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Luis Ospina, las ganas de hacer cine

Cada cierto tiempo aparece en esta web el nombre del caleño Luis Ospina. Lo mencionaba, por ejemplo, Laura Mora en la entrevista que le hicimos a propósito de Matar a Jesús, su monumental ópera prima. Al preguntarle cómo había encontrado a la protagonista de su película (una chica que jamás había actuado hasta entonces) nos dijo que en una sala de cine viendo Todo comenzó por el fin, el documental de Ospina sobre Andrés Caicedo, Carlos Mayolo y él mismo, núcleo fundacional del Grupo de Cali, o “Caliwood”, el movimiento que revolucionó el cine colombiano en las décadas del setenta y ochenta. Tiempo atrás, en una hermosa crónica sobre su experiencia en el segundo Taller Andino de Ideas organizado en la ciudad de Lima por Ibermedia, la cineasta peruana Sofía Velázquez recordaba cómo había reaccionado a la noticia de que Ospina estaba entre los maestros del taller. “Cuando llegó el correo que decía que me aceptaban en el Taller Andino, pensé: «Nunca me aceptan en nada y, cuando pasa, es en mi propia ciudad»”, se sinceraba Velázquez, para luego añadir: “Cuando me enteré del programa del Taller, me entusiasmé. Los asesores convocados para esta edición estaban todos geniales, pero yo leí en la pantalla «Luis Ospina» y me emocioné muchísimo”. He aquí dos ejemplos de lo fundamental que ha sido Ospina en la historia reciente de la cinematografía latinoamericana, y la razón de nuestra tristeza al enterarnos de su fallecimiento la semana pasada. Quizá lo mejor sea buscar refugio en las palabras de Álvaro Serje Tuirán: “Luis Ospina no ha muerto, no hay que dejarlo morir”.
*En la foto, Luis Ospina retratado en 2009. © Karen Lamassonne.

La filmografía de Luis Ospina abarca una treintena larga de títulos, entre cortos y largometrajes, aunque quizá nos quedemos cortos. Están sus clásicos, desde Oiga, vea (con Carlos Mayolo, 1971), su primer cortometraje documental rodado en Cali; Agarrando pueblo (también con Mayolo, 1978), un falso documental que denuncia la forma mercantilista de documentar a través del cine la miseria (la “porno-miseria”) en América Latina; la película de “terror” (muy a su estilo) Pura sangre (1982); En busca de María (con Jorge Nieto, 1985); Adiós a Cali / ¡Ah, diosa Kali! (1990); Nuestra película (1992), sobre el pintor Lorenzo Jaramillo; Soplo de vida (1999); La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo (2003); Un tigre de papel (2007); o el ya mencionado por Laura Mora, Todo comenzó por el fin (2015).

En su cine no cabía todo (no cabía, por ejemplo, lo que él llamó alguna vez “la cultura de la oficialidad”), pero situado en los márgenes podía abordar con igual pasión y conocimiento y un extraordinario dominio de la técnica géneros tan dispares como las películas de vampiros, el policial como exploración de una verdad que está más allá de los giros de la trama evidente y, por supuesto por encima de todo, el documental como una forma de dialogar con la cultura popular, la literatura y las artes plásticas. Todo con un ácido y lúcido sentido del humor.
Formado en Estados Unidos, en las universidades del Sur de California (USC) y en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), además de cineasta fundó también junto a Andrés Caicedo, Carlos Mayolo y demás miembros del Grupo de Cali el Cine Club de Cali y la revista Ojo al cine. También publicó crónicas, ensayos y críticas en El Malpensante, Cinemateca, KinetoscopioNúmero. En 2007 reunió parte de sus escritos en el libro Palabras al viento. Mis sobras completas, y en 2011 apareció el libro-homenaje Oiga/Vea. Sonidos e imágenes de Luis Ospina, firmado por varios autores.

A continuación nos permitimos reproducir un par de fragmentos de los muchos textos que se han publicado tras la noticia de su fallecimiento. No sólo para recordarnos que su legado sigue ahí, sino porque hoy más que nunca deberíamos regalarnos el placer de volver a visitarlo. Como quien visita a un amigo. Mejor: como quien se deja invitar por un gran amigo a ver juntos una película sabiendo que ésta nos puede cambiar la vida.
“Luis Ospina debe andar por ahí con su cámara. Poniendo el ojo donde nadie quiere mirar, escuchando a los que nadie quiere escuchar. Nunca le importó pasar por incomprendido, ni le importaron los duros golpes que en algún momento recibió de  la crítica, las audiencias o el «establecimiento». Nunca se traicionó. Ahí estuvo siempre, con  los excluidos, con los que sobran, con los que hicieron a un lado. Todos miembros de una hermosa y honorable galería de perdedores ilustres. Porque él entendió que los perdedores son siempre más interesantes, son los que tienen las mejores historias y son ellos los que terminan construyendo el agridulce panorama de la realidad nacional”.

—Álvaro Serje Tuirán, documentalista, en El Heraldo

“Hay un plano de Oiga, vea que para mí resume buena parte de la concepción que el Grupo de Cali tenía del cine: vemos a una mujer a punto de hacer un clavado, trepada a lo alto de un trampolín. Casi una imagen apolínea sacada de una película de Leni Riefenstahl. Entonces la atleta se prepara, se concentra, da con la posición idónea y, justo cuando salta, la cámara abre el zoom, se escucha un ruido de tirabuzón de dibujos animados y de repente quedamos por fuera del escenario deportivo, rodeados por el pueblo raso que mira todo desde lejos. La clavadista ha desaparecido detrás de un muro. El trampolín vacío, como una forma remota y abstracta. // A Ospina y Mayolo les basta un solo plano para desmontar el aparato espectacular y de propaganda que significaron aquellos Juegos Panamericanos, celebrados en medio de un estado de sitio decretado por el presidente Misael Pastrana Borrero. Mirada desde nuestra óptica de hoy, cuando conocemos las obsesiones del cine posterior de Ospina, esa película se ve como algo más que una pieza de agit-prop; ahí están los zombies del subdesarrollo, las manos que se aferran a las rejas, la ciudad hechizada por los misteriosos ritos celebrados dentro de los estadios”.

—Juan Cárdenas, escritor, en El País

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