El cine iberoamericano vuelve a estar de luto. Julio García Espinosa, reconocido cineasta y uno de los fundadores del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), del que fuera presidente de 1983 a 1991, falleció en La Habana el pasado miércoles 13 de abril a los 89 años. García Espinosa, Julio para sus amigos, ganó en 2004 el Premio Nacional de Cine de su país por su trayectoria, que incluye clásicos como Las aventuras de Juan Quinquín, La inútil muerte de mi socio Manolo o el cortometraje El mégano, considerado el principal antecedente del nuevo cine cubano. Como guionista, también participó en la escritura de títulos fundamentales como Lucía, de Humberto Solás, o La primera carga al machete, de Manuel Octavio Gómez. Con todo, la impronta de García Espinosa no se agota en la práctica cinematográfica. Como gestor, fue director del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana de 1982 a 1990, y de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños entre el 2004 y el 2007. Asimismo, su obra ensayística (Los cuatro medios de comunicación son tres: cine y TV, Lo nuevo en el Nuevo cine latinoamericano, El destino del cine o el manifiesto Por un cine imperfecto) es de obligada consulta en las escuelas dedicadas al séptimo arte. Por su trascendencia, y porque supuso un punto de inflexión en la historia del cine cubano y latinoamericano, en Ibermedia queremos rendirle un homenaje difundiendo justamente Por un cine imperfecto, publicado en 1970 en la revista peruana Hablemos de cine.
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Hoy en día un cine perfecto —técnica y artísticamente logrado— es casi siempre un cine reaccionario.
La mayor tentación que se le ofrece al cine cubano en estos momentos —cuando logra su objetivo de un cine de calidad, de un cine con significación cultural dentro del proceso revolucionario— es precisamente la de convertirse en un cine perfecto.
El “boom” del cine latinoamericano —con Brasil y Cuba a la cabeza, según los aplausos y el visto bueno de la intelectualidad europea— es similar, en la actualidad, al que venía monodisfrutando la novelística latinoamericana.
¿Por qué nos aplauden? Sin duda se ha logrado una cierta calidad. Sun duda hay un cierto oportunismo político. Sin duda hay una cierta instrumentalización mutua. Pero sin duda hay algo más.
¿Por qué nos preocupa que nos aplaudan? ¿No está, entre las reglas del juego artístico, la finalidad de un reconocimiento público? ¿No equivale el reconocimiento europeo —a nivel de la cultura artística— a un reconocimiento mundial? Que las obras realizadas en el subdesarrollo obtengan un reconocimiento de tal naturaleza, ¿no beneficia al arte y a nuestros pueblos?
Curiosamente la motivación de estas inquietudes, es necesario aclararlo, no es sólo de orden ético. Es más bien, y sobre todo, estético, si es que se puede trazar una línea tan arbritariamente divisoria entre ambos términos.
Cuando nos preguntamos por qué somos nosotros directores de cine y no los otros, es decir, los espectadores, la pregunta no la motiva solamente una preocupación de orden ético. Sabemos que somos directores de cine porque hemos pertenecido a una minoría que ha tenido el tiempo y las circunstancias necesarias para desarrollar, en ella misma, una cultura artística; y porque los recursos materiales de la técnica cinematográfica son limitados y, por lo tanto, al alcance de unos cuantos y no de todos. Pero ¿qué sucede si el futuro es la univeralización de la enseñanza universitaria, si el desarrollo económico y social reduce las horas de trabajo, si la evolución de la técnica cinematográfica (como ya hay señales evidentes) hace posible que ésta deje de ser privilegio de unos pocos, qué sucede si el desarrollo del videotape soluciona la capacidad inevitablemente limitada de los laboratorios, si los aparatos de televisión y su posibilidad de “proyectar” con independencia de la planta matriz, hacen innecesaria la construcción al infinito de salas cinematográficas? Sucede entonces no sólo un acto de justicia social: la posibilidad de que todos puedan hacer cine; sino un hecho de extrema importancia para la cultura artística: la posibilidad de rescatar, sin complejos, ni sintimientos de culpa de ninguna clase, el verdadero sentido de la actividad artística. Sucede entonces que podemos entender que el arte es una actvidad “desinteresada” del hombre. Que el arte no es un trabajo. Que el artista no es propiamente un trabajador.
El sentimiento de que esto es así, y la imposibilidad de praticarlo en consecuencia, es la agonía y, al mismo tiempo, el fariseísmo de todo el arte contemporáneo.
De hecho existen las dos tendencias. Los que pretenden realizarlo como una actividad “desinteresada” y los que pretenden justificarlo como una actvidad “interesada”. Unos y otros están en un callejón sin salida.
Cualquiera que realiza una actvidad artística se pregunta en un momento dado qué sentido tiene lo que que él hace. El simple hecho de que surja esta inquietud demuestra que existen factores que la motivan. Factores que, a su vez, evidencian que el arte no se desarrolla libremente. Los que se empecinan en negarle un sentido específico, sienten el peso moral de su egoísmo. Los que pretenden adjudicarle uno, compensan con la bondad social su mala conciencia. No importa que los mediadores (críticos, teóricos, etc.) traten de justificar unos casos y otros. El mediador es para el artista contemporáneo su aspirina, su píldora tranquilizadora. Pero como ésta, sólo quita el dolor de cabeza pasajeramente. Es cierto, sin embargo, que el arte, como diablillo caprichoso, sigue asomando esporádicamente la cabeza en no importa qué tendencia.
Sin duda es más fácil definir el arte por lo que no es, si es que se puede hablar de definiciones cerradas no ya para el arte sino para cualquier actividad de la vida. El espíritu de contradicción lo impregna todo y ya nada ni nadie se dejan encerrar en un marco por muy dorado que éste sea.
Es posible que el arte nos dé una visión de la sociedad o de la naturaleza humana y que, al mismo tiempo, no se pueda definir como visión de la sociedad o de la naturaleza humana. Es posible que en el placer estético esté implícito un cierto narcisismo de la conciencia en reconocerse pequeña conciencia histórica, sociológica, sicológica, filosófica, etc., y al mismo tiempo no basta esta sensación para explicar el placer estético.
¿No es mucho más cercano a la naturaleza artística concebirla con su propio poder cognoscitivo? ¿Es decir que el arte no es “ilustración” de ideas que pueden ser dichas por la filosofía, la socioclogía, la sicología? El deseo de todo artista de expresar lo inexpresable no es más que el deseo de expresar la visión del tema en términos inexpresables por otras vías que no sean las artísticas. Tal vez su poder cognoscitivo es como el del juego para el niño. Tal vez el placer estético es el placer que nos provoca sentir la funcionalidad (sin un fin específico) de nuestra inteligencia y nuestra propia sensibilidad. El arte puede estimular, en general, la función creadora del hombre. Puede operar como agente de excitación constante para adoptar una actitud de cambio frente a la vida. Pero, a diferencia de la ciencia, nos enriquece en forma tal, que sus resultados no son específicos, no se pueden aplicar a algo en particular. De ahí que lo podamos llamar una actividad “desinteresada”, que podamos decir que el arte no es propiamente un “trabajo”, que el artista es tal vez el menos intelectual de los intelectuales.
¿Por qué el artista, sin embargo, siente la necesidad de justificarse como “trabajador”, como “intelectual”, como “profesional”, como hombre disciplinado y organizado, a la par de cualquier otra tarea productiva? ¿Por qué siente la necesidad de hipertrofiar la importancia de su actvidad? ¿Por qué siente la necesidad de tener críticos —mediadores— que lo defiendan, lo justifiquen, lo interpreten? ¿Por qué habla orgullosamente de “mis críticos”? ¿Por qué siente la necesidad de hacer declaraciones transcendentes, como si él fuera el verdadero intérprete de la sociedad y del ser humano? ¿Por qué pretende considerarse crítico y conciencia de la sociedad cuando —si bien estos objetivos pueden estar implícitos o aun explícitos en determinadas circunstancias— en un verdadero proceso revolucionario esas funciones las debemos ejercer todos, es decir, el pueblo? ¿Y por qué entonces, por otra parte, se ve en la necesidad de limitar estos objetivos, estas actitudes, estas características? ¿Por qué al mismo tiempo plantea estas limitaciones como limitaciones necesarias para que la obra no se convierta en un panfleto o en un ensayo sociológico? ¿Por qué semejante fariseísmo? ¿Por qué protegerse y ganar importancia como trabajador, político y científico (revolucionarios, se entiende) y no estar dispuestos a correr los riesgos de estos?
El problema es complejo. No se trata fundamentalmente de oportunismo y ni siquiera de cobardía. Un verdadero artista está dispuesto a correr todos los riesgos si tiene la certeza de que su obra no dejará de ser una expresión artística. El único riesgo que él no acepta es el de que la obra no tenga una calidad artística.
También están los que aceptan y defienden la función “desinteresada” del arte. Pretenden ser más consecuentes. Prefieren la amargura de un mundo cerrado en la esperanza de que mañana la historia les hará justicia. Pero es el caso que todavía hoy la Gioconda no la pueden disfrutar todos. Debían de tener menos contradicciones, debían de estar menos alienados. Pero de hecho no es así, aunque tal actitud les dé la posibilidad de una coartada más productiva en el orden personal. En general sienten la esterilidad de su “pureza” o se dedican a librar combates corrosivos pero siempre a la defensiva. Pueden incluso rechazar, en una operación a la inversa, el interés de encontrar en la obra de arte la tranquilidad, la armonía, una cierta compensación, expresando el desequilibrio, el caos, la incertidumbre, lo cual no deja de ser también un objetivo “interesado”.
¿Qué es, entonces, lo que hace imposible praticar el arte como actividad “desinteresada”? ¿Por qué esta situación es hoy más sensible que nunca? Desde que el mundo es mundo, es decir, desde que el mundo es un mundo dividido en clases, esta situación ha estado latente. Si hoy se ha agudizado es precisamente porque empieza a existir la posibilidad de superarla. No por una toma de conciencia, no por la voluntad expresa de ningún artista, sino porque la propia realidad ha comenzado a revelar síntomas (nada utópicos) de que “en el futuro ya no habrán pintores sino, cuando mucho, hombres, que, entre otras cosas practiquen la pintura”. (Marx)
No puede haber arte “desinteresado”, no puede haber un nuevo y verdadero salto cualitativo en el arte si no se termina, al mismo tiempo y para siempre, con el concepto y la realidad “elitaria” en el arte. Tres factores pueden favorecer nuestro optimismo: el desarrollo de la ciencia, la presencia social de las masas, la potencialidad revolucionaria en el mundo contemporáneo. Los tres sin orden jerárquico, los tres interrelacionados.
¿Por qué se teme a la ciencia? ¿Por qué se teme que el arte pueda ser aplastado ante la productividad y utilidad evidentes de la ciencia? ¿Por qué ese complejo de inferioridad? Es cierto que leemos hoy con mucho más placer un buen ensayo que una novela. ¿Por qué repetimos entonces, con horror, que el mundo se vuelve más interesado, más utilitario, más materialista? ¿No es realmente maravilloso que el desarrollo de la ciencia, de la sociología, de la antropología, de la sicología, contribuya a “depurar” el arte? La aparición, gracias a la ciencia, de medios expresivos como la fotografía y el cine (lo cual no implica invalidarlos artísticamente) ¿no hizo posible una mayor “depuración” en la pintura y en el teatro? ¿Hoy la ciencia no vuelve anacrónicos tanto análisis “artísticos” sobre el alma humana? ¿No nos permite la ciencia librarmos hoy de tantos films llenos de charlatanerías y encubiertos con eso que se ha dado en llamar mundo poético? Con el avance de la ciencia el arte no tiene que perder, al contrario, tiene todo un mundo que ganar. ¿Cuál es el temor entonces? La ciencia desnuda al arte y parece que no es fácil andar sin ropas por la calle.
La verdadera tragedia del artista contemporáneo está en la imposibilidad de ejercer el arte como actividad minoritaria. Se dice que el arte no puede seducir sin la cooperación del sujeto que hace la experiencia. Es cierto. Pero ¿qué hacer para que el público deje de ser objeto y se convierta en sujeto?
El desarrollo de la ciencia, de la técnica, de las teorías y prácticas sociales más avanzadas han hecho posible, como nunca, la presencia activa de las masas en la vida social. En el plano de la vida artística hay más espectadores que en ningún otro momento de la historia. Es la primera fase de un proceso “deselitario”. De lo que se trata ahora es de saber si empiezan a existir las condiciones para que esos espectadores se conviertan en autores. Es decir, no en espectadores más activos, en coautores, sino en verdaderos autores. De lo que se trata es de preguntarse si el arte es realmente una actividad de especialistas. Si el arte, por designios extrahumanos, es posibilidad de unos cuantos o posibilidad de todos.
¿Cómo confiar las perspectivas y posibilidades del arte a la simple educación del pueblo, en tanto que espectadores? El gusto definido por la “alta cultura”, una vez sobrepasado por ella misma, no pasa al resto de la sociedad como residuo que devoran y ruminan los no invitados al festín? ¿No ha sido ésta una eterna espiral convertida hoy, además, en círculo vicioso? El camp y su óptica (entre otras) sobre lo viejo es un intento de rescatar estos residuos y acortar la distancia con el pueblo. Pero la diferencia es que el camp lo rescata como valor estético, mientras que para el pueblo siguen siendo todavía valores éticos.
Nos preguntamos si es irremediable para un presente y un futuro realmente revolucionarios tener “sus” artistas, “sus” intelectuales, como la burguesía tuvo los “suyos”. ¿Lo verdaderamente revolucionario no es intentar, desde ahora, contribuir a la superación de estos conceptos y prácticas minoritarias, más que en perseguir in aeternum la “calidad artística” de la obra? La actual perspectiva de la cultura artística no es más la posibilidad de que todos tengan el gusto de unos cuantos, sino la de que todos puedan ser
creadores de cultura artística. El arte siempre ha sido una necesidad de todos. Lo que no ha sido una posibilidad de todos en condiciones de igualdad. Simultáneamente al arte culto ha venido existiendo el arte popular.
El arte popular no tiene nada que ver con el llamado arte de masas. El arte popular necesita, y por lo tanto tiende a desarrollar, el gusto personal, individual, del pueblo. El arte de masas o para las masas, por el contrario, necesita que el pueblo no tenga gusto. El arte de masas será en realidad tal cuando verdaderamente lo hagan las masas. Arte de masas, hoy en día, es el arte que hacen unos pocos para las masas. Grotowski dice que el teatro de hoy debe ser de minorías porque es el cine el que puede hacer un arte de masas. No es cierto. Posiblemente no exista un arte más minoritario hoy que el cine. El cine hoy,
en todas partes, lo hacen una minoría para las masas. Posiblemente sea el cine el arte que demore más en llegar al poder de las masas. Arte de masas es, pues, el arte popular, el que hacen las masas. Arte para las masas es, como bien dice Hauser, la producción desarrollada por una minoría para satisfacer la demanda de una masa reducida al único papel de espectadora y consumidora.
El arte popular es el que ha hecho siempre la parte más inculta de la sociedad. Pero este sector inculto ha logrado conservar para el arte características profundamente cultas. Una de ellas es que los creadores son al mismo tiempo los espectadores y viceversa. No existe, entre quienes lo producen y lo reciben, una línea tan marcadamente definida. El arte culto, en nuestros días, ha logrado también esa situación. La gran cuota de libertad del arte moderno no es más que la conquista de un nuevo interlocutor: el propio artista. Por eso es inútil esforzarse, en luchar para que sustituya a la burguesía por las masas, como nuevo y potencial espectador. Esta situación mantenida por el arte popular, conquistada por el arte culto, debe fundirse y convertirse en patrimonio de todos. Ése y no otro debe ser gran objetivo de una cultura artística auténticamente revolucionaria.
Pero el arte popular conserva otra característica aun más importante para la cultura. El arte popular se realiza como una actividad más de la vida. El arte culto al revés. El arte culto se desarrolla como actvidad única, específica, es decir, se desarrolla no como actividad sino como realización de tipo personal. He ahí el precio cruel de haber tenido que mantener la existencia de la actividad artística a costa de la inexistencia de ella en el pueblo. ¿Pretender realizarse al margen de la vida no ha sido una coartada demasiado dolorosa para el artista y para el propio arte? Pretender el arte como secta, como sociedad dentro de la sociedad, como tierra prometida, donde podamos realizarse fugazmente, por un momento, por unos instantes, ¿no es crearnos la ilusión de que realizándonos en el plano de la conciencia nos realizamos también en el de la existencia? ¿No resulta todo esto demasiado obvio en las actuales circunstancias? La lección esencial del arte popular es que éste es realizado como una actividad dentro de la vida, que el hombre no debe realizarse como artista sino como hombre.
En el mundo moderno, principalmente en los países capitalistas desarrollados y en los países en proceso revolucionario, hay síntomas alarmantes, señales evidentes que presagian un cambio. Diríamos que empieza a surgir la posibilidad de superar esta tradicional disociación. No son síntomas provocados por la conciencia, sino por la propia realidad. Gran parte de la batalla del arte moderno es, de hecho, para “democratizar” el arte. ¿Qué otra cosa significa combatir las limitaciones del gusto, el arte para museos, las líneas marcadamente divisorias entre creador y público? ¿Qué es hoy la belleza? ¿Dónde se encuentra? ¿En las etiquetas de las sopas Campbell’s, en la tapa de un latón de basura, en los “muñequitos”? ¿Se pretende hoy hasta cuestionar el valor de eternidad en la obra de arte? ¿Qué significan esas esculturas, aparecidas en recientes exposiciones, hechas de bloques de hielo y que, por consecuencia, se derriten mientras el público las observa? ¿No es —más que la desaparición del arte— la pretensión de que desaparezca el espectador? ¿Y el valor de la obra como valor irreproducible? ¿Tienen menos valor las reproduciones de nuestros hermosos afiches que el original? ¿Y qué decir de las infinitas copias de un film? ¿No existe un afán por saltar la barrera del arte “elitario” en esos pintores que confían a cualquiera, no ya a sus discípulos, parte de la realización de la obra? ¿No existe igual actitud en los compositores cuyas obras permiten amplia libertad a los ejecutantes? ¿No hay toda una tendencia en el arte moderno de hacer participar cada vez más al espectador? ¿Si cada vez participa más, a dónde llegará? ¿No dejará, entonces, de ser espectador? ¿No es éste, o no debe ser éste, al menos, el desenlace lógico? ¿No es ésta una tendencia colectivista e individualista al mismo tiempo? ¿Si se plantea la posibilidad de participación de todos, no se está aceptando la posibilidad de creación individual que tenemos todos? Cuando Grotowski habla de que el teatro de hoy debe ser de minorías, ¿no se equivoca? ¿No es justamente lo contrario? ¿Teatro de la pobreza no quiere decir en realidad teatro del más alto refinamiento? Teatro que no necesita vestuario, escenografia, maquillaje, incluso escenario. ¿No quiere decir esto que las condiciones materiales se han reducido al máximo y que, desde ese punto de vista, la posibilidad de hacer teatro está al alcance de todos? ¿Y el hecho de que el teatro tenga cada vez menos público no quiere decir que las condiciones empiezan a estar maduras para que se convierta en un verdadero teatro de masas? Tal vez la tragedia del teatro sea que ha llegado demasiado temprano a ese punto de su evolución.
Cuando nosotros miramos hacia Europa nos frotamos las manos. Vemos a la vieja cultura imposibilitada hoy de darle una respuesta a los problema del arte. En realidad sucede que Europa no puede ya responder en forma tradicional y, al mismo tiempo, le es muy difícil hacerlo de una manera enteramente nueva. Europa ya no es capaz de darle al mundo un nuevo “ismo” y no está en condiciones de hacerlos desaparecer para siempre. Pensamos entonces que ha llegado nuestro momento. Que al fin los subdesarrollados pueden disfrazarse de hombres “cultos”. Es nuestro mayor peligro. Ésa es nuestra mayor tentación. Ése es el oportunismo de unos cuantos en nuestro Continente. Porque, efectivamente, dado el atraso técnico y científico, dada la poca presencia de las masas en la vida social, todavía este Continente puede responder en forma tradicional, es decir, reafirmando el concepto y la práctica “elitaria” en el arte. Y tal vez entonces la verdadera causa del aplauso europeo a algunas de nuestras obras, literarias y fílmicas, no sea otra que la de una cierta nostalgia que le provocamos. Después de todo el europeo no tiene otra Europa a quien volver los ojos. Sin embargo, el tercer factor, el más importante de todos, la Revolución, está presente en nosotros como en ninguna otra parte. Y ella sí es nuestra verdadera oportunidad. Es la Revolución lo que hace posible otra alternativa, lo que puede ofrecer una respuesta auténticamente nueva, lo que nos permite barrer de una vez y para siempre con los conceptos y prácticas minoritarias en el arte. Porque es la Revolución y el proceso revolucionario lo único que puede hacer posible la presencia total y libre de las masas. Porque la presencia total y libre de las masas será la desaparición definitiva de la estrecha división del trabajo, de la sociedad dividida en clases y sectores. Por eso para nosotros la Revolución es la expresión más alta de la cultura, porque hará desaparecer la cultura artística como cultura fragmentaria del hombre.
Para ese futuro cierto, para esa perspectiva incuestionable, las respuestas en el presente pueden ser tantas como países hay en nuestro Continente. Cada parte, cada manifestación artística, deberá hallar la suya propia, puesto que las características y los niveles alcanzados no son iguales.
¿Cuál puede ser la del cine cubano en particular?
Paradójicamente pensamos que será una nueva poética y no una nueva política cultural. Poética cuya verdadera finalidad será, sin embargo, suicidarse, desaparecer como tal. La realidad, al mismo tiempo, es que todavía existirán entre nosotros otras concepciones artísticas (que entendemos, además, productivas para la cultura) como existen la pequeña propiedad campesina y la religión. Pero es cierto que en materia de política cultural se nos plantea un problema serio: la escuela de cine. ¿Es justo seguir desarrollando especialistas de cine? Por el momento parece inevitable. ¿Y cuál será nuestra eterna y fundamental cantera? ¿Los alumnos de la Escuela de Artes y Letras de la Universidad? ¿Y no tenemos que plantearmos desde ahora si dicha Escuela deberá tener una vida limitada? ¿Qué perseguimos con la Escuela de Artes y Letras? ¿Futuros artistas en potencia? ¿Futuro público especializado? ¿No tenemos que irnos pregutando si desde ahora podemos hacer algo para ir acabando con esa división entre cultura artística y cultura científica? ¿Cuál es el verdadero prestigio de la cultura artística? ¿De dónde le viene ese prestigio que, inclusive, le ha hecho posible acaparar para sí el concepto total de cultura? ¿No está basado, acaso, en el enorme prestigio que ha gozado siempre el espíritu por encima del cuerpo? ¿No se ha visto siempre a la cultura artística como la parte espiritual de la sociedad y a la científica, como su cuerpo? ¿El rechazo tradicional al cuerpo, a la vida material, a los problemas concretos de la vida material, no se debe también a que tenemos el concepto de que las cosas del espíritu son más elevadas, más elegantes, más serias, más profundas? ¿No podemos, desde ahora ir haciendo algo para acabar con esa artificial división? ¿No podemos ir pensando desde ahora que el cuerpo y las cosas del cuerpo son también elegantes, que la vida material también es bella? ¿No podemos entender que, en realidad, el alma está en el cuerpo, como el espíritu en la vida material, como – para hablar inclusive en términos estrictamente artísticos – el fondo en la superficie, el contenido en la forma? ¿No debemos pretender entonces que nuestros futuros alumnos y, por lo tanto, nuestros futuros cineastas sean los propios científicos (sin que dejen de ejercer como tales, dede luego), los propios sociólogos, médicos, economistas, agrónomos, etc.? ¿Y por otra parte, simultáneamente, no debemos intentar lo mismo para los mejores trabajadores de las mejores unidades del país, los trabajadores que más se estén superando educacionalmente, que más se estén desarrollando políticamente? ¿Nos parece evidente que se pueda desarrollar el gusto de las masas mientras exista la división entre las dos culturas, mientras las masas no sean las verdaderas dueñas de los medios de producción artísticos? La Revolución nos ha liberado a nosotros como sector artístico. ¿No nos parece completamente lógico que seamos nosotros mismos quienes contribuyamos a liberar los medios privados de producción artística? Sobre estos problemas, naturalmente, habrá que pensar y discutir mucho todavía.
Una nueva poética para el cine será, ante todo y sobre todo, una poética “interesada”, un arte “interesado”, un cine conciente y resueltamente “interesado”, es decir, un cine imperfecto. Un arte “desinteresado”, como plena actividad estética, ya sólo podrá hacerse cuando sea el pueblo quien haga el arte. El arte hoy deberá asimilar una cuota de trabajo en interés de que el trabajo vaya asimilando una cuota de arte.
La divisa de este cine imperfecto (que no hay que inventar porque ya ha surgido) es: “No nos interesan los problemas de los neuróticos, nos interesan los problemas de los lúcidos”, como diría Glauber Rocha.
El arte no necesita más del neurótico y de sus problemas. Es el neurótico quien sigue necesitando del arte, quien lo necesita como objeto interesado, como alivio, como coartada o, como diría Freud, como sublimación de sus problemas. El neurótico puede hacer arte pero el arte no tiene por qué hacer neuróticos. Tradicionalmente se ha considerado que los problemas para el arte no están en los sanos, sino en los enfermos, no están en los normales sino en los anormales, no están en los que luchan sino en los que lloran, no están en los lúcidos sino en los neuróticos. El cine imperfecto está cambiando dicha impostación. Es al enfermo y no al sano a quien más creemos, en quien más confiamos, porque su verdad la purga el sufrimiento. Sin embargo el sufrimiento y la elegancia no tienen por qué ser sinónimos. Hay todavía una corriente en el arte moderno —relacionada, sin duda, con la tradición cristiana— que identifica la seriedad con el sufrimiento. El espectro de Margarita Gautier impregna todavía la actvidad artística de nuestros días. Sólo el que sufre, sólo el que está enfermo, es elegante y serio y hasta bello. Sólo en él reconocemos las posibilidades de una autenticidad, de una seriedad, de una sinceridad. Es necesario que el cine imperfecto termine con esta tradición. Después de todo, no sólo los niños, también los mayores nacieron para ser felices.
El cine imperfecto halla un nuevo destinatario en los que luchan. Y, en los problemas de éstos, encuentra su temática. Los lúcidos, para el cine imperfecto, son aquéllos que piensan y sienten que viven en un mundo que pueden cambiar, que, pese los problemas y las dificultades, están convencidos que lo pueden cambiar, que, pese a los problemas y las dificultades, están convencidos que lo pueden cambiar y revolucionariamente. El cine imperfecto no tiene, entonces, que luchar para hacer un “público”. Al contrario. Puede decirse que, en estos momentos, existe más “público” para un cine de esta naturaleza ue cineastas para dicho “público”.
¿Qué nos exige este nuevo interlocutor? ¿Un arte cargado de ejemplos morales dignos de ser imitados? No. El hombre es más creador que imitador. Por otra parte, los ejemplos morales es él quien nos lo puede dar a nosotros. Si acaso puede pedirnos una obra más plena, total, no importa si dirigida conjunta o diferenciadamente a la inteligencia, a la emoción o a la intuición. ¿Puede pedirnos un cine de denuncia? Sí y no. No, si la denuncia está dirigida a los otros, si la denuncia está concebida para que nos compadezcan y tomen conciencia los que no luchan. Sí, si la denuncia sirve como información, como testimonio, como un arma más de combate para los que luchan. ¿Denunciar el imperialismo para demostrar una vez más que es malo? ¿Para qué si los que luchan ya luchan principalmente contra el imperialismo? Denunciar al imperialismo pero, sobre todo, en aquellos aspectos que ofrecen la posibilidad de plantearle combates concretos. Un cine, por ejemplo, que denuncie a los que buscan los “pasos perdidos” de un esbirro que hay que ajusticiar sería un excelente ejemplo de cine-denuncia.
El cine imperfecto entendemos que exige, sobre todo, mostrar el proceso de los problemas. Es decir, lo contrario a un cine que se dedique fundamentalmente a celebrar los resultados. Lo contrario a un cine autosuficiente y contemplativo. Lo contrario a un cine que “ilustra bellamente” las ideas o conceptos que ya poseemos. (La actitud narcisista no tiene nada que ver con los que luchan). Mostrar un proceso no es precisamente analizarlo. Analizar, en el sentido trdicional de la palabra, implica siempre un juicio previo, cerrado. Analizar un problema es mostrar el problema (no su proceso) impregnado de juicios que genera a priori el propio análisis. Analizar es bloquear de antemano las posibilidades de análisis del interlocutor. Mostrar el proceso de un problema es someterlo a juicio sin emitir el fallo. Hay un tipo de periodismo que consiste en dar el comentário más que la noticia. Hay otro tipo de periodismo que consiste en dar las noticias pero valorizándolas mediante el montaje o compaginación del periódico. Mostrar el proceso de un problema es como mostrar el desarrollo propio de la noticia, sin el comentario, es como mostrar el desarrollo pluralista —sin valorizarlo— de una información. Lo subjetivo es la seleción del problema condicionada por el interés del destinatario, que es el sujeto. Lo objetivo sería mostrar el proceso, que es el objeto.
El cine imperfecto es una respuesta. Pero también es una pregunta que irá encontrando sus respuestas en el propio desarrollo. El cine imperfecto puede utilizar el documental o la ficción o ambos. Puede utilizar un género u otro o todos. Puede utilizar el cine como arte pluralista o como expresión específica. Le es igual. No son éstas sus alternativas, ni sus problemas, ni mucho menos sus objetivos. No son éstas las batallas ni las polémicas que le interesa librar.
El cine imperfecto puede ser también divertido. Divertido para el cineasta y para su nuevo interlocutor. Los que luchan no luchan al margen de la vida sino dentro. La lucha es vida y viceversa. No se lucha para “después” vivir. La lucha exige una organización que es la organización de la vida. Aún en la fase más extrema como es la guerra total y directa, la vida se organiza, lo cual es organizar la lucha. Y en la vida, como en la lucha, hay de todo, incluso la diversión. El cine imperfecto puede divertirse, precisamente, con todo lo que lo niega.
El cine imperfecto no es exhibicionista en el doble sentido literal de la palabra. No lo es en el sentido narcisista; ni lo es en el sentido mercantilista, es decir, en el marcado interés de exhibirse en salas y circuitos establecidos. Hay que recordar que la muerte artística del vedetismo en los actores resultó positiva para el arte. No hay por qué dudar que la desaparición del vedetismo en los directores pueda ofrecer perpectivas similares. Justamente el cine imperfecto debe trabajar, desde ahora, conjuntamente, con sociólogos, dirigentes revolucionarios, sicólogos, economistas, etc. Por otra parte el cine imperfecto rechaza los servicios de la crítica. Considera anacrónica la función de mediadores e intermediarios.
Al cine imperfecto no le interesa más la calidad ni la técnica. El cine imperfecto lo mismo se puede hacer con una Mitchell que con una cámara 8mm. Lo mismo se puede hacer en estudio que con una guerrilla en medio de la selva. Al cine imperfecto no le interesa más un gusto determinado y mucho menos el “buen gusto”. De la obra de un artista no le interesa encontrar más la calidad. Lo único que le interesa de un artista es saber cómo responde a la siguiente pregunta: ¿Qué hace para saltar la barrera de un interlocutor “culto” y minoritario que hasta ahora condiciona la calidad de su obra?
El cineasta de esta nueva poética no debe ver en ella el objeto de una realización personal. Debe tener, también desde ahora, otra actividad. Debe jerarquizar su condición o su aspiración de revolucionario por encima de todo. Debe tratar de realizarse, en una palabra, como hombre y no sólo como artista. El cine imperfecto no puede olvidar que su objetivo esencial es el de desaparecer como nueva poética. No se trata más de sustituir una escuela por otra, un ismo por otro, una poesía por una antipoesía, sino de que, efectivamente, lleguen a surgir mil flores distintas. El futuro es del folklore. No exhibamos más el folklore con orgullo demagógico, con un carácter celebrativo, exhibámoslo más bien como una denuncia cruel, como un testimonio doloroso del nivel en que los pueblos fueron obligados a detener su poder de creación artística. El futuro será, sin duda, del folklore. Pero, entonces, ya no habrá necesidad de llamarlo así porque nada ni nadie podrá volver a paralizar el espíritu creador del pueblo.
El arte no va a desaparecer en la nada. Va a desaparecer en el todo.
La Habana, diciembre 7 de 1969.
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* Publicado originalmente en la revista peruana Hablemos de cine Nro. 55/56. Lima, setiembre-diciembre de 1970. pp. 37-42.