En noviembre del año pasado, el escritor y guionista argentino Alan Pauls dictó la conferencia Probar otra vez. Fallar otra vez. Fallar mejor, sobre escribir y corregir (o reescribir) en la literatura y el cine. Lo hizo en la madrileña Casa de América dentro del 17º CDPCI – Curso de Desarrollo de Proyectos Cinematográficos Iberoamericanos, que cada año convocan el Programa Ibermedia, la Fundación Carolina y el ministerio de Cultura de España. Dado que estos momentos excepcionales son propicios también para aventurarse en la escritura o corrección de un guión cinematográfico, nos permitimos publicar la versión transcrita de la conferencia. Para quienes prefieran ver y escuchar a Pauls antes que leerlo, al final incluimos el enlace a la grabación en video que Casa de América ofrece en su canal de YouTube.
Probar otra vez. Fallar otra vez. Fallar mejor
Por Alan Pauls
¿Por qué es tan difícil corregir? ¿Por qué es más difícil corregir que escribir? ¿Por qué aun sabiendo que lo que hemos hecho tiene problemas no nos satisface, no satisfará tampoco a quien sea que nos propongamos hechizar: editor, director, productor, amante? ¿Por qué una vez que ponemos el famoso punto final —famoso básicamente porque, como todos sabemos, de final no tiene absolutamente nada—, por qué, digo, cerramos el archivo y temblamos, nos estremecemos de pereza y de terror ante la mera idea de tener que volver a él y abrirlo y corregirlo?
Es una experiencia que todos los que escribimos hemos tenido. Un clásico de las tutorías de guión y de las clínicas de escritura creativa. El guión esta ahí, la novela o el libro de relatos están ahí, pero el tiempo y el trabajo que exigió escribirlos —patente en todas esas páginas, capítulos, frases, personajes, flashbacks, plot points—, todo ese tiempo y trabajo no son nada, absolutamente nada, menos que nada, comparados con el tiempo y el trabajo titánicos mil veces más atormentados que se intuye que exigirá la obligación de tocarles una sola coma.
Escribirlos no ha sido fácil. Todos tenemos frescos la incertidumbre, las vacilaciones, las ideas brillantes que no duran dos páginas, las marchas y contramarchas, las perplejidades, los atolladeros, las falsas soluciones que aceptamos como verdaderas para salir de los atolladeros —ya lo corregiremos en postproducción—, el forcejeo ciego, los raptos de inspiración y lo rápido que se quedan sin combustible, la esperanza depositada en un personaje, una escena, un truco que fracasan, la desesperación por la trama que no avanza, el clima que no termina de sentirse, el tema que no se deja tratar. Y, sin embargo, qué idílico nos parece ahora ese calvario, qué clementes y didácticas sus amarguras comparadas con lo que nos espera, el glaciar, el Aconcagua, el Himalaya impenetrable y levemente sarcástico de lo que debe ser corregido.
El miedo del que escribe ante la cosa por corregir —le robo la expresión al Peter Handke de mucho antes del premio Nobel, el Handke del bellísimo El miedo del arquero ante el tiro penal— tiene dos patas y las dos se apoyan en esa escuela de zozobra que se llama tiempo. Nos aterra la idea de corregir porque es lo que no ha sucedido todavía, porque es lo que nos espera, porque se abre ante nosotros como un paño de vida amplio y desconocido y sembrado de hilos húmedos que nos rozan la cara como babas de un pequeño animal que nadie ha logrado nombrar todavía. Eso en cuanto al temor.
En cuanto al estupor, a ese escándalo que acompaña al temor cuando entendemos que sí, que efectivamente no tendremos más remedio que corregir, el fenómeno es más que razonable. Hemos trabajado, hemos inventado, construido, dialogado. Ya hemos escrito. ¿Tenemos encima que corregir? Pero el temor que inspira la corrección futura, ese picar piedras de sentenciados que ya vemos despuntar en el horizonte, cuando lo único que querríamos es festejar, festejar que hemos escrito, festejar que hemos terminado de escribir, tiene otra pata, y es la pata puesta justamente en el pasado, en lo que ya escribimos. Nos aterra, pero sobre todo odiamos corregir, lo odiamos con toda la fuerza de la que somos capaces, toda la que nos queda después de habernos pasado semanas, meses, años escribiendo, porque corregir nos confronta con nuestro vicios, nuestras comodidades, nuestra pereza y con el repertorio de coartadas grotescas que nos hemos dado para evitar que nuestros vicios nos avergüencen, y porque puede que al ponernos a corregir —es lo más probable— comprendamos lo que nos congelaría la sangre de espanto: que lo que hicimos no funciona, no hechiza a nadie, no servirá.
¿Habrá que hacerlo todo otra vez? Es el Momento Sísifo, umbral decisivo para cualquiera que pretenda vivir y sobrevivir escribiendo. Pero no, es peor, porque hacerlo todo otra vez no sería corregir, sería lo contrario de corregir, sería hacer otra cosa, y con la idea de hacer otra cosa vendrían otra vez la esperanza, el entusiasmo, la frescura jovial, siempre un poco loca y suicida de los comienzos. Y lo que enloquece de corregir es precisamente lo contrario: que hay que seguir haciendo lo mismo, darle vueltas a lo hecho, retocar, cambiar, ajustar, mejorar lo que ya está, lo que fue, lo que terminó. Y, como todos sabemos, si hay algo que no se puede cambiar es el pasado: lo digo yo que escribí un libro de 560 páginas que se llama El pasado.
Presento como prueba a contrario la facilidad, la fruición, la despreocupada felicidad que nos depara la corrección cuando lo que se trata de corregir es, por ejemplo, una sinopsis, o un tratamiento, o un proyecto, o cualquier clase de texto provisorio, perecedero, llamado a disolverse en el aire cuando eso que anuncia, imagina o delira se lleve a cabo. Nada más desahogado que corregir el futuro.
De modo que quienes tengan entre manos algo que corregir, como quizás empiece a quedar claro a esta altura de la velada, no están en la mejor de las situaciones. Yo diría aun más, como decían Hernández y Fernández —no los flamantes presidente y vicepresidenta electos de la Argentina, sino el dúo de torpes tautológicos investigadores privados que se abren paso a los porrazos por el mundo de Tintín—: quienes tengan entre manos algo que corregir están en una situación imposible. Tienen miedo de corregir por la tarea que se les avecina, no soportan tener que corregir porque no quieren tirar por la borda el trabajo que ya hicieron, y saben que corregir es una exigencia demente, porque el pasado es lo que es y no tolera cambios. Pero corregir es imposible en el mismo sentido en que se dice siempre que es imposible, por ejemplo, traducir. No hay, no puede haber, no habrá jamás relación de equivalencia alguna entre la lengua de la que se traduce y la lengua a la que se traduce. Y sin embargo la exigencia persiste: es preciso traducir; y sin embargo las traducciones continúan, proliferan, se multiplican todos los días. La lección —que es nuestro alivio, quizás el único que esté a nuestro alcance— es que nada hace posible tantas cosas nuevas como una situación imposible.
Hay que corregir, pues, aunque el terror nos paralice, la indolencia nos clave a la cama y el escándalo no nos deje dormir. Lo sabemos muy bien, por otro lado, como lo demuestran las cientos de carátulas de guiones que debajo del título, a veces en un cuerpo tipográfico mayor que el del título, subrayado y en negrita, no se privan de aclarar qué versión del guión es la que nos disponemos a leer: tercera versión, sexta versión, versión XIV, así, en números romanos, de modo que la cifra haga cierto bulto, pero el lector —probablemente formado en la cultura de las calculadoras digitales de los teléfonos celulares— nunca esté seguro de saber cuánto.
Importa poco que el número de la versión sea verdadero o no. Se consigna la cantidad de versiones de un guión como evidencia del monto de trabajo invertido en él, lo que muchas veces —una vez leído el guión— hace añorar lo que podría haber sido si su autor o autora no hubieran trabajado tanto. Pero el número de versión es también el testimonio de una pena cumplida; se consigna qué versión es como el culpable consigna los azotes que se propinó o los años de reclusión a los que se condenó, para decir: “¡Basta, hasta aquí llegué, no puedo corregir más!”.
Hay, pues, que corregir. Quiere decir que corregimos, que corregimos todos los días y que corregimos todos: los genios y los mediocres, los iluminados y los perdidos, los trabajadores concienzudos y los fumones. Algunos corrigen por escrúpulo artístico, por fidelidad o sumisión a la forma, al estilo, la organicidad o cualquier otra dominatrix que sobreviva decrépita pero siempre en vilo de la era en que escribir —el arte en general— era una práctica específica dotada de condiciones, leyes y exigencias propias. Otros corrigen para complacer, a veces anticipando las demandas implícitas o explícitas de cierto destinatario externo, más o menos individual, más o menos institucional, portador de un deseo personal o portavoz de expectativas más generales: el Cine con mayúsculas, la Literatura, el Mercado, la Taquilla, el Target A/B/C-1, la Gloria, etcétera.
Quiere decir que, mal o bien, soldados del arte o de la industria no nos quedamos de brazos cruzados y corregimos. La cuestión, se me ocurre, es cómo lidiar con una situación que consideramos imposible sin que terminemos siendo sus víctimas. En otras palabras, cómo dejar de pensar la corrección como un trabajo forzado a mitad de camino entre la condena y la penalidad, la approbation y la expiación, y empezar a pensarla como una fuerza, una posibilidad, una potencia tan creativa, tan de invención e imaginación como cualquiera de las fuerzas que se ponen en juego en el momento de escribir.
A fin de cuentas, ¿no demostró alguien como Marcel Proust que corregir podía ser también un arte tan riguroso y sofisticado como el arte de la escritura? Como se sabe, Proust era asmático y recluso y tenía una sensibilidad enfermiza para con los sonidos. Escribía en la cama, al menos a partir de 1907 cuando empieza En busca del tiempo perdido, con pluma o lápiz, en cuadernos escolares de cien o doscientas páginas. Sólo Del lado de Swann ocupa setenta y cinco cuadernos. Sus manuscritos, tan famosos casi como el libro monstruoso en el que desembocaron, porque además de literarios son cien por cien plásticos, son la pesadilla ideal del editor más valeroso. No hay página de cuaderno que no esté emparchada, tapizada, prácticamente tapiada por capas y capas de lo que los bibliómanos y los genetistas llamarían “paperol”. Las paperol de Proust, que eran unos parches de papel bastante desprolijos donde Proust agregaba cosas nuevas al material ya escrito y que después pegaba directamente sobre el cuaderno, casi hasta ocultar el material original.
O el caso de James Joyce, otro acumulador compulsivo, para quien corregir era casi más sublime que escribir —si es que había en él alguna diferencia entre una cosa y otra— y por supuesto, felizmente, era una tarea infinita. Había primero un borrador del capítulo al que Joyce agregaba las notas que guardaba en pequeñas libretas que llevaba en el bolsillo de su chaleco, y que sacaba y usaba en cualquier momento para sorpresa y muchas veces disgusto de quienes estaban con él y tarde o temprano se descubrirían en algunos de sus libros. Pasaba en limpio el borrador final y se lo daba al mecanógrafo, que hacía tres copias, una original y dos en papel carbónico. Joyce volvía a engordar una o dos de esas copias y luego le enviaba la versión que más lo conformaba a su amigo Ezra Pound, que despachaba el texto a revistas como The Little Review o The Egoist. Más tarde, con el Ulises, Joyce no cambió de mañas; al contrario, optó por extenderlas a la fase editorial, como si corregir fuera movilizar un ejército para colonizarlo todo. Todo lo que antes hacía con las copias lo hacía ahora con los tres juegos de galeras que le enviaba su editor, corrigiendo, cortando y pegando, a veces durante semanas, posponiendo una y otra vez el punto final. “Me parece bien pasar a la posteridad como un hombre de tijeras y pegamento”, dijo una vez. “Es una descripción dura, pero no injusta”.
Así negociaban dos de los más grandes escritores del siglo XX su propio cóctel de miedo, hartazgo y escándalo ante la situación imposible de la corrección.
La clave en ambos, aunque cada uno tiene su fantasma propio bien idiosincrático, es desculpabilizar la corrección. No corrigen porque se equivocaron, o porque no dieron todo lo que podían dar, o porque llegó la hora de resolver los problemas que no supieron resolver mientras escribían. Tampoco corrigen para mejorar, para acercarse un poco más a algún ideal de belleza remoto pero impaciente. Corrigen porque no pueden parar de escribir, punto. Así, la corrección ya no es la higiene de la escritura, es su continuación por otros medios, como la guerra lo era para la política según Carl von Clausewitz, cabo del ejército prusiano.
No corregimos para rectificar, colmar, ordenar o adecuar, como si llegados al final de una versión volviéramos a someternos a la autoridad de la que algo —distracción, cobardía o la mera curiosidad de la traición— imperdonablemente nos apartó. Corrigiendo no somos la policía de lo que escribimos; somos, podemos ser, al contrario, la fuerza que definitivamente lo libera, lo multiplica y lo potencia. De ahí la boutade según la cual un libro no deja de corregirse porque se haya llegado a un punto de satisfacción, sino simplemente por cansancio. La ecuación es clara: hay corrección porque no hay ni puede haber satisfacción.
Tal vez habría que extirpar de la palabra corrección todo lo que la liga fatalmente a la moral del bien. La corrección culpabilizada supone siempre un “deber ser” contra cuya vara medimos nuestros logros y nuestras imposibilidades. No importa la instancia en la que se encarne los manuales de Sydney Field —un tutor de guión severo, el top five de las palmas de oro del Festival de Cannes—, la poética política que debería corresponderle a la región del mundo donde se escriba o el cuartel general algorítmico de Netflix, su función siempre es la misma: discriminar virtudes de vicios, eficacia de incertidumbre, necesidad de lujo, concentración de digresión, equilibrio de exceso. Premiando a los primeros, dese luego, y condenando a los segundos al ostracismo.
Pero imaginemos por un momento esa política sanitaria aplicada a En busca del tiempo perdido o al Ulises; o a los primeros guiones de Charlie Kaufman; o a la trayectoria errática de la que cuelga una película como Alemania, año cero, de Rossellini; o a la lisergia invertebrada de todo el cine de David Lynch, incluido Twin Peaks, sin cuyas incongruencias prodigiosas el mundo-serie seguiría siendo el primo vulgar del cine que el cine le permitió ser; o a la prosa de Samuel Beckett, de donde procede el bello grito de guerra que preside estas palabras: “Probar otra vez, fallar otra vez, fallar mejor”. Beckett, que, dicho sea de paso, fue secretario de Joyce, de quien probablemente haya aprendido mucho de lo que sabía en materia de desobediencia, no llamaba a corregir esa precaución que nos preserva del abismo, sino a lanzarse de cabeza en la oscuridad —la propia, en primer lugar— y, en el mejor de los casos, a ser los mejores artistas del fracaso posibles.
¿Pero qué quiere decir en este contexto fallar? ¿Cómo equivocarse podría ser no el accidente desdichado que la corrección, siempre vigilante, enmendaría justo a tiempo, antes de que arruine todo el resultado, sino un camino o, mejor dicho, el camino?
Volvamos a Proust y a Joyce, otra vez. Volvamos al concepto de la corrección como continuación de la escritura por otros medios, en otros campos, a través de otras dimensiones.
Hay algo sin duda bastante tortuoso en la desmesura con que Proust y Joyce añadían texto a los textos que escribían, por otra parte, ya bastante desmedidos. Algo empecinado y hasta perverso, como si el placer de escribir en el fondo fuera sólo la antesala, la preparación de un placer mayor: el más insidioso y desubicado placer de la corrección, tan fuera de control, que por momentos amenazaba la integridad misma del cuerpo del texto al que afectaba.
Los editores, pobres, trataban en vano de frenarlos. De acuerdo, decían, pero ésta es la última, la última galera, la última tanda de paperol. ¿Y ellos? Nada, como ciegos, entregados a esa perdición que ni siquiera deseándolo hubieran podido acotar. Esa perdición es el “fallar” del que habla Beckett, ese terco tropezar con la misma piedra.
“Otra vez”, escribe Beckett. “Probar otra vez, fallar otra vez”, escribe. Porque no se trata sólo de fallar. Fallar una vez falla cualquiera; total, ahí esta la corrección, para encarrilarlo de nuevo y devolverlo al redil: “Agregá el turning point que falta, sacá las diez páginas que le sobran al acto uno, eliminá las voces en off, menos charla y más acción, dale más fuerza al remate”. No, hay que fallar una y otra vez, siempre, como si no hubiera otra manera de hacer las cosas. Porque la repetición es la evidencia de que la falla no depende de la voluntad: no se elige y, por lo tanto, es inútil procurar aplacarla, encausarla o detenerla.
Pues bien, ese error en el que no dejamos de caer no es cualquier error. Es nuestro error, tiene la forma y la consistencia y el sabor y la temperatura y el ritmo de nuestro deseo, nuestra imaginación, nuestras alucinaciones, nuestras ideas descabelladas sobre escribir y sobre el mundo sobre el que escribimos.
Es lo mismo que pasa con un síntoma, cualquiera sea: insomnio, alergias, problemas de piel, esos pequeños rituales sin los cuales nos cuesta salir un poco a la calle. Un síntoma es esa piedra, tropezamos con él sin elegirlo y, sin embargo, no se nos impone exactamente, no es algo que nos sea del todo ajeno. Entre el síntoma y yo hay una afinidad secreta, una especie de comprensión íntima, silenciosa, un poco abyecta, que a menudo recién se manifiesta cuando el síntoma desaparece o simula desaparecer y yo, en vez de celebrar, me deprimo. ¿Por qué me deprimo? Porque con el síntoma pierdo un goce esencial, tan esencial que no puedo no entregarme a él. Y hay básicamente dos políticas posibles con el síntoma.
Una, la expeditiva, es eliminarlo, que es lo que recomienda la mayoría de los médicos, es decir, la mayoría de las fuerzas correctivas en el campo del cuerpo. Conocemos la canción: antialérgicos, ansiolíticos, somníferos, etcétera. No me gotea la nariz, duermo mejor de noche, no siento ese agujero en el estómago cuando cruzo la calle y me doy cuenta de que no bajé las persianas. Pero la vida es insípida y tiene menos sentido que antes. La otra, la política perversa, digamos, es seguir al síntoma, seguirlo como se sigue una pista que nos está dedicada sólo a nosotros. Pensarlo no como un contratiempo desdichado, exterior, extirpable, sino como una suerte de huella digital, un signo que dice algo particular, muy particular de la relación que tenemos con el mundo. La pregunta se cae de madura: ¿Nos vamos a curar siguiendo a nuestros síntomas? La respuesta cantada: Queremos escribir, no curarnos, y escribir es seguir el rastro de nuestros síntomas.
Como diría un falso mártir cristiano, abrazar la piedra con la que tropezamos. O, más freudianamente, gozar de ella.
“No sé hacer dialogar a los personajes”. “Tengo problemas con los finales”. “No tengo idea de cómo pasar de una escena a otra”. “Siempre escribo sobre los mismos temas”. “No cuento, explico”. “Cuento, no muestro”. “No sé qué dejar y qué sacar”.
Conocemos de sobra esos lamentos, conocemos de sobra las caras de hartazgo, el desconcierto, la desolación que los acompañan. Y, sin embargo, bien mirados, ¿no podríamos leer ese decálogo de imposibilidades de otra manera? ¿No podríamos leerlo al revés: no como un inventario de déficits, que es como los presentan los manuales de guión o los talleres de escritura creativa, sino como la descripción en negativo, culpable, judeocristiana me atrevería a decir, de ese arsenal de perversiones con que Proust, Joyce, Beckett y muchos otros escritores decidieron hacer algo imprevisto con la literatura, algo que sólo ellos podían hacer, porque lo que los llevaba a hacerlo era precisamente una cierta piedra con la que no dejaban de tropezar, una cierta manera de tropezar con esa piedra y, lo más importante, una manera absolutamente propia de gozar tropezando una y otra vez con ella?
Digo Proust, Joyce y Beckett porque son peces gordos, intachables, que ningún pelafustán con ínfulas de corrector osaría a poner en duda. Aunque en su época muchos contemporáneos —André Gide a Proust, sin ir más lejos— les hubieran objetado los mismos problemas que la industria de la corrección se ofrecen hoy a remediar con sus paquetes de soluciones. Pero digámoslo ya, digámoslo de una vez: no hay soluciones. Ningún problema verdadero tiene solución, por eso precisamente es un problema, y eso vale tanto para el llamado problema de la droga como para el drama de alguien que quiere escribir o filmar y no sabe cómo terminar una historia o da demasiados detalles o le cuesta construir intrigas. La solución no es buscar/pedir/creer en soluciones. La solución, la única solución, es profundizar el problema, desplegarlo como un mapa, porque es eso un problema: el mapa de una cierta manera de hacer algo con un lenguaje.
Digo Proust el pesado, el asmático cuyas frases respiran a lo largo de páginas y páginas, el frívolo que se pierde en detalles irrelevantes, el que no hace avanzar la acción, el que la retrasa, la olvida, la contradice.
Digo Joyce el enciclopédico, el ilegible, el que más que escribir quería inventar una lengua única que sólo él pudiera hablar y entender; Joyce el autista, el psicótico, el autor de Finnegans Wake, el único libro innegociable de la historia de la literatura occidental.
Digo Beckett el tartamudo, el inmóvil, el que no va para atrás ni para adelante, el que se hunde, el que se cansa, el que escribe para ir hacia el silencio.
Pero también podría decir Robbe-Grillet el a-narrador, el enfermo mental de la descripción, la enumeración, las microscopías alucinadas, el fanático de la no acción y el tiempo presente.
Podría decir Copi el atolondrado, el espídico, el que no sabe graduar, el desequilibrado, el incongruente, el de los personajes que hablan todos igual, todos guarros, todos depravados, todos mártires, sean carniceros, poetas de provincia, dealers o transexuales en ácido.
Podría decir cineastas también, por qué no. Podría decir Marguerite Duras y sus películas hechas sin imágenes, sólo con palabras y voces lentas como una flor lenta, clavadas en un trauma que no las deja avanzar. Podría decir el primer Almodóvar y sus cortes brutales como hachazos, sus saltos narrativos y sus resoluciones forzadas de fotonovela, su debilidad por la digresión, lo impertinente, el éxtasis de la nimiedad. Podría decir Rossellini el amnésico, con sus ficciones ínfimas, mareadas, sin brújula, arrastradas por el hilo tenue de un vagabundeo caprichoso. Podría decir David Lynch el despistado, el que pierde todas las claves, el que filma sin entender su propio guión, el que hace comedia creyendo hacer tragedia y tragedia creyendo hacer comedia.
¿Qué emparenta a toda esta gente? ¿Qué tienen en común? Yo diría: son personas con problemas, muchos problemas en algunos casos, que tuvieron quizá una única gran lucidez: la clarividencia, recatada y ambiciosa a la vez, que de allí en más les serviría para el resto de sus vidas de artistas. La clarividencia de preguntarse si esos problemas no serían en realidad lo único que tenían. O no lo único, sino lo más propio y lo más precioso que tenían.
“No soy original”: otro lamento habitual, importantísimo, aunque pocos se atrevan a confesarlo y prefieran decir con la sospechosa humildad de los buenos alumnos, que se conformarían con hacer “productos bien hechos”, “contar historias bien contadas”, “entretener”. Okey, busquen soluciones y harán productos bien hechos, corrijan según el dogma sanitario en boga y contarán historias bien contadas, eliminen sus problemas y entretendrán, pero originales no serán, eso seguro, porque lo único que nos hace originales son los problemas que tenemos.
Proust y Joyce parodiaban la corrección a la manera japonesa, corrigiendo de más, corrigiendo hasta por los codos, hasta inundar a correctores de estilo y de pruebas y a sufridos editores con olas y olas de correcciones que nadie, ni siquiera ellos mismos, habían previsto. No es la única manera. Otros, más contemporáneos, más conceptuales, tienen la estrategia inversa: no corrigen. Pienso, por ejemplo, en un compatriota: en César Aira. Es fama que Aira, dicho por él mismo, no corrige. “Se nota”, replicaban hace algunos años sus no pocos detractores, sin darse cuenta de que llegaban tarde a la fiesta, a la fiesta que el mismo Aira les había servido en bandeja. Además de cierta laxitud de estilo y el vicio de publicar mucho —dos debilidades que, con razón, los detractores encontraban que estaban conectadas—, lo que le objetaban era básicamente que fuera arbitrario, y la arbitrariedad, como sabemos, es la aberración, el pecado original, el crimen de lesa humanidad en el que se montan todos los problemas que tiene minuciosamente tabulados la industria de la corrección.
Aira el arbitrario se daba el lujo de hacer que todos sus personajes —un poco como los personajes de Copi— hablaran como filósofos o como expertos en física cuántica, no importa que fueran adolescentes de villas miseria, jubilados que reparten pizza domicilio o perros. Y se permitía, también, resolver los desenlaces de sus novelas sin ningún criterio de organicidad, con acrobacias y portentos de último momento, unos más disparatados e inverosímiles que otros, que nada en la novela hacía prever ni, por supuesto, justificaba.
Aira, en una estrategia también novedosa, no criticaba a sus críticos ni se defendía. Lo reconocía todo, pero sin culpa, como se reconoce una especie de fatalidad de orden natural. Decía que sí, que sus personajes hablaban como le reprochaban que hablaran, y que sus finales en efecto no podían ser más antojadizos, pero que así sucedían las cosas en él cuando escribía. Los errores que le achacaban Aira no los rechazaba ni les quitaba importancia. Los convertía en conductas fatales, compulsiones sin alternativa, formas de hacer que podían resultar chocantes o aun provocativas, pero que un su mundo eran perfectamente naturales e inevitables.
Los errores que le enrostraban sus detractores eran su piedra, su tropezar contra su piedra, su goce de tropezar contra su piedra. Y Aira, con esa irritante despreocupación de impostor zen, decía: “¿Para que voy a corregir? Sigo escribiendo. La novela que viene corregirá la que pasó, y así sucesivamente, o no”. Es en ese sentido que la compulsión de Aira a publicar mucho todo el tiempo, libros de todos los tamaños, en toda clase de editoriales, países, lenguas, adquiere una importancia crucial, tan crucial como era para Proust o Joyce la compulsión a saturar de correcciones sus propios libros y, en el mejor de los casos, el mundo.
Proust y Joyce no paraban de corregir para seguir escribiendo. Aira no corrige para no parar de escribir. Pero sus vicios no son problemas que deben ser solucionados, son piedras de toque de una poética.
El otro que no corrige es Karl Ove Knausgård. Otro, por lo demás, que tampoco hace falta que confiese que no corrige: a tal punto los seis tomos de su libro Mi lucha atraen a los gritos el mismo tipo de objeción que alguna vez suscitaron los de Aira: descuido, indolencia, desequilibrio, falta de unidad de estilo y de tono, etcétera. Como Aira, Knausgård había adivinado las críticas antes de que los críticos se las hicieran. Como Aira, también, no las niega, no entra en polémica con ellas ni con el conjunto de valores que las respalda. La diferencia con Aira es que Knausgård siente la necesidad de justificarse y se justifica en el mismo libro, en el título mismo de su libro: Mi lucha, en efecto, no alude tanto al panfleto hitleriano como al calvario que de algún modo vertebra los seis tomos del libro, el calvario de un escritor al que todo parece impedirle escribir. Ésa es la lucha. ¿Y cómo alguien embarcado en contar una lucha semejante en seis tomos podría ocuparse de cosas como la unidad del estilo y el tono, el equilibrio y la pertinencia o impertinencia de la información?
Knausgård no corrige y, como Aira, se fuga hacia delante. No corrige para seguir escribiendo y, al seguir escribiendo, al sostenerse en una duración, es decir, en cierto goce repetido de tropezar con la misma piedra, su abstinencia de corrección termina encontrando un lugar dentro del sistema, un lugar que quizá no tenía antes, un lugar como de núcleo vivo, de principio poético. Es cierto que el estilo desfallece, que campea el aburrimiento, que hay miles de páginas de más. Lo interesante, sin embargo, es que nada de eso tiene importancia en tanto negligencia, incompetencia o error. Tiene importancia en tanto motor de una larga duración que vuelve irrelevantes nociones aparentemente inobjetables como estilo, homogeneidad, dominio del material, unidad de tono, etcétera, y las vuelve tan irrelevantes que ya ni siquiera estamos en condiciones de contestar las preguntas más idiotas. ¿Es bueno Knausgård o es malo? ¿Es novela lo que hace o es autobiografía? ¿Es literatura lo que escribe o qué? ¿Me tengo que tragar los seis tomos o con uno basta? Y uno, ¿cuál?, ¿el primero, el último? No lo sé. ¡No lo sé! No me lo pregunten más. Sólo se que es una experiencia adictiva y que quizá sea más interesante eso, toda una aberración para los protocolos de la literatura de calidad, que perder el tiempo tratando de contestar preguntas idiotas. Sólo sé que Knausgård, a su manera no hizo más que cumplir al pie de la letra con la exhortación que encabeza estas líneas, santo y seña de todo artista que se niegue a ser esclavo. Probar otra vez. Fallar otra vez. Fallar mejor.
Muchas gracias.
Conferencia dictada en la Casa de América de Madrid, el viernes 8 de noviembre de 2019.