Damián Alcázar es el actor mexicano que más Premios Ariel ha ganado, ocho en total. Su trabajo es tan notorio que lo ha llevado a participar en producciones de toda Latinoamérica. Ha trabajado con directores noveles y con maestros como Arturo Ripstein, Francisco Athié, José Luis García Agraz, Luis Estrada y Roberto Sneider. Magallanes, ópera prima del actor y director peruano Salvador del Solar, apoyada por el Programa Ibermedia y ganadora del Premio Cine en Construcción del Festival de San Sebastián, es una de sus últimas interpretaciones. La periodista Lilián López Camberos viaja con el actor a través de México y nos lo cuenta en esta crónica, publicada originalmente en la revista Gatopardo.
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Escribe LILIÁN LÓPEZ CAMBEROS
Domingo por la mañana, San Miguel de Allende. De pronto, en una esquina, apareció Damián Alcázar. Es el Juan Vargas de La ley de Herodes, no hay duda: la misma mirada de pícaro, el bigote tupido y la sonrisa enorme. Pero había algo diferente: es más tímido y su voz es melodiosa, como un susurro.
Una comitiva de siete personas lo esperábamos apretujados en una camioneta bajo el sol del Bajío: el fotógrafo, dos asistentes, la productora de fotografía, la coordinadora de moda, el maquillista y yo. Damián, armado con un portatrajes y tres sombreros, saludó a todos mientras se acomodaba en el asiento del copiloto. Nos dijo que vive en San Miguel de Allende desde hace ocho años, pero viaja tanto que apenas ha pasado unos cinco meses efectivos aquí. Minutos después miró por la ventana. A la salida de San Miguel hay una rotonda con zócalos vacíos. “Los panistas los pusieron”, dijo. En adelante se referirá siempre a los panistas con cierto desdén.
Nos dirigimos a Mineral de Pozos, un pueblo fantasma al norte de San Miguel de Allende. Durante el trayecto, el equipo entero no dejó de hacer preguntas. Damián respondía a todo afable y hasta emocionado. Es natural: El infierno (2010), la última parte de la trilogía del poder de Luis Estrada, se exhibe por todo el país con un éxito abrumador. “Es raro que El infierno continúe en cartelera, porque las películas mexicanas no duran nada: al rato te cambian por Un novio formidable o Mi tía tiene gota…”, bromeó. Mientras el paisaje guanajuatense se tornaba árido y seco a medida que avanzábamos, alguien preguntó: “¿Tuvieron algunos problemas en las locaciones mientras grababan El infierno?”. Damián explicó que, originalmente, la película se grabaría en Zacatecas, pero la entonces gobernadora Amalia García tuvo dudas. Entonces se cambiaron a Durango, donde la presencia de trocas rondando la producción, aunque sin intimidaciones, les hizo tomar la decisión de terminar de filmar en San Luis Potosí.
Al llegar a la primera gasolinera, nos enteramos de que la película iba a ser distribuida por Televisa, con la idea de apropiarse de los festejos del Bicentenario. Sin embargo, luego de la proyección para ejecutivos, de un alto mando llegó la noticia de que no se iba a distribuir. “Casi, casi no sale”, dijo Damián. Una empleada con el uniforme de Pemex se acercó. “¿Me podría dar un autógrafo”, preguntó, apenada. “Claro, pero vaya a ver El infierno“, respondió Damián. La mujer asintió y se fue muy contenta. “Luis Estrada, con sus propios medios y un poco de ayuda de Videocine, distribuyó la película con 314 copias”, dijo cuando emprendimos la marcha otra vez.
En las primeras dos semanas de exhibición, El infierno recaudó más de 30 millones de pesos, una cifra impresionante para una película mexicana. Y no sólo eso: una cinta sobre el narcotráfico, el tema más sensible de los últimos tiempos.
Se hizo un silencio. Una voz preguntó: “¿Y el Cochiloco?”. Damián rió. Hasta antes de El infierno, la gente identificaba a Joaquín Cosío por su papel de “Mascarita” en Matando cabos (2004). Hoy goza de una fama enorme, gracias al papel que hace como el narcotraficante que introduce al Benny (Damián Alcázar) en el mundo del crimen. “Joaquín y yo hablamos hace unos días por teléfono, no nos vemos seguido pero tratamos de estar en contacto”. La camaradería entre ambos actores es notable dentro y fuera de la pantalla.
Cuarenta minutos después de que salimos de San Miguel, andábamos por una carretera de dos carriles larga y gris, casi vacía. No había árboles, sólo algunos cactus rodeados de pasto seco. Montañas despintadas a lo lejos. El escenario recordaba al pueblo de San Pedro, de La ley de Herodes. Damián confesó que es una de sus películas favoritas, por muchas razones: salió en un momento preciso, es divertida y no deja de ser relevante, porque la situación del país es tan ridícula como entonces. O tal vez más.
Por fin llegamos a Mineral de Pozos. La entrada es una calle blanca y deslavada. Mineral fue un pueblo minero que alguna vez se llamó Ciudad Porfirio Díaz. Parecía condenado al olvido. Conserva el casco original, con callejones que suben y bajan a espaldas del desierto, una casa miserable tras otra. Sin embargo, el pueblo revive cada fin de semana, atrayendo lo mismo a turistas de Guanajuato y Querétaro que extranjeros. En la plaza principal hay una cantina, media docena de hoteles y un par de restaurantes. El lugar no está del todo muerto. Un artículo de Los Angeles Times en 2008 confirmó su creciente popularidad, resaltando la vibra bohemia de sus calles.
En una plática con mi papá cuando tenía 12 años me preguntó qué quería ser de grande. Yo le contesté: hacer películas. Y mi papá, me acuerdo muy bien, levantó su dedo y dijo: “Eso se llama arte dramático”
Pero nuestro destino no era el centro del pueblo, sino una carretera a las afueras, donde el equipo instaló la cámara y las luces. Tenían dispuesto para él un hermoso traje de rayas, que le queda espléndidamente. Le comenté a la productora de foto que Damián tenía un porte envidiable. “¡Sí! ¡Es divino!”, me dijo. Ésta es la opinión general de las damas y hasta de algunos caballeros, que lo ven como a un compadre potencial: divertido, relajado y entrón.
Damián y yo nos apartamos del resto, grabadora en mano. Pensé entonces que es adorable. No hay otra forma de describirlo. Tiene esa calidez que te hace perderle el miedo al minuto de conocerlo. Sí, es una estrella. Sí, ha actuado en más de 70 películas. Sí, ha ganado ocho Arieles y lo han homenajeado en varios festivales de cine por todo el mundo. Es, con toda seguridad, el mejor actor mexicano de este momento. Pero al mismo tiempo, y contra todo pronóstico, es un tipo simpático y modesto. Bromea con todos y sigue indicaciones sin el mínimo asomo de divismo.
“La violencia es una elipse que va hacia abajo. Se recrudece con el paso del tiempo y no tiene buen fin”, me dijo al empezar a hablar de El infierno. Su preocupación inmediata es ésta y no otra.
HOMBRES NORMALES, SITUACIONES EXTRAORDINARIAS
La primera vez que Damián Alcázar colaboró con Luis Estrada no fue en La ley de Herodes (1999), como muchos piensan, sino algunos años atrás, con Bandidos (1990). La película ya contenía ciertos elementos que distinguirían el cine de Estrada. Ambientada durante la Revolución Mexicana, cuenta la historia de unos niños que se convierten en bandidos por venganza. Le siguió Ámbar (1994), de corte más bien fantástico, pero a partir de ese momento el director se dio cuenta de que quería trabajar con Damián siempre. Así fue: desde entonces no ha dirigido una sola película que Alcázar no protagonice. En charla por teléfono desde las oficinas de Bandidos Films, Estrada me dijo que escribió toda la “trilogía del poder” con él en mente.
“Es un colaborador importantísimo no sólo como actor, sino en todas las áreas: se involucra por completo en su trabajo y en el de los demás, tiene opiniones técnicas y jamás te niega la posibilidad de hacer otra toma”, dijo. Es tanta su compenetración que Estrada comparte con él los distintos tratamientos del guión. Sabe que La ley de Herodes los marcó profesional y personalmente, casi por una causalidad, pues al principio había escrito otro papel para Damián.
Juntos recorrieron el mundo exhibiendo la película, que ganó tantos reconocimientos como aplausos de la crítica. A pesar de sobrevivir a un veto, o precisamente por eso, La ley de Herodes recibió publicidad involuntaria y se convirtió en un hito en la historia de la industria fílmica.
Hartos de una dictadura “perfecta”, como la definió Mario Vargas Llosa, los mexicanos nos maravillamos y horrorizamos por igual con la fábula del despistado Juan Vargas, que descubre las bondades del priismo más prehistórico (corrupción y mordidas mediante), y termina por ser linchado. Luis Estrada no imaginó que, 10 años después, la realidad panista se antojaría más trágica. Después de Un mundo maravilloso (2006), la mancuerna volvió con un retrato crudo y realista sobre el narcotráfico.
“Hay una guerra en este momento: a 100 años de la Revolución, hay un movimiento armado en las calles”, dijo Damián. Ésta es la piedra angular de El infierno: la idea de que la guerra contra el narco es, en realidad, una guerra civil que ha dejado en México cerca de 28 mil muertos. La cifra aparece, aunque recortada, en la película.
Hay una explicación para que Damián y Luis se entendieran tan bien. No les interesa hacer películas sólo para entretener ni para generar dinero. Están interesados en mostrar la realidad de México como lo que es: una compleja red de corrupción, violencia y poder. Lo han logrado con tanto tino que sólo hace falta echarle un vistazo a los comentarios del tráiler en YouTube: “El que piense que México no es así, no vive en México o no sabe nada de él”, escribió alguien.
“Luis y yo nos entendemos perfectamente: yo leo su historia y sé qué quiere —dijo Damián, sonriendo—. Me falta convencerlo de que me deje hacer muchas cosas, como en La ley de Herodes, donde me dejó enloquecer. En la segunda me detuvo un poco. Y en ésta se recortó todavía más. Pero creo que hacemos un muy buen trabajo juntos. He aprendido muchísimo con él, sobre todo a tener una postura respecto a mi gente. Hablo de Latinoamérica en general. Creo que para eso sirve mi trabajo: para acercarme a ellos”.
Todos los proyectos en los que Alcázar se involucra tienen algo en común. Son, de alguna manera, reflejos de una realidad inmediata. Ya sea como ex combatiente colombiano atormentado por su pasado en Vietnam, un indocumentado mexicano cruzando la frontera o un revolucionario sandinista nicaragüense, sus personajes enfrentan al hombre con su circunstancia. Elige estos proyectos porque, sencillamente, cree en ellos.
Le pregunté a qué se dedicaba su papá y Damián suspiró: “Él hizo de todo, creo que en eso me parezco a él: bombero, boxeador, futbolista, cartero, guardabosques, policía…”
Mientras hablábamos, me puso uno de sus sombreros en la cabeza para protegerme del sol abrasador, fue un gesto amable. Luego me contó anécdotas sobre la contra nicaragüense, que entrenó a un niño de 12 años para sacar ojos con un lápiz. O los campesinos pobres del Valle del Cauca, en Colombia, que ante la violencia se convirtieron en asesinos y violadores.
“Todas las guerras pueden hacer de una persona extraordinaria el peor asesino, el peor sicario, el peor vengador”, dijo. Los personajes de la trilogía del poder son, en todo caso, un reflejo de esto: hombres buenos corrompidos por la vida.
LA CONDICIÓN DEL PATO
La vida de Damián parece turbulenta. Nació en Michoacán, en Jiquilpan, el mismo pueblo del que provienen los Cárdenas. Su familia lo llevó a Guadalajara a los pocos meses de nacido. A partir de ahí inició una vida de nómada que aún hoy no cesa. Me dijo que ahí vio su primera película, en las clases de catecismo, cuando tenía menos de tres años. Durante la secundaria se fue de pinta todos los miércoles de un año para ver tres películas por un peso. Es el tercero de seis hermanos y se definió a sí mismo como taciturno y ensimismado. Cosa rara porque, desde entonces y a la par que descubría la literatura fantástica, su gusto por el showbiz quedó inoculado.
“En una plática con mi papá cuando tenía 12 años me preguntó qué quería ser de grande. Yo le contesté: hacer películas. Y mi papá, me acuerdo muy bien, levantó su dedo y dijo: “Eso se llama arte dramático”. Le pregunté a qué se dedicaba su papá y Damián suspiró: “Él hizo de todo, creo que en eso me parezco a él: bombero, boxeador, futbolista, cartero, guardabosques, policía…”.
A los seis años llegó a vivir al Distrito Federal y, al crecer, sus intereses se diversificaron: quiso ser torero, cirquero, alambrista, payaso o músico. Todas, profesiones relacionadas con el espectáculo. Durante la adolescencia, Damián dibujó y escribió. Más tarde consideró convertirse en veterinario; dijo que le encantan los reptiles y le creo, pues mientras yo vigilaba nerviosamente los cactus cerca de donde conversábamos, él parecía a sus anchas en el desierto.
Me dijo que más tarde se dio cuenta de que estaba sucumbiendo a la condición del pato, que explicó así: “El pato nada, corre, vuela y canta, pero ni nada como delfín, ni corre como venado, ni vuela como halcón, ni canta como jilguero”.
Su vocación terminaría por encontrarlo. Dejó la escuela y trabajó en fábricas de plásticos, troqueles y perfumes. Se fue a vivir a Tlaxcala. A los 18 años, una novia lo llevó al grupo de teatro del Seguro Social y Damián lo supo al instante: esto era lo suyo. Empezó a hacer teatro de aficionados y luego estudió la carrera de actuación en Bellas Artes. También tomó clases en el Centro Universitario de Teatro, e incluso estaba listo para irse a la entonces Unión Soviética a estudiar actuación. Era el tiempo de los camaradas y el bloque socialista, con los sucesos de 1968 recientes. Sin embargo, el maestro Raúl Zermeño lo invitó a unirse a la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana, que en ese entonces era la única universidad con una licenciatura del estilo. “Las clases eran de siete de la mañana a 10, 11 de la noche: era formidable”, dijo.
Como actor, Damián es disciplinado. Su método va en etapas: una primera lectura del guión, una charla con el director y una investigación de fondo. Si su personaje es salvadoreño o colombiano, se va un mes antes para vivir como ellos
Después de hacer mucho teatro, sobre todo en Veracruz, Damián volvió al DF para hacer una carrera en cine. Su primera parada fue la televisión y varios cortometrajes de los alumnos del Centro de Capacitación Cinematográfica y del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM.
Me dijo que ha hecho 16 óperas primas. Confía en los nuevos directores y siempre queda maravillado con los resultados.
Luego de pertenecer al Centro de Experimentación Teatral, bajo la tutela de Luis de Tavira, la carrera cinematográfica de Damián despegó a principios de los años noventa. Trabajó entonces con Arturo Ripstein, Francisco Athié, José Luis García Agraz y Roberto Sneider.
Como actor, Damián es disciplinado. Su método va en etapas: una primera lectura del guión, una charla con el director y una investigación de fondo. Si su personaje es salvadoreño o colombiano, se va un mes antes para vivir como ellos: estudia a la gente, la mira y la escucha. No imita. Se pone la piel del personaje, como un taxidermista que procura cada detalle. “Cuando llegas frente a cámara, ya no hay manera de trabajar. Si no estás ahí, estás perdido”, dijo. Pero la magia ocurre, en todos los casos.
Su trabajo es tan notorio que lo ha llevado a participar en producciones de toda Latinoamérica, interpretando magistralmente personajes disímbolos. Incluso fue invitado a interpretar al manipulador Lord Sopespian en Las crónicas de Narnia: El príncipe Caspian (2008), que filmó en Praga y Eslovenia, aprendiendo a montar a caballo y portando una armadura de veinte kilos.
“Trabajar con él es de lo mejor que te puede pasar —dijo Joaquín Cosío—. Lo digo sin halago fatuo: es un actor muy generoso que no duda en trabajar a tu lado”.
Alcázar no existe en una esfera aparte, la del actor consagrado. Tal vez por eso lo llaman un hombre en plena madurez como histrión. Sin embargo, no le tira a Hollywood. No es ése su objetivo. Tampoco tiene planeado escribir y dirigir en el futuro, como parece dictar la moda. Piensa siempre en términos actorales, porque lo tiene en la sangre: no podría imaginarse de otra manera. Le gustaría, eso sí, trabajar con Jorge Fons y Guillermo del Toro, o con los Coen y Scorsese. Pero sus favoritos son, lo dice siempre, Cazals y Estrada. “Son absolutamente opuestos: Felipe es muy puntual y disciplinado, tanto que no tenemos una hora extra en el set porque él lo organiza todo. Con Luis, en cambio, es un día de campo y una fiesta; todo mundo está feliz y jugando, porque resuelve todas las dificultades con una sonrisa”.
Todos los proyectos en los que Alcázar se involucra tienen algo en común. Son, de alguna manera, reflejos de una realidad inmediata
¿Qué hay en el futuro?, le pregunté. A mitad de la sesión de fotos, todos los del equipo nos metimos a un restaurante del pueblo. Damián pidió una cerveza y ordenó lo que la mesera le sugirió. Damián está más preocupado por un país menos violento que por conseguir una estatuilla dorada. Por eso me respondió, mientras comía con gusto: “Seguir trabajando”.
“ESTA VIDA, Y NO CHINGADERAS, ES EL VERDADERO INFIERNO”
En una parte de El infierno, Benny García le pregunta a su sobrino qué quiere ser de grande. Decidido, el adolescente contesta: “¿Pus qué otra cosa? ¡Un chingón como mi papá!”. El papá es un narco al que mataron “como a un perro”. Pero eso poco importa, porque gran parte de El infierno se va en enaltecer, de boca de quienes lo conocieron, las virtudes del Diablo García.
¿Pero es El infierno una apología al narco? De lejos, casi lo parece. Los dos personajes principales, a pesar de ser asesinos a sangre fría, resultan entrañables. Se avientan frases de antología que ponen el dedo en la llaga y retratan todo lo que sabemos, pero como por encima: de los cuerpos “pozoleados” a los bautizos de pistola, de la presión de los presidentes municipales a los actos cívicos de los narcos que ponen escuelas y hospitales en los pueblos donde viven. Pero así mirados, los narcos parecen hacerlo sólo por su familia. Por la promesa de una vida mejor.
“Los jóvenes que se meten de sicarios ya no volverán a trabajar en una fábrica porque les van a pagar una mierda. Y ellos saben que la vida es corta, pero no importa, porque van a tener mujeres, nave y la mamá no va a sufrir de pobreza”, dijo Damián. La película es tan fuerte que la pregunta vital surge: ¿Cómo logró ser financiada por el Conaculta y aparecer en el paquete de películas que celebran el Bicentenario, si su sentencia es clara: “No hay nada qué celebrar”?
“Hay una explicación. Hubo un certamen en el que se podía competir libremente por los temas, Luis metió su historia y ganó. Después hubo reticencias para darle el apoyo porque, según ellos, no tenía nada que ver con el Bicentenario ni con el Centenario. Yo creo que todo lo contrario: se habla de un México 200 y 100 años después”. Además, dijo, siempre habrá gente crítica y consciente en estas instancias gubernamentales que lucharán por estos proyectos. Las circunstancias recuerdan a las del estreno de La ley de Herodes, que gracias al veto obtuvo una publicidad maravillosa. Esta vez, decidieron darle luz verde tal vez con el objetivo de ufanarse de la libertad de expresión de la que ya Fox se enorgullecía tanto. Pero la película continúa en cartelera, sin publicidad más constante que la que se da de boca en boca.
Me dijo que ha hecho 16 óperas primas. Confía en los nuevos directores y siempre queda maravillado con los resultados
Al romper la tarde nos dirigimos a las ruinas de una hacienda. Llegando, nos encontramos con un grupo de bandoleros revolucionarios. Estaban grabando un programa con tema western para la televisión por cable bajo la dirección de Roberto Gómez Fernández, el hijo de Chespirito. Cuando vieron a Damián le gritaron emocionados: “¡Benny!”. Luego nos lo robaron para tomarse fotos con él. Es fácil darse cuenta de que Alcázar, aunque lo niegue, es una estrella. Entre toma y toma, mientras le arreglaban un cabello desacomodado o le ceñían algún botón, me preguntó a qué me dedico. Tiene interés por todos.
La confianza me hizo preguntarle, a bocajarro, si votó por Andrés Manuel López Obrador. “Sí voté por AMLO, pero de ninguna manera soy perredista. Aquellos términos de derecha e izquierda están en desuso, pero si tú eres consciente del país en el que vives, de la situación por la que está pasando la gente, no tienes otra opción más que inclinarte hacia la ayuda y el apoyo a las mayorías desprotegidas. A eso le llaman izquierda y, si eres sensible, no tienes otra opción”.
Luego dijo: “El PAN nos sorprendió por lo voraces. El día que ganó este señor grandote no supe si alegrarme o mentar madres. Ahora me pasa lo mismo: qué bueno que se va el PAN, pero qué pena que regresen estos otros hijos de la chingada”.
Al final del día, luego de tirar fotos en el desierto, exhaustos, todos éramos grandes amigos. Damián no quería que nos fuéramos. “Quédense; vamos por unas chelas, damos una vuelta por el pueblo”, nos dijo por la noche, cuando fuimos a dejarlo a su casa. Damián renta un departamento modesto y no tiene coche.
Al día siguiente, Damián se iba a Costa Rica para hacer promoción y planeaba llegar al aeropuerto internacional en autobús. De pasada, nos dijo que tenía que ir a recoger su ropa a la lavandería. Entonces me acordé del culto a la chingonería de El infierno. Y pensé que Damián, con todas sus contradicciones, su talento, su personalidad generosa y hasta elegante, su buen tino de comediante y su sensibilidad extraordinaria, no es otra cosa que un chingón. Uno de los buenos.