El director portugués Manoel de Oliveira falleció el pasado 2 de abril. Había cumplido 106 años en diciembre tras atravesar con sus 62 películas casi toda la historia del cine. Esta semblanza advierte, sin embargo, del riesgo de confundir su valor artístico con su legendaria longevidad: con sus documentales y películas de ficción, con el reconocimiento o no del público y la crítica —que finalmente acabó rindiéndose a su arte—, la extensa y variada obra de Oliveira constituye un aporte fundamental al cine, a la literatura llevada al cine y a la construcción de lo portugués, y todo esto al margen de recibir el extraordinario regalo de vivir más de un siglo. La escritora Bárbara Mingo lo dice mejor que nadie en este texto exclusivo para Ibermedia.
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Escribe BÁRBARA MINGO
Fantasmagoría
“Este mundo es una ilusión. Lo único real es la memoria. Pero la memoria es una invención.”
No es Fernando Pessoa quien habla, sino la cavernosa voz de un Manoel de Oliveira de 87 años en Lisboa Story, la película que Wim Wenders dedicó a la también llamada ciudad blanca (por Alain Tanner). Y allí donde el espíritu portugués se entrega a su juego de reflejos inaprensibles, Oliveira continúa: “…en el cine, la cámara puede fijar un momento, pero es un momento que ya ha pasado. Lo que hace el cine es revivir el fantasma de ese momento”. Desde que rodó su primera película en el ya muy lejano año de 1931, y hasta el momento de su muerte, Oliveira se dedicó a la caza de ese fantasma.
Una historia del cine andante
No es de extrañar que, a la muerte de Manoel de Oliveira el pasado 2 de abril, su antológica longevidad pareciese llegar a eclipsar los valores estéticos de una carrera tan larga y variada. Al extraordinario hecho de alcanzar los 106 años de edad se añade la feliz circunstancia de haber podido seguir rodando como quien dice hasta el último día, y en todas las necrológicas aparecidas en los últimos días se subraya el récord. No veamos en ello el proverbial mimetismo de los medios. Traigamos a la mente también el caso de la realizadora y fotógrafa alemana Leni Riefenstahl, fallecida a los 101 años, que aprendió a bucear a los setenta para poder rodar una película submarina. He aquí el mejor ejemplo de que la entrega a la curiosidad creativa y al trabajo apasionado puede darnos fuelle para muchas y felices décadas.
Así que sigamos con el tiempo como factor creativo. Dado que su obra se extendió a lo largo de casi nueve decenios (en un arte que ha cumplido apenas once), se puede rastrear en ella prácticamente todo el desarrollo del cine. Tras unos pinitos como actor, se estrenó como realizador con el cortometraje Douro Faina Fluvial, un documental de aire flahertiano. Como en Hombres de Arán (de Flaherty, 1934), o como en las secuencias documentales de las posteriores Stromboli (Roberto Rossellini, 1950) o La terra trema (Luchino Visconti, 1948), un contrastado blanco y negro nos muestra la esforzada cotidianeidad de unos hombres que tratan de arrancarle a la naturaleza el sustento cotidiano, en este caso en la desembocadura del Duero en Oporto, ciudad natal del director. A la seca poesía de estas películas, el tiempo ha añadido el valor del documento de unos oficios y unas formas de vivir desaparecidas. A esta película siguieron otras de no ficción, quizá menos famosas pero que hasta en su título desvelan el afán de registro, como Estátuas de Lisboa (1932) o Já se Fabricam Automovéis em Portugal (1938). También en ellas siguen vivos los fantasmas de los que hablaría años más tarde.
Casi a la vez que en el matrimonio (en 1940, con Maria Isabel Brandao de Meneses, que le sobrevive; para ellos parece haberse inventado la celebración de las “bodas de diamante”), Oliveira se zambulle en la ficción con la película Aniki Bóbó, que narra las emocionantes aventuras por las calles de Oporto de una pandilla de niños. El Atlántico nunca ha parecido tan mediterráneo: el resultado se anticipa en varios años a los hitos del neorrealismo que estaba a punto de despuntar en Italia. A pesar de eso, o quizá por haberse adelantado a su tiempo, la película resulta un fracaso. Ya se sabe que los tiempos en el cine son aptos sólo para titanes de la paciencia, pero son ¡catorce! los años que el director tarda en levantar su siguiente película, El pintor y la ciudad. Y en eso consiste esta vuelta al cine: en un paseo por la ciudad de Oporto de la mano de un acuarelista. Ya en color, podemos verla como una serie de postales recuperadas que cobran movimiento y sonido desde el pasado.
No volverá a la ficción hasta el rodaje, ya comenzados los sesenta, de A caça, un corto rural con dramático final que la censura le obligó a cambiar por otro menos drástico. Hasta 1993 no pudieron los portugueses ver el final original, y por muy ingenuas y grotescas que nos parezcan ahora las prácticas censoras, lo cierto es que Oliveira no volvió a reincorporarse por completo a su carrera cinematográfica hasta después de la caída del salazarismo, con la realización de adaptaciones como Benilde ou A Virgem Mãe (1975) o Amor de perdición (1979), basada en la desgarrada novela de Castelo Branco (y he aquí otro de los temas oliveirianos: la recuperación de la tradición portuguesa) e importante hito en su cinematografía, pues supone su primera colaboración con el productor Paulo Branco, inventor o al menos impulsor de grandísima parte del cine europeo (“europeo” entendido más como género que como origen) de las últimas cuatro décadas.
Desarrollo de un estilo
A partir de los años ochenta la carrera de Oliveira parece establecerse de nuevo, lo que le permite el desarrollo de un estilo que por el momento ha prevalecido como el más reconocible de los suyos: puesta en escena teatral, dominio del movimiento interno sobre el montaje, adaptaciones de obras literarias y metrajes “poco comerciales”. Características de un estilo bastante literario, al fin, que podemos ver manifiestas en películas de época como Francisca (drama de época), o en Le soulier de satin (nada menos que siete horas de adaptación de Paul Claudel), Mon cas (basada en una novela de José Regio, en fragmentos de Samuel Beckett y el Libro de Job), No o la vana gloria de mandar (un destacamento de soldados en Angola va repasando la historia de los últimos siglos de Portugal; pura planificación literaria); La divina comedia (verboso repaso a los residentes en un manicomio; recibió el Premio Especial del Jurado en Venecia), El valle de Abraham, etc. Gracias a la producción ininterrumpida y a su presencia en los principales festivales europeos, Manoel de Oliveira empieza a ver ampliado su público. A su larga filmografía aún le faltaban títulos clave que irán apareciendo ya con el cambio de siglo, como Viaje al principio del mundo, Vuelvo a casa, Una película hablada, El espejo mágico o El extraño caso de Angélica, además de las colaboraciones en toda clase de filmes colectivos.
Su último largometraje, Gebo et l’ombre, data de 2012, y el elenco llama la atención, como una vuelta a un cine que parecía engullido ya por la sombra de los años: Claudia Cardinale, Jeanne Moreau, Michel Lonsdale. Desde entonces y hasta su muerte, Manoel de Oliveira encontró aún tiempo y ganas para rematar con cuatro cortometrajes su apabullante carrera. Contundente resultado para un buscador de fantasmas. Teniendo en cuenta lo rico de su aportación tanto al cine mundial como a la construcción simbólica de lo portugués, no deja de ser sorprendente la frescura con la que lo encontramos en sus entrevistas, en las que más que a una “leyenda viva” del cine, parecemos escuchar a una persona sencilla y genuinamente contenta de que se le haya permitido filmar, como si fuese un amateur (¡62 películas!) o incluso un niño (¡106 años!) que, en un feliz descuido, ha recibido la extraordinaria oportunidad de hacer una película.
Boa viagem!
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BÁRBARA MINGO (Santander, 1978) es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense. Ha publicado los libros de poesía De ansia de goznes mi alma está llena y Al acecho, es redactora de El Estado Mental y escribe crítica de ópera para La Playa de Madrid.