. Pero si uno explora en uno mismo o en la gente que conoce, todos tenemos cosas muy oscuras que siempre estamos escondiendo. Hay cierto cine que lo único que hace es quedarse con esas máscaras para que alguna gente parezca buena o mala. Yo lo que estoy tratando de hacer en mi cine es traspasar esas máscaras y escarbar un poco para que en esa humanidad compleja el espectador pueda reconocerse. Y aunque efectivamente hay personajes con los que cuesta sentir empatía, hay algo en ellos que nos habla. De modo que sí, mis grises son muy conscientes. En El verano de los peces… fue igual. Al escribir el personaje del padre de Manena, que era también un facha, cualquiera diría que había que buscar a un actor que tuviera esa pinta. Para mí fue al contrario. Escogí a Gregory Cohen pensando en que es un actor que siempre hace personajes distintos, un poco como él, que es muy de izquierdas, un hippy: exactamente lo que uno no se hubiese esperado. En esta dualidad me gusta que se construya la totalidad del personaje. Siempre trato de buscar en el actor lo que tal vez en la escritura no está para poder tener algo más complejo y potente.
Otra cosa que veo tanto en tus películas de ficción como en tus documentales es tu buen ojo para retratar a la clase alta chilena, muy parecida a la clase alta latinoamericana en general.
Totalmente, son todas iguales.
Esto no es frecuente, ¿no? Me preguntaba qué otras cinematografías pintan tan bien a sus clases altas y no recuerdo una en concreto. En cambio veo que en Chile al menos dos cineastas cuya obra conozco, Pablo Larraín y tú, han logrado mirar a los ojos a esa gran burguesía.
Cuando quise hacer I love Pinochet y vi que eso no estaba hecho, o sea que nadie se había interesado por los pinochetistas, sentí que era importante hacer un retrato de ellos porque el documental iba a quedar, y si alguna vez alguien quería entender quién era esta gente y la violencia con la cual uno creció, lo iba a poder ver en una pantalla. Mi voluntad era dejar registro de lo que yo en ese momento llamaba “el enemigo”: filmar al que no piensa como tú y está al otro lado; aunque luego te das cuenta de la complejidad del enemigo. Digamos que mi primera intención fue ésa: entender cómo había gente con tan poca empatía por el ser humano, cómo primaban sus intereses personales a partir de su ignorancia, porque en el fondo es gente muy ignorante. Luego viene dónde estudié, en la Universidad Católica; pero yo no vengo de una familia burguesa, sino de clase media acomodada, aunque en mi entorno podía ver a esa burguesía. En el fondo están ahí, te toca ir a sus casas, convivir con ellos, y yo soy muy curiosa y empiezo a observar y te das cuenta de sus diferencias respecto del país sólo porque los ves. Se comportan diferente, hablan diferente, tienen una manera de pararse en el mundo que es muy particular, se sienten dueños un poco del mundo y al mismo tiempo tienen cierta alienación, viven en otro planeta. Por eso lo más difícil de lograr en Los perros fue eso. Es un huis clos de esta burguesía, son como ellos en este mundo.
A eso me refería, a la habilidad para entrar en una burbuja sin parecer un intruso.
Era la problemática de esta película: si estoy escribiendo una película que es un huis clos de la burguesía y la protagonista es una burguesa, ¿cómo paso al otro lado sin “pasar al otro lado”? Lo que más me preocupaba era cómo mostrar la impotencia de las víctimas porque si el punto de vista de la película era el de Mariana, ella no iba a ir a sus casas a decirles: “Señores, cuéntenme sus problemas”. Estuve un tiempo craneando hasta que se me ocurrió una escena que venía de El mocito: “Ahí está, ¡la funa!”. Decido que esta realidad le llegue a ella como un sopapo. ¿Sabes que los que salen en la funa de la película son ellos de verdad? Hablé con ellos y me alegra que haya sido así, porque esa rabia, esa impotencia, esa fuerza con la que hacen la escena no era para extras. Para mí era la única manera de traer ese sentimiento ante la injusticia sin salir del huis clos: Mariana sale del auto, se cae al suelo y es en ese momento cuando la realidad la confronta.
Mariana parece muy fuerte pero en el fondo ha tenido que aprender a navegar en esas aguas. Una mujer rodeada de hombres, rodeada de “perros”, luchando por existir en un mundo patriarcal con un contexto político
Sobre esto que dices, me gustaría profundizar en algo que ya hablábamos al principio: quién encarna realmente el mal dentro de una dictadura. El coronel cumplía órdenes, pero la burguesía civil necesitaba la represión para proteger sus privilegios y seguir haciendo dinero.
Exactamente, el coronel es el flanco fácil. Toda esa gente que hoy se lava las manos y dice: “Ah, no, yo no tuve nada que ver” y se siente libre de polvo y paja, es gente que apoyó no sólo ideológicamente al pinochetismo, ¡sino financieramente!, porque le prestaba dinero y contribuyó a lo que ocurrió en Chile en esos años. Los militares no estaban solos.
Dicho así es muy bestia, pero siempre pienso que debajo del dinero que se acumuló en América Latina durante nuestras dictaduras hay muchos muertos, y no pocos eran inocentes.
Es que hay que entender lo que es una dictadura. ¿Para qué sirvió la dictadura en Chile y para qué sirven en general? Para lo que ya escribió Naomi Klein en su libro The Shock Doctrine: para que el neoliberalismo pudiera imponerse en un país. Cuando Chile estuvo bajo el terror se pudieron cambiar las leyes para que vinieran los Chicago Boys e hicieran lo que quisieran. Hay que decirlo así: a mi país lo saquearon. Hay un libro que se titula precisamente El saqueo de los grupos económicos al Estado chileno, de María Olivia Mönckeberg, que explica cómo las empresas estatales se las vendieron a estos grupos a cinco pesos y después estos mismos las vendieron a los grandes capitales privados a mil. ¿Cuándo fue eso? ¡En dictadura!
Otro tema secundario es la maternidad. Mariana no quiere, pero acaba aceptando el tratamiento de fertilidad como acepta otras cosas del guión social que le toca interpretar como hija y esposa. En ese sentido, la película me pareció muy dura: la heroína claudica al final ante las fuerzas del patriarcado.
Hay un modelo muy marcado sobre todo en la sociedad en la que crecí: “Bueno, tú vas a ir a la universidad, vas a estudiar, pero luego te casas, tienes niños y eres feliz al lado de tu marido”. Es tan fuerte que acabas creyendo que de verdad ése es el modelo, que no hay escapatoria. No sólo eso, sino que si no cumples con el modelo no vas a ser feliz, vas a ser infeliz toda tu vida. Escapar del modelo es muy difícil, por eso el conflicto de Mariana es muy profundo. Es más, creo que deja que le pongan las inyecciones, como quien deja que la inseminen, pero que nunca va a ser madre porque su inconsciente es más fuerte. Ahí entro, según yo, en el jueguito del personaje, que aunque diga a todo “sí, sí”, en realidad hace lo que quiere por debajo, o como puede. Y el “como puede” es, pues… ¡como puede! Hay un detalle en el que no se repara y es que cuando ella le dice que no a la enfermera es cuando está más fuerte. Luego, tras el accidente, le vuelven a poner las inyecciones, porque está más débil.
Mariana también es curiosa, se mete en lo que se mete por su sensibilidad, pero también porque quiere saber. Esta curiosidad se interrumpe cuando la verdad afecta a su padre.
Allí es la negación absoluta, claro, porque es difícil convivir con esas verdades monstruosas que nos tocan a uno. Además, piensa que Mariana es una mujer que crece sin madre, la madre no aparece por ningún lado, por lo tanto la relación de dependencia que tiene con su padre es en cierto modo patológica. Si su padre, que es su héroe, se cae, se le va a caer todo su mundo. De modo que decide que no se le caiga, decide quemar la carta que va a afectar a su padre y quedarse ahí, no salir, enfermarse. No voy a escribir la segunda parte de la película, pero me la puedo imaginar tomando pastillas, encerrada totalmente.
Has trabajado con Antonia Zegers y Alfredo Castro, los dos actores que ahora mismo son la cara de la mejor cinematografía chilena que se recuerde en años. Además de los directores más reconocidos internacionalmente, como tú, Larraín, Lelio o Matías Bize, ¿a qué otros directores y directoras chilenas recomiendas seguir?
Hay un director en Chile que hace cine marginal, solo, con pocos medios, y muy interesante, muy personal, muy de autor: se llama José Luis Sepúlveda. El Pejesapo, Mitómana… Es un personaje. Yo diría que es alguien a quien merece mirar con atención, porque es muy distinto y muy honesto, lo hace todo desde las tripas. Todos lo sabemos: el cine es burgués; su cine no, y eso es difícil de encontrar. Me encantaría que tuviera más medios, aunque para alguien como él es difícil. Ya sabes que para conseguir fondos hay que manejar asuntos burocráticos, y a alguien ajeno a las burocracias le es complicado adaptarse. Un inadaptado como José Luis necesita un mecenas y nada más: es el sistema el que se tiene que adaptar a él. ¿Quién más? Dominga Sotomayor, la de Tarde para morir joven. Ésta es su tercera película y ya ha ganado el premio a la mejor dirección en Locarno. Chile está lleno de cineastas ahora mismo, ustedes ya conocen a la mayoría, pero hay muchos.
Tu siguiente proyecto ¿es documental o ficción?
Ficción.
¿Tu vuelta al documental es algo de lo que ya podemos olvidarnos?
No, mi vuelta al documental va a llegar como me pasa todo en la vida: cuando tenga algo que contar y tenga ganas, voy a salir con la cámara. No es un cierre, a lo mejor una pausa, pero en cualquier caso no es consciente.
¿De qué va tu nueva ficción?
Estoy escribiendo algo que se llama La caza del puma: dos parejas que van a cazar un puma a la Patagonia con un guía y se pierden. Y cuando se pierden es cuando tienen que confrontarse.
La última: viviste muchos años en Francia, regresaste a Chile y ahora has vuelto a París. ¿Qué te trajo de vuelta a la vieja Europa?
No quise seguir viviendo en Chile. Estuve siete u ocho años allí y me parece un país durísimo, ya no soy capaz de tolerar ese nivel de violencia, en especial la del pinochetismo. Para vivir en Chile tienes que hacerlo en una burbuja, ver sólo a tus amigos. Si lo haces así, funciona. Pero yo vivía sin tele porque no podía ver la tele, tampoco hay oferta de cine y tampoco me gustaba cómo estaba siendo educado mi hijo. Estaba en el Liceo Francés, viendo el ejemplo de niños malcriados, con servicio doméstico al que llaman: “¡Maríaaa, tráigame no sé qué!”. Y si le dices eso a la gente, nadie va a estar de acuerdo. Aun así, no fue fácil porque él no quería venirse a Europa. En el fondo, la vida en esa burbuja es más serena, hay más espacio y todo puede ser “más lindo”. Acá hay otro tipo de dureza, ves los problemas, ves lo que pasa. En París no te puedes esconder de los refugiados, de la pobreza, de los atentados. Hoy mi hijo en un niño autónomo, dulce, sensible, preocupado por lo que pasa alrededor, y creo que a la larga me lo va a agradecer. En París estás en el mundo, y creo que eso está bien, no está mal.