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Rober Calzadilla: “En mi primer recuerdo de El Amparo yo vi personas, y esta película va de personas, no de personajes”

El 29 de octubre de 1988, dieciséis hombres de El Amparo, un pueblo amazónico de Venezuela, se embarcaron en una travesía fluvial por esa región colindante con Colombia. Iban a pescar, pero fueron pasando las horas, se hizo de noche, amaneció y ninguno había vuelto. Cuando ya los daban por desaparecidos, regresaron dos, pero no a sus casas, sino al calabozo de la comisaría del pueblo. Eran los únicos sobrevivientes. La versión oficial los acusaba de ser guerrilleros colombianos que se habían enfrentado a las fuerzas armadas venezolanas. Ellos siempre lo negaron, hasta hoy, casi treinta años después. El caso se conoce como “la masacre de El Amparo” y fue llevado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pero sus autores intelectuales nunca fueron detenidos ni juzgados en un fuero civil. Sobre esta historia que marcó un punto de quiebre en la historia política y social del país, el cineasta venezolano Rober Calzadilla debuta en el largometraje con una película brillante y estremecedora. El Amparo ha recibido hasta ahora 25 premios internacionales, varios a la mejor película y otros tantos del público, en festivales tan importantes como los de Biarritz, São Paulo, La Habana o Milán. Es la candidata por Venezuela a los Goya 2018 y, a propósito de su estreno en Barcelona y Madrid, hace unos días conversamos con Calzadilla, un joven maestro de la nueva cinematografía latinoamericana. Ver, y leer, para creer.

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Cartel de El Amparo, de Rober Calzadilla.

Escribe TOÑO ANGULO DANERI

Sueles contar que antes de concebirla como una película, El Amparo fue una obra teatral en la que tú actuabas (el título era 29.10.88, en recuerdo de la fecha de la masacre). Pero una década antes también hiciste el reportaje La masacre de El Amparo: 20 años de impunidad. ¿Cómo así un solo hecho puede atravesar de forma tan contundente tu obra?

En principio, creo que tiene que ver con la identificación. Cuando ocurrió la masacre me hizo mucha impresión ver el rostro de esos dos pescadores sobrevivientes en la televisión tratando de remontar el ruido mediático, político y militar que los aplastaba; ellos, con sus voces débiles, tratando de explicar qué había ocurrido en El Amparo. Aparte de eso hay también una identificación física: en la película ves cómo se insiste en el rostro, en la piel, en todo lo que tiene que ver con el físico de esas personas. Esto tiene que ver con una cierta obsesión que tenía por el hecho de que fuesen tan parecidos a mí en su fisonomía. Luego cuando vi el pueblo pensé que era casi el mismo que el mío, sólo que El Amparo es fronterizo y el mío no, pero el estado de indefensión era similar. Lógicamente ahora hablo en perspectiva; en ese momento simplemente me fulminó: yo tenía doce años, jugaba fútbol e iba a la escuela, y de pronto sentí que podían ser mi tío, mi padre, un vecino. A la distancia también creo que tiene que ver con que yo estuviera dejando de ser niño y volviéndome realmente vulnerable, que es cuando te rompen la burbuja de inocencia en que la has venido creciendo. El Amparo, para mí, fue eso: una transición a entender que hay un poder —no importa de dónde venga, es poder— que te puede aplastar de buenas a primeras si no le convienes.

Veinte años después, todo esto te llevó a hacer el reportaje La masacre de El Amparo.

No, a mí me llaman a colaborar con ese proyecto. Veinte años después me toca acompañar al equipo de Provea, que es una ONG de derechos humanos en Venezuela, y entrevistar a los sobrevivientes. Era un proyecto didáctico para informar a la gente sobre la masacre, y lo que hice en realidad fue entrevistarlos a ellos y ayudar a editar. Claro, cuando me toca conocerlos personalmente, se me removieron muchas cosas, sobre todo una rabia que yo quiero pensar que es genuina porque no tiene banderas: es rabia ante la injusticia. Con todo este material en bruto, yo formaba parte de un grupo de teatro —formo parte todavía— y con Karin Valecillos, que es la escritora del grupo y también la guionista de la película, hablamos del tema. “Oye, Karin”, le dije, “¿tú te acuerdas de El Amparo, lo que pasó a finales de los ochenta?”. “Claro”, me dijo, y enseguida sacó la misma imagen que yo guardaba, la de los sobrevivientes tratando de explicar ante los medios que ellos eran pescadores, no guerrilleros. Y así comenzamos a trabajar en la obra de teatro.

Yo le decía al fotógrafo: estas mujeres están sintiendo la pérdida y tú tienes que entrar ahí como una mujer más. Nosotros, la cámara, éramos una mujer más

O sea que el reportaje para la ONG no fue pensado por ti, sino en cierto modo un capricho del azar que activó ese recuerdo de tu primera adolescencia. Y ya sobre ese recuerdo empiezas a trabajar con Karin Valecillos la obra teatral previa a la película.

Exactamente. Es más, cuando decidimos hacer la obra de teatro con Karin yo estaba saliendo un poco del teatro porque me estaba metiendo más al cine, y de hecho fue la última obra en la que actué. La sentía como una historia muy mía, y lo mismo le pasaba a Karin, así que fue un trabajo que llevamos codo a codo con los otros miembros del grupo. Pero en cuanto acabamos, la decisión fue tácita: “Vamos a hacer la película”. Lo decidimos sin saber lo que nos esperaba. Como digo, yo recién estaba entrando en esto del cine, y los procesos y modos de producción no los tenía nada claros. Algo que visto a la distancia fue bueno, porque a lo mejor si en ese momento sé lo laberíntico y cuesta arriba que es levantar una película, capaz no la hacemos y nos metemos a hacer otra obra de teatro.

De izquierda a derecha, Rubén Sierra, productor; Gustavo Rondón, montador; Michel Rivas, director de fotografía; Karin Valecillos, guionista; Marianela Illas, productora; Giovanny García, actor; Vicente Quintero, actor, y el director Rober Calzadilla, en el Festival de San Sebastián. © Pablo Gómez.
De izquierda a derecha, Rubén Sierra, productor; Gustavo Rondón, montador; Michel Rivas, director de fotografía; Karin Valecillos, guionista; Marianela Illas, productora; Giovanny García, actor; Vicente Quintero, actor, y el director Rober Calzadilla, en el Festival de San Sebastián. © Pablo Gómez.

Karin y tú son contemporáneos, ¿verdad? Lo digo porque la película cierra, además de con los datos biográficos de las personas reales detrás de los personajes, con esta famosa cita de Kundera: “La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. ¿Dirías que la masacre de El Amparo es una marca generacional para venezolanos como tú o como Karin?

A ver, es generacional, sí, porque nos marcó como generación, pero creo también que desgraciadamente es algo que nos sigue marcando como país y es probable que como continente. En ese sentido, trasciende lo generacional, porque cuando comenzamos a investigar vemos que no es algo aislado, que sigue pasando, que no es más que otro ladrillo de injusticia e impunidad que atraviesa nuestra historia. El Amparo sirve para preguntarle al espectador, y para preguntarnos también a nosotros como realizadores y como parte de la sociedad, ¿cómo permitimos que estas cosas sigan pasando? ¿Por qué les damos poder a unos ineptos, indolentes e insensibles?

Antes de proseguir me gustaría que resumieras qué ocurrió realmente en la masacre de El Amparo, el pueblo del estado de Apure, en la frontera con Colombia, que tú recreas en la película. Para empezar, por ejemplo, quién era Jaime Lusinchi, el presidente que gobernaba Venezuela en ese octubre de 1988.

El final de los años ochenta creo que fue el punto de partida para un quiebre en Venezuela que nos ha traído hasta hoy. Teníamos desde inicios de la democracia una tradición de presidentes irresponsables, corruptos, trenes ministeriales corrompidos y militares del mismo estilo; pero aun así Jaime Lusinchi destacó como una especie de icono de la corrupción en el país, para que te hagas una idea de quién estamos hablando. En octubre del 88 estaba cerrando su período de mandato y su partido, Acción Democrática, se iba a lanzar a las elecciones —unas elecciones que hasta entonces se repartía de manera bipartidista con COPEI— haciéndolo todo mal y con una corrupción escandalosamente pública y mediática en tiempos en que no existían las redes sociales. En ese contexto de un gobierno que se venía en picado y con elecciones a la vista, yo creo —y esto es elucubración mía, por supuesto, aunque hay indicios que llevan a pensar que así fue— que Lusinchi y su gobierno deciden asestar un golpe a la guerrilla colombiana que en ese tiempo entraba supuestamente en territorio venezolano para secuestrar ganaderos, pedir recompensas y financiar sus actividades. De hecho, estos golpes a la guerrilla se hacen muy mediáticos porque el gobierno se los atribuye como éxitos, y también porque los comandaba un general, Humberto Camejo Arias, que tenía una relación muy estrecha con los medios. La idea era cerrar el período de mandato con un exitazo, un “hit”, pero resulta que en El Amparo quedaron dos pescadores vivos para desmentirlo todo. Aquí es donde comienza este quiebre del que te hablaba al principio.

Quieres decir que la masacre de El Amparo es la que se conoce, pero que pudo haber otras.

Ésta es una versión mía, pero efectivamente se habla de hechos de la misma naturaleza antes de El Amparo. De hecho, los llaman “los amparitos”, de los que poca gente sabe porque no sobrevivió nadie para echar el cuento, o porque el dinero que repartían para que nadie hablara fue aceptado, o por la famosa estrategia de la distracción en la que se monta un zafarrancho por otro lado para que toda la atención se vaya para allá.

Yo creo que las preguntas que se hacen desde el cine son fundamentales, y ahora mismo es cierto que hay un grupo de cineastas venezolanos que nos estamos preguntando cosas nuevas

Todo esto ocurre durante ese gobierno de Lusinchi. Pero lo que a mí me puso la piel de gallina fue esa otra frase que aparece al final y que dice algo así como: “Ninguno de los militares involucrados en la masacre fue juzgado en un fuero civil por el gobierno de entonces ni por ninguno de los que vinieron después”. Estamos hablando de seis presidentes más: Carlos Andrés Pérez, Lepage, Velásquez, Caldera, Chávez y Maduro.

Mira, a la película le tocó abrir la sección iberoamericana del Festival de Miami y allí estaba el presidente de la Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, que conoce muy bien el caso de El Amparo porque fue elevado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. “Lo que yo no entiendo”, le dije, “es cómo en tantos años el caso no ha pasado de instancias militares a instancias ordinarias”. Y él me respondió: “¿Tú sabías que en Latinoamérica no hay un país donde los militares les rindan cuentas a los civiles?”. A esto se suma que algunos de los mandos militares implicados en El Amparo han participado en los gobiernos que vinieron después: generales y coroneles que después fueron ministros de Defensa, gobernadores, jefes de seguridad de alcaldes… Entonces lo que parece es, como decimos allá, que todo el mundo está “embarrado”. Por cierto, una precisión en cuanto a los castigos: sí se castigó a militares, pero sólo a los que cumplieron las órdenes, a los soldaditos, no a los autores intelectuales.

Los actores Vicente Quintero (Pinilla) y Samantha Castillo (Yajaira) en una escena de la película.
Los actores Vicente Quintero (Pinilla) y Samantha Castillo (Yajaira) en una escena de la película.

Si te parece, dejemos ya esta conversación sobre el contexto para volver a la película. En toda historia bien contada suele haber una gran elipsis, y creo que en El Amparo hay una de las más logradas que yo recuerde en el cine latinoamericano actual: cuando la lancha se adentra en la selva con dieciséis pescadores y uno o dos días después sólo aparecen dos. Entre medias, nadie sabe lo que ha pasado: ni el pueblo, ni el policía, ni la prensa, ni por supuesto el espectador. Ese no saber, esa decisión de no mostrar las circunstancias de la masacre, es clave para mantener la tensión que vendrá después entre la versión oficial y la no oficial. ¿Fue un hallazgo cinematográfico o venía de la obra de teatro?

No, en la obra de teatro sí estaba. A ver, yo tengo mis hipótesis, Karin tiene las suyas, pero la intención al hacer la película era generar preguntas. Lo fácil habría sido poner a los militares como los chicos malos disparando sobre los pescadores. Pero ¿y si nos ponemos a hacer preguntas desde todos lados? Incluso ésta: ¿será que de verdad eran guerrilleros? ¿O había alguno, o algunos de ellos, que sí, sólo que ese día iban a otra cosa? Gracias a Provea, Karin y yo tuvimos acceso a declaraciones e imágenes muy duras, y cuando lees el informe forense ves que hablan de disparos a menos de 5 cm, o de “tatuaje óseo”, que es cuando el hueso se mancha de pólvora por la cercanía desde la que se percute el disparo… La película ya te digo yo que es una versión light de lo que ocurrió allí. Con Karin siempre decíamos: a ver, vamos a pararnos en el escenario de que de verdad eran guerrilleros, ¿por eso había que matarlos de esa manera? Porque al lado de los cuerpos les pusieron armas para que la tesis del enfrentamiento tuviera sentido, pero las armas estaban acomodaditas, como si las hubiesen puesto ahí, lo puedes ver en YouTube. Por cierto, hablo sólo de Karin, pero en realidad estoy hablando del bonito equipo de trabajo que hemos formado. Somos cinco personas y todos estamos cruzados: producción-guión, guión-dirección, dirección-producción…

Hablas de Tumbarrancho.

Tumbarrancho y Películas Prescindibles, que ahora es Cine Cercano, creo.

Van mutando.

Eso, hemos ido cambiando.

Giovanny García y Vicente Quintero encarnan a Chumba Arias y Pinilla, los únicos sobrevivientes de la masacre de El Amparo en los hechos reales.
Giovanny García y Quintero encarnan a Chumba Arias y Pinilla, los únicos sobrevivientes de la masacre de El Amparo en los hechos reales.

Otra cosa admirable en El Amparo son las actuaciones: todas, desde los sobrevivientes Chumba Arias (Giovanny García) y Wolmer Pinilla (Vicente Quintero), hasta cada una de las mujeres que han perdido a sus maridos, hijos o hermanos. Por cómo hablan, caminan sin zapatos y se mueven con soltura en un entorno amazónico, parecen gente que ha vivido allí toda su vida, pero tengo entendido que son actores de teatro. ¿Cómo fue el casting y la preparación de actores? Siendo tú también actor, ¿diseñaste un trabajo especial?

Tiene que ver con lo que te contaba antes, con mi primer recuerdo de El Amparo: yo vi personas. Y con los actores siempre decíamos: son personas, no personajes. Por eso en la primera parte del proceso actoral trabajamos sin guión, fue un trabajo con el actor… En realidad había un guión, pero los actores nunca lo tuvieron.

¿Eres de los directores que ruedan sin guión?

Para este proyecto específico, sí, porque me interesaba la incertidumbre.

Perdona, te interrumpí. Prosigue.

Decía que en esa primera parte, que duró mes y medio, ni siquiera hablábamos de la película. Eran trabajos orientados a lo que yo llamaba “el despojo”: “Vamos a despojarnos un poco, vamos a desnudarnos y quitarnos cosas; con el histrionismo actoral hay que tener mucho cuidado porque, recordemos, no son personajes, son personas”. Pero incluso en esa primera parte metimos al fotógrafo, Michel Rivas: él era un actor más, de tú a tú. Esto también me interesaba porque sabía que en algún momento teníamos que trabajar “el impulso” y asumir la cámara como “alguien más” que está pasando por lo mismo que pasan las otras personas. Por supuesto que también trabajamos la cámara sobre el papel, para ver los encuadres, pero de dos a siete de la tarde al fotógrafo le tocaba ser un actor más. Era una forma de limpiarlo también, de despojarlo de posturas, porque sabemos que el impulso no es políticamente correcto, va para donde va y te puede acariciar o te puede rasguñar. Ya después, cuando sentí que estaban desnudos, fuimos al pueblo.

Vicente Peña encarna al policía Mendieta, que en los hechos reales se enfrentó a las fuerzas armadas y su versión oficial.
Vicente Peña encarna al policía Mendieta, que en los hechos reales se enfrentó a las fuerzas armadas y su versión oficial.

¿Fueron a El Amparo o al pueblo donde se rodó la película?

A donde se rodó la película. El Amparo a estas alturas ha cambiado, temporalmente ya no es el pueblo de finales de los ochenta: es grandísimo y está lleno de motos y reggaetón. Pero en el mismo estado Apure, a unos 200 kilómetros hacia arriba, encontramos El Yagual, que está atravesado por el mismo río. Allí fuimos llegando escalonadamente: primero los actores y yo, unas 15 personas, y la tarea era vivir, ser parte del pueblo. Obviamente allí no había hoteles ni posadas, así que tuvimos que rentar algunas casas para tener donde dormir. Pasada la etapa del despojamiento, lo que nos interesaba era la convivencia, así que había que levantarse a las cinco de la mañana e ir a pescar, todos, actores y actrices. Y aquí pasa algo muy interesante, y es que mientras en la actuación se trata de sobresalir, aquí tocaba hacer lo contrario: la tarea va de “ser paisaje”, no distinguirse de los demás, y eso —te lo dice alguien que es actor— para un actor puede ser muy fuerte. Otra idea que nos interesaba es que si una persona se vuelve protagonista es porque “las circunstancias la hacen protagonista”. Si bien es cierto que a Pinilla el guión lo privilegia en las primera escenas, a Chumba no: él al principio es uno más de los que salen a pescar; luego ya se ve por qué acaba siendo protagonista, no por él, sino porque la situación lo lleva a serlo.

Esto también pasa con el policía-comisario del pueblo, ¿no?, que de pronto se ve envuelto en un papel que en principio no le tocaba.

Es lo que conversábamos con el actor (Vicente Peña): de todos, el único que asume un papel visiblemente heroico es él. Pero también: ¿de dónde viene? No viene del héroe clásico, sino del miedo, del susto, de la presión del pueblo y sobre todo de la indignación de verse como autoridad humillada y presionada por todas las mujeres que están afuera de la comisaría gritando.

Una de las productoras dijo: «Ésta es nuestra primera película, y yo siento que tiene un pie acá», en lo autoral, en lo artístico, «y el otro allá», o sea, una película que le guste a la gente

De todo el reparto, sólo reconocí a una actriz a la que recuerdo haber visto en otra película: Samantha Castillo en Pelo malo. Para los demás, ¿era su debut en el cine?

Exacto, para los demás, El Amparo es su primera película. Cuando yo comencé a estudiar cine y llamaba a mis amigos actores y hacía mis cortos con ellos, de alguna manera hacíamos el clásico estudio de personaje: quién es, de dónde viene, a dónde va. Para El Amparo esto no me interesó nada, cero estudio de nada. Aquí las personas —no personajes— viven su aquí y su ahora, no hay pasado, no hay futuro: viven y ya está. Y es cierto que trabajamos con muchos actores que por primera vez se enfrentaban a una cámara, pero también tenemos a la señora Aura Rivas, una primera actriz del teatro y la TV venezolana que en su casa tiene fotos de cuando la televisión sólo se hacía en vivo. Lo que ha hecho Aura toda su vida es actuar, y yo al principio me decía: “Esta señora está curtida de teatro, y lo que yo necesito es lo contrario”. Pero como la conocía, y para mí un casting es como esta conversación que estamos teniendo, nos vimos, charlamos, la sentí relajada y de inmediato supe que iba a funcionar. Lo mismo pasó con otro actor mayor, experimentado, que agarró enseguida lo que queríamos.

Rodaje de la película en El Yagual, un pueblo a unos 200 km de El Amparo real.
Rodaje de la película en El Yagual, un pueblo a unos 200 km de El Amparo real.

Y del otro lado, la gente del pueblo, ¿cómo fue su interacción con los actores?

Pues mira, con la gente del pueblo pasó algo bonito. Habíamos tenido conversaciones con ellos y ya sabían que iban a llegar los actores, pero cuando llegamos y ya estábamos todos conviviendo allí, ellos seguían esperando a los actores. Es decir, para ellos, estos chicos, estos rostros, no podían ser protagonistas de nada. Cuando lo supieron, “mira, éste es Vicente, éste es Giovanny y ésta es Samantha”, se mataban de la risa. Decían: “No, no, en serio, ¿cuándo van a venir los actores?”. Porque además los veían trabajando a su lado, pescando, picando pescado o metidos en un charco con el agua hasta el pecho. ¿Dónde se ha visto que el protagonista de una película esté picando pescado? Esta cercanía generó algo muy hermoso que tiene que ver con la actuación y que son los vínculos. Porque cuando has trabajado codo a codo y hecho tantas cosas juntos, se han roto las barreras, y cuando vas a rodar la película, es una maravilla: ya todos se conocían, estaban tranquilos, relajados, cómodos.

¿Cuánto duró esa convivencia hasta que llegó el momento de decir “toma uno, rodando”?

Mes y medio. Y sólo una semana antes de rodar empezamos a ensayar, pero no escenas de la película, sino situaciones que de pronto ocurrían antes: lo previo a lo que ves en la película, digamos. Como digo, era una maravilla, porque a mí todas estas cosas que son incontrolables me vuelven loco: los borrachos, los niños, los animales. No hay marcas para ellos: ellos son. Tampoco es que marcara mucho a los actores. Lo que hacía era: me paraba y leía la escena: “Vamos a hacer esto, vamos a hacer lo otro”, y lo hacíamos. Y cuando ya sentíamos que teníamos la escena, afinábamos: “Aquí hay un poco más de luz, aquí se ve mejor esto”. Y entonces rodábamos.

De los veintitantos premios que han recibido por El Amparo, hay muchos a la mejor película, lo cual habla muy bien de este trabajo colectivo que estás describiendo. Pero también hay muchos premios del público. ¿Es la confirmación de que el cine de autor no tiene por qué estar reñido con el gusto del público, especialmente en Latinoamérica, donde todo está atravesado por lo popular?

Cuando comenzamos a hacer El Amparo, con la productora decíamos: “Es una película para la gente de acá”, como para el patio, porque es localista, toca un asunto venezolano y has visto incluso cómo habla la gente. Pero también es cierto que al empezar, y aquí debo darle méritos a los que se lo merecen, yo estaba un poco denso en lo formal. Yo veo mucho cine y tenía muchas referencias, hasta que Nela Illas, una de las productoras junto a Rubén Sierra, nos dijo: “Ésta es nuestra primera película, y yo siento que tiene un pie acá”, en lo autoral, en lo artístico, “y el otro allá”, o sea, una película que le guste a la gente. Yo venía de un mediometraje hermético, en blanco y negro, y eso me resonó hondamente. ¡Claro!, me dije, yo quiero que esta película la vea mi mamá y que no me diga lo mismo que cuando vio mi mediometraje: “¿Qué vaina es ésta?”. Porque no me gustó nada cuando me lo dijo. Al contrario, yo quiero que se entienda lo que estoy contando, y más un hecho como el de El Amparo. Aquí viene también mi afición por la música, porque desde que trabajamos el guión hubo momentos en que sólo me dediqué a “escuchar la película”. Cuando haces eso, se despiden todas las referencias y uno también se queda desnudo, tratando de seguir lo que te pide la película y de tomar decisiones en función a ella. Un día me pasó también que escuché una canción de Leandro Díaz, un cantautor colombiano, ciego de nacimiento, que se llama Historia de un niño. En esa canción está Leandro con su guitarra un poco desafinada, él también un poco desafinado, y pensé: aquí viene un músico académico y escucha esto y le sangran los oídos, pero a mí me llegó profundamente. “¡Ésta es la película!”, me dije. O sea, no importa lo formal, no importa la pose del músico compositor: lo que importa es el nervio. Desde entonces se convirtió en mi guía a la hora de hacer El Amparo.

Rober Calzadilla, Giovanny García, Karin Valecillos y Vicente Quintero en el Horizontes Latinos de San Sebastián. © Gorka Estrada.
Rober Calzadilla, Giovanny García, Karin Valecillos y Vicente Quintero en el Horizontes Latinos de San Sebastián. © Gorka Estrada.

Hablando de música y de sentimientos, ¿qué es lo mejor que les han dicho hasta ahora sobre El Amparo?

En Biarritz pasó algo muy bonito. Acaba la película y se para una señora mayor —me parece que era chilena, pero debía llevar toda la vida en Francia— y dice: “Es una película que te comienza a envolver y envolver hasta que te olvidas de que estás viendo una película y llegas a dudar de ellos. Pero luego dices: «Esto no puede ser, no pueden ser guerrilleros». Y como estás metida en la historia empiezas a sentir calor, el calor del otro, y ya las palabras no importan porque lo que sientes son estremecimientos”. Esto me pareció muy bonito porque justamente de eso va, de sentir al otro. También hay otra anécdota de Biarritz que no se me olvida: una niña, de las que estudian español y las llevan al cine a ver películas latinas, me da las gracias porque le gustó mucho y me pregunta por los actores y, al final, mira lo que me dice: “¿Cuándo vas a hacer la segunda parte?”. Yo me paralizo. “La segunda parte, ¿cómo?”, le digo. La “segunda parte” era la de los militares, o sea, cuándo iba a contar la historia de la “otra parte”.

Y en Venezuela, ¿cómo se ha visto El Amparo? Desde fuera tengo la impresión de que es una de esas películas que conmocionan y por eso mismo invitan al debate y a la polémica.

Nosotros tuvimos la oportunidad de ir a hablar con el público en varias salas, sobre todo las dos primeras semanas de exhibición, y lo que nos conmovía es que a la gente le pasaba lo mismo que a esa señora de Biarritz: se olvidaba de que era una película, se instalaba en la historia y, por supuesto, les afectaba más. Y pasó algo también hermoso, y es que en Venezuela se empezó a exhibir en 17 salas; pero ya sabes cómo es la distribución en América Latina: tienes que competir con Hollywood y si a las salas no les aseguras una gran cantidad de público, al final te quedas con menos. Y bueno, ahora la película permanece en dos salas que son opuestas totalmente, una de clase alta, digamos, y otra más bien popular. Y fuimos a las dos salas, y era increíble: podías grabar al público de un lado y del otro, y la conmoción era la misma, la misma emoción, las mismas preguntas. Hay algo que digo en las entrevistas pero que en realidad tomé de un espectador: “Esta película nos está mostrando el país que somos, pero también nos está preguntando por el país que queremos”. Esas cosas también calan en uno. De hecho, los comentarios que la gente va poniendo en las redes para nosotros son muy importantes, como eso que escribió otro: cuando vemos la lancha por última vez, el plano que vuelve es el agua en quietud, pero de pronto irrumpe un ave que sale de alguna parte. Y éste decía: “Es el ave de mal agüero que trae las malas noticias”. ¡En mi vida había pensado en algo así!

«Vamos a despojarnos un poco, vamos a desnudarnos y quitarnos cosas; con el histrionismo actoral hay que tener cuidado porque no son personajes, son personas», les decía Calzadilla a los actores

Últimamente estamos viendo un nuevo cine venezolano realmente fabuloso. Creo incluso que es la cinematografía latinoamericana más premiada en España en los últimos tiempos, después tal vez de la argentina y últimamente la chilena. Hago memoria: La distancia más largaPelo maloAzul y no tan rosaDesde allá, La familia y La soledad. Tú, con tu ópera prima, eres un poco el recién llegado. ¿A qué atribuyes esa explosión de cine venezolano de altísima calidad?

Para empezar, yo creo que las preguntas que se hacen desde el cine son fundamentales, y ahora mismo es cierto que hay un grupo de cineastas venezolanos que nos estamos preguntando cosas nuevas. O por lo menos el punto desde donde nos planteamos esas preguntas es otro: nos hemos movido y tal vez las preguntas sean las mismas, pero desde otro lado. Hay algo que une a todos los cineastas de estas películas que has mencionado, y es haber “salido del país”. Pero cuando digo “salir” no es viajar ni mudarte a otro país, porque no es mi caso, yo soy uno de los pocos de esta lista que no ha vivido fuera: hablo de relacionarte más con lo que está pasando afuera. Creo que el cine venezolano siempre fue un poco ombliguista, de enrollarse como el caracolito en el ombligo y pagarse y darse el cambio. No digo que antes no haya habido películas importantes, porque las hay, sino que a partir de estos nuevos cineastas nos hemos preocupado por mirar afuera, dentro de la cinematografía latinoamericana producida desde finales de los noventa hasta hoy. Al menos ése ha sido mi caso: el cine latinoamericano actual ha sido mi gran escuela, y para Rubén Sierra, el productor, que también es director, igual. Nosotros nos inventábamos foros de cine latinoamericano por puro placer, sin que nadie nos pagara. Otro factor que habría que mencionar es que el país que tenemos ahora amerita que la mirada que se tenga sobre él sea más incisiva; y, también, que se abra más.

Otra escena de El Amparo. Cuando los dieciséis hombres del pueblo salen a pescar.
Otra escena de El Amparo. Cuando los dieciséis hombres del pueblo salen a pescar.

Al menos en mi recuerdo, hay una tradición de cine político venezolano…

Cine activista.

Eso: más que político, cine activista-partidista. En cambio hoy, películas como El Amparo o, cómo no, Pelo malo, Azul y no tan rosa, etc., sigue siendo cine político, pero desde una nueva manera de concebir la política, donde lo personal, no sólo lo colectivo, también es político.

Total y absolutamente. Es otro de mis temas: ¿dónde está hoy lo político? Si recuerdas el final de Pelo malo, es una escena en la que todo el mundo está cantando el himno nacional mientras que el niño protagonista se ha rapado y está allí con su madre, pero él no canta. Siempre me ha estremecido ese final. Hay una parte de él que ha sido castrada, pero hay otra en la que sigue rebelado, ¡y no canta! ¡Todos cantan, y él no! Nosotros empezamos a hurgar en este desplazamiento de la política en el nuevo cine latinoamericano porque hubo una película uruguaya, 25 Watts, que iba de unos chicos que estaban aburridos en Montevideo, y nos preguntábamos: “¿Pero cómo puede ser político esto?”. Y, claro, es muy política si desligamos la idea de cine político del activismo partidista.

A ti te llamaba la atención Alanís, la reciente película de Anahí Berneri, y lamento que no puedas verla por tener que irte antes del estreno. Porque allí hay mucha política y una confrontación con el activismo y el partidismo bienpensante al plantear la pregunta de qué mujer está más explotada: ¿la que ejerce voluntariamente la prostitución para no acabar limpiando casas o cosiendo ropa encerrada en un sótano para marcas como Zara, o más bien la que acaba limpiando casas o cosiendo para Zara durante doce horas en condiciones laborales que son de la prehistoria?

Es que ésas son las preguntas: ¿qué vida es mejor?, ¿quién está más explotado?, ¿quién es más esclavo de qué? o ¿quién tiene derecho a decidir sobre el cuerpo de quién?

Por cierto, hablando de mujeres: viendo el cartel de El Amparo parece una —o sea otra— película de machos. Y sin embargo no es así: hay muchos momentos en que las mujeres son las auténticas protagonistas de la película, ¿no?

Totalmente. Si nosotros pasamos más tiempo trabajando en el guión que rodando fue porque a cada momento nos preguntábamos: ¿y ahora cómo contamos esto?, ¿qué tal si lo contamos desde el punto de vista de las mujeres?, ¿o desde el policía? En un momento nos gustó la idea de que fuese como un juego de pelota que nos íbamos pasando y que hace que la película vaya oscilando de lo particular a lo colectivo. Porque además fue así: en los hechos reales las mujeres tuvieron una preponderancia capital y absoluta. Sin ellas, ten por seguro que esos dos sobrevivientes habrían desaparecido del mapa. Fueron ellas las que se plantaron, junto con el policía, a confrontar a los militares de la época. Eso Karin y yo lo teníamos muy presente desde el guión y, llegado el rodaje, fue lo mismo: dos de la tarde, el sol cayendo cenital sobre las cabezas y a veces sólo tenía que mirar a las actrices para que se conectaran con lo que ese dolor, esa pérdida de catorce personas, había significado. Yo le decía a Michel, el fotógrafo: esto va al rompe, estas mujeres están sintiendo esa pérdida y tú tienes que entrar ahí como una mujer más. Nosotros éramos una mujer más.

Tráiler de la película

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Oportunidad única para ver la nueva copia restaurada y con nuevo corte de ‘Profundo carmesí’, el clásico de Arturo Ripstein

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