Con Los hombres ríen, trabajan, se van, título provisional de su próximo largometraje, la cineasta peruana Sofía Velázquez obtuvo una beca para participar en el II Taller Andino de Ideas que se realizó en Lima el pasado setiembre. La convocatoria estaba abierta a proyectos documentales, de ficción o híbridos, y Velázquez, en Los hombres ríen…, se atrevía con una película que mezcla ficción, poesía y ensayo a través de su propia relación con la obra de César Vallejo y con su padre. Sí, un cóctel raro, como ella misma admite en esta crónica fabulosa de su experiencia en el taller y, en especial, de las luces que encontró caminando al lado de su asesor Andrés Duque. Que nadie deje de leer este texto, una clase magistral de lo que es un taller de ideas escrita desde la humildad de una aspirante a producir una obra memorable. Anoten su nombre: Sofía Velázquez.
Escribe SOFÍA VELÁZQUEZ
Cuando llegó el correo que decía que me aceptaban en el Taller Andino, pensé: «nunca me aceptan en nada y, cuando pasa, es en mi propia ciudad». Debo decir que en Lima no había, hasta hace muy poco, un lugar en donde estudiar cine. Hace muchos años, sí, la escuela del maestro Robles Godoy, pero yo estaba aún muy chica para ella. Entonces, creo que pertenezco a una generación conformada por los que lograron salir fuera del país y los que nos quedamos —no necesariamente porque quisiéramos— aprendiendo en el camino, en la práctica, y recorriendo el país para hacerlo.
Ya ahora, que tengo múltiples trabajos y algunos documentales hechos, puedo darme el lujo de costear algunos talleres o especializaciones fuera del Perú, porque con las becas siempre he tenido un poco de mala suerte. Así que, cuando llegó esta noticia, tuve sentimientos encontrados.
Postulé al taller con un proyecto titulado provisionalmente Los hombres ríen, trabajan, se van, una especie de híbrido basado en ciertos arquetipos que identifiqué dentro de la poesía de Vallejo y a través de los cuales hablo de muchas cosas, entre todas ellas, de la relación con mi padre y con la poesía. Una película que mezcla ficción, documental, poesía y ensayo. Sí, así de enredada y excesiva. Tenía claro que la premisa era limpiar. Limpiar y simplificar.
Cuando me enteré del programa del taller, me entusiasmé. Los asesores convocados para esta edición estaban todos geniales, pero yo leí en la pantalla «Luis Ospina» y me emocioné muchísimo.
La idea era que los integrantes del taller nos agrupemos por «tipos» de proyecto. Y, según estos tipos o estilos, nos asignaban determinado asesor. Unos pocos meses antes había visto en el cine las tres horazas de Todo comenzó por el fin y me había reconciliado —mentalmente, claro, porque de eso también vivo— con el documental, que a veces es tan duro y tan ingrato con quienes lo trabajamos, y había admirado al grupo de Caliwood. Y había llorado con Caicedo, me había reído de la pornomiseria y me había emocionado con cada referencia al tiempo y a la literatura que encontré en esa película. Entonces supuse que me tocaría Ospina, ese rockstar del documental, como asesor.
Pero nos fuimos con Andrés Duque. Los miembros del grupo, formado el primer día del taller, éramos todos personas muy distintas aunque quizá con algo en común: nuestros proyectos eran raros. En ellos había mapas, viajes de conquistadores, enanos, idealizaciones paternas y maternas, material de archivo familiar, encuentros entre ficción y no ficción, mucha locura y mucha poesía. Yo había visto en Montevideo, unas semanas antes, Oleg y las raras artes, la última película de Andrés, y pensé que podía ser muy esclarecedor conocer su proceso.
Nuestro encuentro, no voy a negarlo, empezó torpe. Mis inseguridades hicieron mucho para que así sea. Intento siempre repetirme a mí misma que los procesos creativos son así, que la apertura de alma que logro en el papel o en la imagen debo lograrla también al contar mis ideas a otros, porque, si no lo hago, nadie va a entender o sentir y percibir lo que siento, lo que intento decir. Así en el arte como en la vida. Pero las trabas ya estaban puestas.
Ese primer día me fui decidida a encarar el problema y regresar al día siguiente, renovada pero frontal, dispuesta a encontrar una solución. Pero no hubo día siguiente porque, unas horas después, me enteré de que un amigo muy cercano a mi vida, una especia de padre escogido, acababa de morir. En él había inspirado un personaje de esta nueva película que me sentía incapaz de explicar oralmente. Desaparecí dos días. Al tercero, ya no era la misma. Nada de lo que sucedía alrededor era lo mismo.
Todo plan, toda maniobra pensada para afrontar el taller, carecía de sentido. Lo único diferente, tal vez, era que mis defensas estaban en el suelo. Y que, esta vez, Andrés tenía una estrategia. Entonces, empezamos a buscar.
La idea era dejar de pensar en la película y empezar a pensar en mi voz, en mi punto de vista. Era pensar en quién sería yo si tuviera que definir mi identidad artística. En esa búsqueda pasamos por diferentes etapas de la historia, personajes, momentos, lugares. Le conté sobre mis viajes de ayahuasca; me contó sobre cómo había descubierto él su propio alter ego artístico. Hablamos de animales, de seres irreales, de personajes anormales, fracasados y locos. Como los que nos gustan a ambos. Me di cuenta de que esto debía ser un juego, que lo que yo llamaba timidez era un ego que simplemente no quería ser dañado; que, si había algo bueno a partir de la muerte cercana, era la sensación de que, en realidad, no hay absolutamente nada que perder. Después de pensar muy seriamente en el otorongo (pantera amazónica), en su delicadeza y oscuridad, llegamos a confirmar, en medio de esta locura de recuerdos, historias y suposiciones, que mi identidad podría ser la de una poeta japonesa de principios del siglo XX.
Al culminar el taller, varios de mis compañeros tenían parte de su guión escrito. Otros habían encontrado giros dramáticos o descartado personajes irrelevantes para la trama. Algunos muchos estaban contentos porque habían encontrado un camino, una ruta, una voz. Yo encontré un haiku. Y, en el haiku, una estructura. Y, de pronto, todo se ordenó y cobró sentido. Cada verso de ese haiku correspondería a un bloque de la película, que tendría, además, funciones muy precisas, como las de un caligrama. Vallejo estaba obsesionado con la precisión. Las palabras debían ser exactas; hablaba incluso de renunciar a ellas: «Acto imposible», escribía. La voz precisa, en este caso, sería la de la simplicidad y la claridad de tres versos:
El primero te reconcilia con el mundo.
El segundo te traspasa y transforma.
El tercero te suspende, y luego te suelta en otro dimensión.
Si el proyecto fuera un árbol, no diría que las ramas se alargaron, o que los botones florecieron. Ni siquiera sé si es un árbol que tendrá fruto, o flor. Lo que sé es que las raíces echaron a andar. Y que ahí van ahora, abriéndose paso, intentando descifrar lo que Andrés, Oleg y todos sus demás personajes ya saben hace mucho tiempo.
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SOFÍA VELÁZQUEZ NÚÑEZ es cineasta peruana. Forma parte del colectivo audiovisual Mercado Central. Inició su formación como documentalista de manera independiente, dictando talleres y recorriendo el Perú con sus amigos. «Me interesa explorar expresiones populares y periféricas, pero también mi universo más cercano, sus narrativas autorreferenciales y las conexiones entre la imagen y el texto escrito. Me he especializado en la dirección y el montaje.» Algunas de sus producciones han recibido premios dentro del Perú y han logrado competir y exhibirse en festivales y muestras de arte en otros países. Su primer largometraje, codirigido, se llama Retrato Peruano del Perú y trata sobre el arte popular y los deseos de inventarse; su último corto se titula Soy Eterno y trata sobre los recuerdos y sobre un tío con esquizofrenia. Tiene una maestría en Antropología Visual.