Escrita por Daniel Díaz Torres y Alejandro Hernández sobre una novela de éste último, Los buenos demonios es la nueva película del director cubano Gerardo Chijona que pronto llegará a España vía el Festival de Cine de Málaga. La octava cinta de ficción de Chijona cuenta la historia de un muchacho con cara de niño bueno que supuestamente se gana la vida haciendo taxi en La Habana, aunque el espectador sabrá desde muy pronto que en realidad se trata de un asesino múltiple que asalta a los turistas para ayudar a sus vecinos y amigos con el dinero robado. Pero como advierte Chijona, que nadie se equivoque: no estamos ante un policial, ni una película de suspense ni ante el retrato de un sociópata. Si algo es Los buenos demonios es un acercamiento desde la moral a tres generaciones de cubanos —incluidos los más jóvenes, “hijos del período especial”, que crecieron con la crisis económica de principios de los noventa del siglo pasado— pero no desde el drama con pretensiones de trascendencia, sino como casi siempre en el cine de Chijona —y de Díaz Torres, el primer director que iba a tener el filme, fallecido antes de iniciar el rodaje—, persiguiendo una mirada personal que no excluye cierta dosis de comedia. Hace unos días tuvimos ocasión de ver la película por cortesía de Wanda Visión, la coproductora española, y de conversar con el maestro cubano, no por gusto formador de varias generaciones de jóvenes cineastas latinoamericanos desde sus clases de dirección en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Como suele ocurrir, con Chijona hablamos de varias cosas, no sólo de Los buenos demonios, y habríamos seguido hablando más si no fuese porque la cinta se acaba de estrenar en Cuba y el director no ha parado con la campaña de promoción (“el público se lleva la película para la casa, que es exactamente lo que todos queríamos”).
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Escribe TOÑO ANGULO DANERI
Si no me equivoco, salvo en Esther en alguna parte, antes de Los buenos demonios usted había participado en la escritura de todas sus películas. Sin embargo, en este caso se encuentra con un guión ya escrito por Daniel Díaz Torres y Alejandro Hernández. Cuénteme cómo llegó al proyecto y qué reto le supuso dirigir sobre un guión no sé hasta qué punto ya cerrado.
Alejandro Hernández, que escribió el guión de Los buenos demonios junto con Daniel Díaz Torres, fue la persona que me propuso retomar el proyecto, que quedó inconcluso tras la temprana muerte de Daniel. Alejandro fue no solamente alumno suyo en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, sino también otro gran amigo de él. Alejandro es no sólo el autor intelectual de que la película se haya hecho realidad, sino que confió en mí y me dio total libertad para hacer los cambios que considerara necesarios en el guión. Yo sólo me atreví a editar algunas escenas y a incluir la escena final de la película, pues quería respetar a toda costa el espíritu y la letra del guión tal y como ellos lo escribieron.
También tengo entendido que usted fue amigo de Daniel Díaz Torres antes de ser colegas de profesión y trabajar juntos en varias películas. ¿En algún momento pensó que dirigir Los buenos demonios era una forma de rendirle homenaje?
Daniel y yo nos conocimos hace ya bastantes años en el lobby de la Cinemateca de Cuba. Los dos, aunque en diferentes escuelas, acabábamos de terminar el bachillerato. Éramos dos muchachos, amantes del cine, que soñaban con ingresar en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), en esa época el único lugar a través del cual se podía llegar a hacer cine en la isla. Para envidia de todos nosotros, Daniel fue el primero en lograr entrar al instituto. Después ayudó y empujó para que algunos de nosotros pudiéramos ingresar.
De todos los que formamos ese pequeño grupo y de otros que luego se convirtieron también en directores, Daniel fue el más cinéfilo de todos. No sólo por la cantidad de filmes que vio y disfrutó hasta el momento de su muerte, sino también por la capacidad que tenía para contarlos después hasta en sus más mínimos detalles.
Todos los que fuimos parte de hacer realidad Los buenos demonios (amigos, compañeros suyos, actores y técnicos que ya habían trabajado con él, admiradores…) asumimos el proyecto como un homenaje a su vida y a su obra. En mi caso particular, yo ya le había dedicado mi película anterior, La cosa humana, por ser una obra que rendía tributo al cine que vimos y comentamos juntos durante muchos años de nuestras vidas. No sólo fuimos fans comunes en la pasión por el cine, sino que también compartimos varios años de nuestras vidas en la cátedra de dirección de la Escuela de San Antonio. La Escuela está a casi una hora de la ciudad y, bien en mi auto o bien en el de Daniel, hacíamos siempre el trayecto en ambas direcciones comentando la última película que habíamos visto o la última serie que estábamos viendo.
Me permito preguntarle esto porque a propósito de Esther en alguna parte, basada en la novela homónima de otro gran amigo suyo, Eliseo Alberto (que además de escritor fue también un gran guionista), usted decía que la película reflejaba más la mirada de Eliseo Alberto que la suya, y que justo por eso sentía que era su “película más personal”. Esta paradoja ¿diría que también se da en Los buenos demonios?
Eliseo Alberto, Lichi para todos nosotros, fue otro de mis grandes amigos. Junto a su hermano Constante (más conocido por Rapi) soñamos con llevar al cine Esther en alguna parte desde que Lichi se apareció con el primer manuscrito de la novela. Aunque aquí tampoco fui guionista de la película (el guión fue escrito por Eduardo Eimil, un egresado de la escuela nuestra de cine), yo pude revisar y discutir con Lichi hasta la última versión del guión, incluir escenas que no estaban en la novela, y sabía cuál era su mirada. Y también íbamos a tener a Reynaldo Miravalles, el actor con el que ambos soñamos como protagonista de la historia.
Aunque también la muerte se llevó demasiado temprano a Lichi, que no pudo ver la película terminada, yo me sentía más tranquilo, pues sabía que estaba pisando territorio conocido, dirigiendo la comedia triste con la que él siempre soñó. No fue ése el caso de Los buenos demonios, en que tuve que imaginar muchas veces la mirada de Daniel a la hora de dirigir a los actores en las escenas.
En el micromundo en el que se mueve Los buenos demonios conviven cinco personajes que representan tres generaciones de cubanos, cada uno con un concepto distinto de la moral
Yendo al meollo de Los buenos demonios, ¿diría que es una película cuyo tema de fondo es la moral, es decir, las distintas percepciones y justificaciones con que envolvemos “de moral” lo que hacemos? Por ejemplo, mi impresión es que Tito (Carlos Enrique Almirante), el protagonista, lleva a un extremo-muy-extremo la moral de Robin Hood: robar a los ricos para ayudar a los amigos; luego está la moral de su madre (Isabel Santos); la de la violinista que vive en el piso de arriba (Yailene Sierra); la de los dueños de la “paladar” como negocio privado para hacer dinero (Enrique Molina y Vladimir Cruz), o la del exmilitar que llega a cenar allí con su esposa, sabiendo que una sola cena le costará su pensión de jubilado.
Desde la primera vez que leí el guión de Los buenos demonios me di cuenta de por dónde iban los tiros. Aunque el protagonista es un asesino, que con su cara angelical sale de noche en su taxi a matar turistas para robarles, la película no era ni un policial, ni un filme de suspense ni el retrato de un sicópata, sino mas bien una reflexión sobre valores éticos y morales. En el micromundo en el que se mueve la historia conviven cinco personajes que representan tres generaciones de cubanos, cada uno con un concepto distinto de la moral o sin moral alguna, como es el caso del protagonista. También entendí desde el principio que esta reflexión moral o ética se hacía sin juzgar a ninguno de los personajes, dejando esa operación al espectador. A juzgar por la reacción que he percibido a partir de su estreno en Cuba, el público se lleva la película para la casa, que es exactamente lo que todos queríamos que sucediera de manera invisible, sin tener que poner el discurso o el mensaje delante de la historia o de los personajes.
Aunque la historia cuenta varias subtramas que parecen paralelas, todas están muy bien conectadas a la de Tito. Todos sabemos desde el mismo inicio de la historia que es un asesino, pero para los demás personajes, en ese juego de apariencia y realidad con que se escribió la historia, él es un muchacho normal, buen hijo, buen vecino, que ayuda a los demás, aunque sea con el dinero de sus crímenes. Y, además, es un joven vulnerable: fracasa en sus avances sexuales con Sara, Rubén se burla de él diciéndole que tiene cara de niño bueno y, en medio de una discusión, le da un par de empujones delante de su exmujer, peca de inocente cuando dos delincuentes lo engañan haciéndose pasar por policías, etc. De manera que, aunque vaya contra toda lógica moral, se produce un proceso sutil de identificación con el protagonista.
Como bien dice, aunque la película cuenta la historia de un asesino múltiple, no es un policial, ni una película de suspense, ni tampoco el retrato de un sociópata. De modo que me gustaría conocer su opinión sobre el tono elegido para contarla. ¿Diría que lo que prevalece es ya un sello suyo, muy de su cine?
Salvo Boleto al paraíso, que fue una historia escrita para jóvenes actores sin ninguna experiencia previa en cine, usualmente durante el proceso de escritura ya voy pensando en qué actor va a encarnar cada personaje y lo voy ajustando a sus características, bien porque ya ha trabajado conmigo o porque lo he visto actuar en otras películas y ya tengo alguna idea de cuál es su manera de trabajar. Y ya con ese casting hecho, durante el período de prefilmación me encierro en mi casa a ensayar con ellos y hacemos una especie de laboratorio creativo. La diferencia con Los buenos demonios, y que casi todos los actores que participaron en el proyecto que ya habían trabajado conmigo lo notaron, es que yo soy un director que voy tras mi mirada, y ensayo buscando resultados a partir de emociones y sentimientos. Aunque, aclaro, siempre abierto a cualquier variante que el actor pueda proponer durante el desarrollo del trabajo que pueda ser mejor que la mía.
En Los buenos demonios, en tanto que el guión estaba escrito de una manera fría y distanciada, que no tenía mucho que ver con mi manera de dirigir, tuve que aprender a callarme la boca y escuchar todo el tiempo a los actores y, entre todos, hacer un trabajo de discusión del diseño de los personajes y de exploración y descubrimiento de las escenas en los ensayos. Agradezco inmensamente toda la ayuda que me brindaron todos ellos, aun aquellos que tenían breves escenas, para sacar adelante el trabajo.
Cuba es un país de una complejidad y riqueza tal que harían falta miles de películas para tratar de atraparla en toda su variedad, y estoy seguro de que cada una representaría una Cuba distinta
Volviendo a esas distintas versiones de “lo moral”, ¿éstas también podrían ser vistas como visiones generacionales del mundo a partir de la experiencia cubana? Siguiendo lo que sugería hace un rato, pienso que aquí la demarcación podría ser la siguiente: la visión de la generación que forjó la Revolución (la madre, el exmilitar y en cierto modo el personaje que encarna Molina); la que se benefició de sus logros pero hoy la ve con cierta distancia escéptica e incluso cínica (los personajes de Yailene Sierra y Vladimir Cruz), y los muy jovencitos de hoy, desencantados y entregados a los bienes materiales (Almirante y su teléfono móvil, su reloj y sus zapatillas de marca), que han elegido vivir fuera del país (el hijo de Sierra y Cruz) o están intentando hacerlo (la chica-amante de Almirante).
Como te decía en la pregunta anterior, hay tres generaciones de cubanos conviviendo en el pequeño universo de la historia. La fundacional, que encarna Paquita (Isabel Santos), la madre de Tito, que sigue creyendo en los valores en que se formó durante el período revolucionario; la intermedia, encarnada por Sara (Yailene Sierra), una profesional de la música venida a menos que se ve obligada a tocar el violín en funerarias para sobrevivir, y por Rubén (Vladimir Cruz), un hombre con un pasado turbulento, que empieza a convertirse en una especie de nuevo rico aprovechando la apertura económica que se ha producido en el país en los últimos años; y, por último, Tito (Carlos Enrique Almirante), que es lo que aquí llamamos “un hijo del período especial”, que ha crecido y se ha formado en medio de la pérdida creciente de valores éticos y morales que comenzó con la crisis económica de principios de los noventa del siglo pasado.
Como yo odio las metáforas, te aclaro que a ninguno de nosotros nos pasó por la cabeza pensar que esta historia de ficción estaba tratando de simbolizar a un país. Cuba es un país de una complejidad y riqueza tal que harían falta miles de películas para tratar de atraparla en toda su variedad, y estoy seguro de que cada una de ellas representaría una Cuba distinta.
En cuanto a la puesta en escena, hay otra cosa que me llamó la atención: el contraste entre los escenarios de colores cálidos (las paredes pintadas de rojo, azul, lila, amarillo; el cielo y el mar filmados de noche; la exuberante vegetación tropical) y cierta frialdad en “la mirada” de la cámara. ¿Es lo que pedía la historia de Tito?
Cuando discutí el guión con el director de fotografía, Raúl Perez Ureta, y el director de arte, Alexis Álvarez, partimos del concepto de buscar las sombras en los seres humanos y no en el entorno en el que se mueven. No simpatizo mucho con algunas películas que veo en que el entorno está por encima de la historia o de los personajes, a veces asfixiándolos en su desarrollo dramático. Nos interesaban más las contradicciones y conflictos entre los seres humanos que conviven dentro de la historia que sus posibles encontronazos con el contexto social o político.
De manera que decidimos trabajar, como tú bien señalas, una gama suave de colores y una luz más bien brillante. Queríamos una Habana bella, iluminada, cuando salíamos a exteriores, y unos decorados (los dos apartamentos centrales) que, aunque humildes, tuvieran una cierta dignidad. No nos interesaba una Habana sucia, oscura, promiscua, que a fuerza de repetirse ya se va convirtiendo en un lugar común.
La frialdad de la cámara, como también señalas, responde a la manera en que está escrito el guión. Es una historia aséptica, austera, cínica, contada desde la distancia, y la cámara sólo entra en las escenas de mayor tensión dramática para resaltar un texto, una mirada, un silencio. Cuando no, se mantiene distante. Yo disfruto mucho, sobre todo cuando filmo comedias, fragmentar las escenas en el montaje. Aquí tuve que ponerme los frenos y dejar que muchas escenas fluyeran en tiempo real, sin cortar el plano. La ausencia de música contribuyó también a crear esa sensación de distanciamiento en que se escribió el guión.
El final de la película me parece otro acierto importantísimo. Vuelve la disyuntiva moral, e intuyo que usted, como director de la película, tiene la respuesta: ¿qué cree que hará la madre tras descubrir a qué se dedica realmente su hijo?
Aunque el final fue casi mi única contribución al guión, si te soy sincero te diría que, puesto en la piel de Paquita, la madre del asesino, no sé realmente qué decisión tomaría. Esa tarea prefiero dejársela al espectador. Cuando presenté por primera vez la película en el Festival de La Habana dije a los allí presentes que ojalá se fueran del cine con los buenos demonios en la cabeza. Y parece que así ha sido, por el nivel de opiniones que me han llegado después. De eso se trata, de que las películas, si al final de la jornada sirven para algo, promuevan una reflexión o un debate posterior en quienes nos entregan dos horas de sus vidas asistiendo a un cine.
Soy feliz cuando coincido en festivales con exalumnos míos de la Escuela, que están exhibiendo sus primeras películas o están compitiendo en premios de postproducción para terminarlas
Desde su primer largometraje de ficción, Adorables mentiras, usted siempre se las ha ingeniado para introducir unas gotas de humor que hicieran más llevaderos los dramas personales y sociales que mostraba en sus películas. Los buenos demonios no es la excepción, como tampoco lo suelen ser las últimas producciones del Nuevo Novísimo Cine Cubano y Latinoamericano que estamos viendo actualmente. ¿Diría que el humor forma parte del ser cubano o latinoamericano en general? Para decirlo en términos cinematográficos, que no sabemos sufrir-sólo-sufrir como los suecos, rusos o daneses en las películas suecas, rusas o danesas, sino que recurrimos constantemente al humor para sobrellevar nuestros dramas.
En Cuba, ya desde los tiempos de la colonia, y sobre todo en la época republicana, se ha dicho que el humor es parte de nuestra idiosincrasia, una válvula de escape a la que se acude para sobrellevar las penas o enfrentar adversidades. En mi caso, siempre he dicho que he dirigido comedias porque tengo un pésimo sentido del humor. Y que si al menos me sonrío con alguna situación o suceso durante el proceso de escritura, tengo la esperanza de que el espectador pueda sentir la misma sensación cuando ve la película.
En el caso de nuestra producción cinematográfica, al menos la que se hace desde la industria, que es la que conozco mejor, el humor, desde las primeras comedias que dirigió Gutiérrez Alea, ha sido siempre una vía transitable para abordar temas de índole histórico, social o político que serían más difíciles de hacer desde el drama por motivos obvios de censura. Siempre he tenido la certeza de que en la comedia, desde el humor inteligente y sutil, se pueden tratar los temas más álgidos y controversiales, a través de historias entretenidas (porque no hay que olvidar que el cine es también espectáculo) que promuevan, desde la risa, una reflexión posterior en el espectador. Y no estoy descubriendo nada nuevo. Hay numerosas comedias en la historia del cine que dicen más en términos humanos que otros dramas, también numerosos, con ínfulas de trascendencia.
¿Cómo siente que dialoga el cine que siguen haciendo maestros veteranos como usted con la diversidad temática, de géneros y estilos que proponen hoy directores ¡y directoras! (puesto que cada vez las hay más, afortunadamente) cuyas películas empiezan a ser exhibidas con mayor naturalidad y en mayor cantidad que antaño en el gran circuito internacional más allá incluso de la órbita de los festivales?
Te confieso que soy feliz cuando coincido en festivales con exalumnos míos de la Escuela, que están exhibiendo sus primeras películas o que están compitiendo en premios de postproducción para terminarlas. Eso me llena de regocijo, saber que lo poco que fuimos capaces de trasmitirles en la escuela de cine sirvió para algo. Y es también una ocasión espléndida para reencontrarnos y celebrar como Dios manda.
Y la última: tengo entendido que usted, como muchos cineastas de su generación, no se formó en una escuela de cine, sino directamente en la industria, y que durante años fue asistente de cámara, de edición y de dirección. Hoy da clases en escuelas de cine. ¿Qué cree que gana y pierde el cineasta que hoy sale de una escuela con la “carrera” ya un poco decidida de antemano: director, productor, cámara, etc.?
Como señalas, me formé en la industria. Al no haber escuela de cine en esa época, la industria fue mi escuela, no sólo para mí, sino para todos los directores de mi generación. Como parte de ese proceso fui primero asistente de edición, y después de dirección durante varios años. Siempre digo que en el trabajo como asistente, viendo cómo también los consagrados se equivocan, aprendes al menos lo que no se debe hacer. También realicé un buen número de documentales antes de brincar a la ficción. Y creo que lo poco que he aprendido en dirección de actores lo aprendí mientras hacía documentales de testimonio, en que de alguna manera tenía que dirigir a las personas que eran parte de ellos. Como en esa época filmábamos en celuloide y teníamos poca cantidad de película, yo prácticamente escribía los textos de las entrevistas, a partir de testimonios que los mismos protagonistas me habían contado. Y después trataba de que los volvieran a decir delante de cámara con la misma coherencia y autenticidad que con que me los habían contado en la intimidad la primera vez.
Recuerdo que Tomás Gutiérrez Alea, el más grande de los cineastas cubanos, contaba que, aunque había estudiado cine en Roma, nunca había estado en el rodaje de un largometraje.
Y cuando le tocó dirigir su primer largo de ficción, Historias de la Revolución, tuvo que hacer de tripas corazón, porque el primer día de rodaje no sabía por dónde empezar. Y como la historia se repite testarudamente, recuerdo que cuando filmé mi primer largo, Adorables mentiras, después de haberla ensayado y filmado en video dos veces antes del rodaje, y de haberla dibujado plano a plano con mi director de fotografía, el primer día de filmación, cuando llegué al set con mi cara de director seguro de lo que quería, mi asistente de dirección se me acercó y me preguntó que por dónde empezábamos. Te puedo decir que el tiempo que demoré en responderle fueron los sesenta segundos más largos de mi vida, porque yo también, como Titón, tampoco sabía por dónde empezar.
Sin duda que los futuros cineastas que hoy salen de las escuelas se gradúan con mucha mayor preparación que nosotros, sobre todo en escuelas como la nuestra, que no paran de filmar en los tres años que dura el curso regular. Y siento que eso se refleja en la calidad de sus primeros trabajos, a pesar de las imperfecciones y las novatadas que se cometen en una primera obra.