Hay un nuevo tipo de documental en América Latina. Está narrado en primera persona, apunta a los victimarios de las dictaduras y conflictos armados que azotaron el continente entre las décadas del sesenta y noventa y, más que la denuncia reivindicativa, busca encender una nueva luz sobre la verdad de los hechos. Una verdad, todo sea dicho, que es negada o silenciada sistemáticamente por esos victimarios, bien para evadir la justicia y protegerse unos a otros, o bien porque son tan escalofriantes los actos de secuestro, tortura y asesinato en los que participaron que reconocerlos supondría admitir que alguna vez fueron más monstruos que humanos. Es en estas coordenadas que toca situar El pacto de Adriana, el extraordinario debut de la joven guionista y directora chilena Lissette Orozco, un documental que fue el gran triunfador de la Berlinale 2017 y sigue sumando premios y aplausos en festivales internacionales tan renombrados como los de Chicago, Moscú o Taiwan. Ocurre que Adriana Rivas, la protagonista de la película, es su tía, la persona a la que más admiraba Orozco cuando era niña: su “ídola”, como todavía la llama. Y ocurre también que esta tía, fuerte, independiente y de mucho mundo como era, trabajaba para la temible DINA, la Dirección de Inteligencia Nacional o policía secreta del dictador chileno Augusto Pinochet. En El pacto… nunca queda claro hasta qué punto la tía participó de los espantosos actos que se imputan al comando de la DINA al que pertenecía. Ése es el gran mérito de Orozco. El lograr, pese a todos los consejos en contra que tuvo que oír a lo largo de la década en que estuvo rodando su película, que el espectador comparta primero la fascinación por su tía, luego sus dudas y finalmente que cada quien haga su propio juicio. Eso no es nada fácil, sobre todo tratándose de un documental que con su mirada particular e íntima no deja de recordarnos a todos lo brutal y asesina que fue la dictadura pinochetista. La directora estuvo hace poco en España invitada por la Casa de América para presentar su película y dar una charla sobre documentales biográficos, y tuvimos el placer de conversar largamente con ella.
Hay un nuevo tipo de documental en América Latina. Está narrado en primera persona, apunta a los victimarios de las dictaduras y conflictos armados que azotaron el continente entre las décadas del sesenta y noventa y, más que la denuncia reivindicativa, busca encender una nueva luz sobre la verdad de los hechos. Una verdad, todo sea dicho, que es negada o silenciada sistemáticamente por esos victimarios, bien para evadir la justicia y protegerse unos a otros, o bien porque son tan escalofriantes los actos de secuestro, tortura y asesinato en los que participaron que reconocerlos supondría admitir que alguna vez fueron más monstruos que humanos. Es en estas coordenadas que toca situar El pacto de Adriana, el extraordinario debut de la joven guionista y directora chilena Lissette Orozco, un documental que fue el gran triunfador de la Berlinale 2017 y sigue sumando premios y aplausos en festivales internacionales tan renombrados como los de Chicago, Moscú o Taiwan. Ocurre que Adriana Rivas, la protagonista de la película, es su tía, la persona a la que más admiraba Orozco cuando era niña: su “ídola”, como todavía la llama. Y ocurre también que esta tía, fuerte, independiente y de mucho mundo como era, trabajaba para la temible DINA, la Dirección de Inteligencia Nacional o policía secreta del dictador chileno Augusto Pinochet. En El pacto… nunca queda claro hasta qué punto la tía participó de los espantosos actos que se imputan al comando de la DINA al que pertenecía. Ése es el gran mérito de Orozco. El lograr, pese a todos los consejos en contra que tuvo que oír a lo largo de la década en que estuvo rodando su película, que el espectador comparta primero la fascinación por su tía, luego sus dudas y finalmente que cada quien haga su propio juicio. Eso no es nada fácil, sobre todo tratándose de un documental que con su mirada particular e íntima no deja de recordarnos a todos lo brutal y asesina que fue la dictadura pinochetista. La directora estuvo hace poco en España invitada por la Casa de América para presentar su película y dar una charla sobre documentales biográficos, y tuvimos el placer de conversar largamente con ella.
Escribe TOÑO ANGULO DANERI
¿Cuántos documentales sobre la dictadura se han hecho en Chile?
Millones. Llegó un momento en el que sentía que el cine chileno que más había visto en mi vida era sobre la dictadura. Por eso, cuando decidí hacer esta película, tenía un conflicto: si iba a tocar ese tema, tenía que ser desde un punto de vista muy particular, una mirada distinta. Si no, no.
En tu charla en la Casa de América presentaste una genealogía muy interesante sobre el documental centrado en las dictaduras y conflictos armados que azotaron América Latina entre los años sesenta y noventa. Cómo los documentalistas de una “primera generación” adoptan el punto de vista de las víctimas y en ese sentido hacen películas reivindicativas que buscan principalmente denunciar las torturas y asesinatos, y cómo esa mirada va girando hasta llegar a una “tercera generación”, de la que tú formas parte, que al poner el foco en los victimarios o perpetradores lo que busca sobre todo es la verdad, saber qué pasó. ¿Podrías hacernos un resumen para el lector de Ibermedia?
En resumen, ocurrió esto. En un momento, hablando con mi tía, ella me decía: “Oye, pero ya, hay que mirar para el futuro, pues. ¿Por qué siempre estamos mirando para el pasado? ¿Qué pasa, que los chilenos no quieren avanzar como sociedad? Además, nos estamos muriendo todos los que estuvimos en esa época”. A mí eso me hizo un clic y dije: “Sí, pues, pero yo soy la tercera generación. Aunque se haya muerto Pinochet sigo, como todos, hablando del mismo tema”. Me picó el bichito de la curiosidad y con esa premisa me puse a investigar. ¿Por qué si es algo que ya pasó y se supone que hay que mirar para el futuro todos seguimos hablando del mismo tema? Y no, pues, cuando se mueran todos de verdad esto no se va a terminar. Es algo que sigue pasando de generación en generación, porque yo soy la tercera, la de los nietos de la dictadura, y sin embargo no puedo dejar de hablar de lo que ocurrió allí.
Es lo que en tu charla llamabas “daño transgeneracional”, el daño que no desaparece sino que las siguientes generaciones “heredan”, por decirlo de algún modo.
Lo hablé una vez con una escritora chilena, Gilda Luongo, y ella me dijo que mi película se debía a que se traspasó el daño transgeneracional. Hasta entonces nunca había escuchado eso. Gilda me lo explicó en palabras simples, de ahí me junté con una psicóloga que tenía una tesis sobre el tema, con una socióloga, y empecé a leer más. Pero de eso no se trata mi película. En un momento yo metía una voz en off que decía: “Vengo de una familia de derecha, y el daño transgeneracional es…”. O sea, súper explícito. Ahora creo que queda claro implícitamente, no es necesario entregar tan masticada la información en una película. Pero está ahí.
Igual hay películas de la primera y segunda generación que tratan temas de la tercera. Por ejemplo, El diario de Agustín, de Ignacio Agüero [2008], sobre unos jóvenes que están haciendo una tesis en la Universidad de Chile cuyas conclusiones increpan directamente al editor del diario El Mercurio de esa época, que estuvo coludido con Pinochet y toda su policía secreta para hacer montajes de noticias para engañar a la gente. Noticias como “Una mujer apareció ahogada en la playa por un crimen pasional”, cuando en realidad la había torturado la DINA. Ese documental parte de la tercera generación, los jóvenes, que van a encarar a los editores de El Mercurio de la época, pero Ignacio pertenece a la primera generación. Él se vale de la mirada de estos jóvenes para presentar la información. Lo mismo podemos decir de La flaca Alejandra [Carmen Castillo y Guy Girard, 1994] o El mocito [Marcela Said y Jean de Certeau, 2010], que ya ponen el foco en los victimarios, pero en cierto modo los presentan como víctimas. Entonces, para mí, no quedaba tan clara esa línea que separa a los directores de una y otra generación, porque también Marcela Said, por ejemplo, pertenece a la segunda.
¿Marcela Said es la que hizo también I Love Pinochet?
I Love Pinochet, Opus Dei, El mocito, sí. A lo que voy es que empecé a hacer un análisis de las películas que se hacían y a qué generación pertenecían sus directores, pero eso lo hice ya mientras hacía mi película. No fue un análisis previo, sino que las conclusiones las saqué metiendo El pacto de Adriana en esta evolución del cine chileno sobre la dictadura. Me di cuenta de que el mismo año en que presentábamos El pacto de Adriana aparecían otras dos películas sobre victimarios. O sea, explícitamente victimarios, no victimarios presentados como víctimas. Claro, puede que en la de Andrés Lübbert, El color del camaleón [2017], el padre se vea al final un poco como víctima y en la mía no, pero en general son victimarios que asumen abiertamente que fueron perpetradores de la dictadura. Quedaba claro que se estaba produciendo un punto de quiebre y que estas películas se diferenciaban de todas las anteriores que habíamos visto sobre el tema.
Y los directores son familia de esos victimarios: ya no es una mirada “desde fuera”.
Exactamente. Es el hijo en el caso de Andrés, y la sobrina, en mi caso. Esto remarca aun más el punto de quiebre con las películas de la primera y segunda generación.
Otra diferencia que se siente al ver la película es la intimidad que tienen ustedes con los protagonistas de las historias. Son, entre comillas, “los malos”, pero ustedes están ahí, saludándolos y conversando con ellos como siempre. Lógicamente, además.
Claro, se vuelve más complejo denunciar al perpetrador. Inevitablemente hace que te plantees la pregunta: ¿cómo denunciar o, incluso, cómo no denunciar? Y la manera como respondas a esta pregunta te hace traidor o te hace cómplice: eres cómplice de tu protagonista y ayudas a limpiarle la imagen, o para él y toda tu familia serás el traidor. Ahí, Andrés y yo tuvimos que tomar una postura.
El hacer documentales sobre los perpetradores me parece fundamental porque pone en evidencia que hubo secuestros, torturas y asesinatos. Es decir, que hubo, existió, que no es mentira lo que hoy muchos pretenden negar. Pero también hace visible otro tipo de dolor: el dolor de las familias de esos perpetradores. El saber que tu tía, tu padre o tu abuelo pertenecieron al bando de los malos que, por defender al Estado o una ideología, hicieron sufrir o borraron del mapa a tanta gente inocente.
El dolor y la vergüenza. ¿Viste Sibila [2012], el documental de Teresa Arredondo? [Sobre su tía, Sybila Arredondo, viuda del escritor peruano José María Arguedas y encarcelada durante 14 años por haber colaborado con el grupo terrorista Sendero Luminoso].
No, hasta ahora no he tenido cómo verla.
Yo le escribí y le dije: “Teresa, quiero ver tu película”. Para mí era muy revelador que una sobrina le hiciera un documental a su tía. Porque si bien la tía no fue parte del terrorismo de Estado, que es mi caso, el de Andrés y de muchos más, sí fue enjuiciada y silenciada por su familia, y era un tabú hablar de ella. A Teresa le pasaba lo mismo que a mí, aunque nuestras protagonistas fuesen de bandos distintos, así que su película me sirvió full de referencia.
¿Dirías que este tipo de documentales son ejercicios de sanación? Quiero decir, ni tú ni Andrés Lübbert ni Teresa Arredondo tienen que pedirle perdón a nadie porque ustedes no tuvieron nada que ver con lo que hicieron sus familiares, pero el simple hecho de mostrarlos, de decir: “sí, el terrorismo de Estado o de ciertos grupos armados existió, nadie se lo está inventando”, es un gran gesto de cara a la sanación de sus víctimas.
En mi caso, creo que originalmente sí fue un ejercicio de sanación. Sanación para mi tía, para mí y sanación para el público que hoy va a ver la película. Pero eso no ocurrió, era demasiado utópico por mi parte creer que algo así podía ocurrir.
Lo dices por la negación de tu tía.
Por su negación para aceptar los hechos. Entonces, no existe sanación, pero tampoco existe la culpa por mi parte. La película ha quedado como ha quedado y yo siento que igual es positiva para la gente. Uno tiene que pensar que hace películas para un público, no para uno mismo, ni para la familia o los colegas. Cuando uno sale de esa dimensión personal se pone en otros terrenos. Igual me pasó que en muchos momentos sentí que quería pedir perdón por mi tía. No me corresponde, yo no viví esa época, pero lo sentía. Es terrible, porque lo sientes sólo por ser “familiar de”. Es como en The Look of Silence [Joshua Oppenheimer, 2014], cuando el chico, que es oculista, va a examinarles los ojos a unos viejos sabiendo que uno de ellos pudo ser el asesino de su hermano. Hay una escena en la que sale la hija de uno de los viejos, el chico le explica lo que pasó con su hermano y ella le pide perdón por lo que hizo su papá, con el papá presente en la escena. Allí ves el esfuerzo poderoso de una nueva generación por querer reconciliarse con su herencia histórica.
Justamente te hacía la pregunta porque quien pone sobre la mesa el discurso —y en tu película te toca a ti— sabe que ese discurso va a llegar a las víctimas.
Y tienes una responsabilidad sobre ese discurso, claro, lo entiendo. Con mi película lo que hago es confirmar que mi tía perteneció a un cuerpo, que fue una parte del engranaje de esa maquinaria que secuestraba, torturaba y asesinaba. Lo que no digo es: “Mi tía fue así de culpable”. Nunca hago ese juicio, nunca digo que ella era la que torturaba, mataba o hacía desaparecer los cuerpos, porque no sé cuán sucias tiene las manos. De lo único que estoy segura es que mi tía tiene información que no quiere decir y lógicamente yo no me podía hacer la tonta con esa información.
Mis colegas del cine tradicional me decían: “¡No, el público no tiene que hacer su propio juicio! ¡Tú tienes que tenerlo súper claro, no puedes ser ambigua, es tu responsabilidad como documentalista!”
Cuando tu tía participa de esa maquinaria es muy joven, si no me equivoco entra en la DINA con diecinueve años. Pero la película no la muestra ahí, sino cuando ya es mayor, con la madurez para reconocer los hechos y asumir su responsabilidad.
¡Y dar información para hacer posible la justicia! Muchas personas, tras ver la película, me preguntan: “Y tú, ¿has perdonado a tu tía?”. ¡Cómo! La perdonaría si quisiera aportar a la justicia, si un día me dijese: “Reflexioné y me di cuenta de que la cagamos y quiero entregar información”. Yo voy a ser la primera en irme a Chile a acompañarla en todo el proceso y si se va a la cárcel voy a estar a su lado. Pero esa actitud de negar la historia, de tergiversar los hechos y mentir, contarle a mi familia otras cosas… Porque a propósito de la película ha armado como un clan con todos los familiares que no me hablan y van por ahí requetecontra mintiendo: “¿Vieron que no salió mi extradición? ¡Porque soy inocente! Se cerró el caso y no me llamaron, porque yo no tuve nada que ver con eso”. Es lógico, entiendo que está tratando de sobrevivir. Esa negación es su método de supervivencia.
¿Cuál es la ética del documentalista que trabaja con material biográfico?
Esa pregunta es súper compleja porque cuando haces documentales biográficos es tanta la exposición que puedes estar quemando a tu mamá, a tu papá, a tu tía… Creo que la ética tiene que ver con las decisiones que tomas sobre lo que va dentro de la película: el dejar claro quién es el protagonista, quién el antagonista, el no traicionarte al decidir mostrar o no mostrar algo. Una profesora me dijo: “Sí, capaz que estás traicionando a tu tía, pero si además te traicionas a ti misma, ya es la perdición”. Por ejemplo, hay una escena súper compleja de explicar en la que aparece mi bisabuela hablando con mi tía en un computador; mi tía sabía perfectamente que yo estaba grabando, mi abuela no. Para mí era tremendamente complejo dejar esa escena porque la cámara estaba ahí, mi abuela la podía ver, pero como es viejita no tenía cómo saber que estaba prendida. ¿Por qué la dejé? Porque en esa conversación, súper íntima, hay un momento en que mi abuela le dice a mi tía algo así como “da información” o “entrégate”, y mi tía: “¡No, mamá, yo no soy culpable, yo no tengo por qué hacer nada!”. Porque mi tía sí sabía que yo estaba grabando. Éticamente son conflictos que tienes que resolver metiéndote dentro de la película y sin dejar que cualquier otra consideración te traicione. Como esto que me decía mi familia: “¿Cómo vas a grabar a la abuela así, mal peinada?”. ¡Qué importa, si es la realidad! En la primera escena yo aparezco cuando recién me estaba despertando. No me arreglé, no me maquillé, da lo mismo, así somos en la vida real. Por eso entiendo que haya gente a la que le cueste ver mi trabajo, porque no estamos acostumbrados a ver documentales biográficos.
Hablando de este tema, ¿a qué atribuyes esta explosión actual del yo como narrador de tantos libros y películas?
Lo que te voy a decir es una opinión personal, aunque parte de algo que me dijo una vez un jurado en Argentina: el conflicto lo tengo yo, Lissette Orozco, no lo tiene mi personaje ni ninguna otra persona. Podría haber hecho el documental en tercera persona, absolutamente. Un documental sobre una tal Adriana Rivas, sin decir que soy su sobrina o que ella fue mi ídola de la infancia. Podría haber hecho más incluso: entrevistar a sus colegas como lo haría un periodista. Pero no, porque el conflicto ético que tiene la película es mío. Por eso la voluntad y necesidad de ser yo personaje. No habría estado bien ocultarme. Lo mismo le pasa a la Macarena Aguiló en El edificio de los chilenos [2010]. Ella no tiene un conflicto con la lucha que emprendieron sus papás: tiene un conflicto personal, familiar, con su mamá, que la dejó viviendo en otro país. Por eso es inevitable no involucrarte como personaje.
El arco narrativo lo trazas tú misma, digamos.
Somos los realizadores los que cargamos con el conflicto interno de lo que está pasando. Y creo también que eso es un motor. Pongamos otro ejemplo: lo que hizo Albertina Carri en Los rubios. En la escena uno aparece una chica que dice: “Hola, yo soy actriz, me llamo no sé cuánto y voy a representar a la directora”. Albertina no quiso aparecer en cámara. Su elección fue que alguien se hiciera pasar por ella. Pero las dudas y cuestionamientos que hace la actriz son de ella. Fue una estrategia, un punto de vista original, aunque en el fondo el conflicto, la búsqueda de saber qué pasó con su familia desaparecida por la dictadura, es suyo. Entonces creo que ese documental biográfico o del yo como tú lo llamas se define porque el motor de la lucha es de los mismos directores-protagonistas.
Siento que fue una película como bastante innata. Me enteré de esto, tomé la cámara, empecé a registrar y ya. Esa escena en la que mi abuela está acostada y a mí se me ve como un bulto al costado la hice con mi iPhone desde el velador
¿Crees que esta explosión del yo tenga que ver también con que vivimos tiempos más impúdicos en el mejor sentido de la palabra? Son tiempos de confesiones y hasta de exhibicionismo en las redes sociales, pero también en los que si uno es homosexual no tiene que esconderse en el clóset hasta que se hace viejo, sino salir rápidamente de ahí.
¡Claro, desde el colegio! Yo tuve que estar escondiendo mi homosexualidad hasta los veinte, que incluso se podía decir según muchas realidades que todavía era chica; en cambio ahora mi prima, que va al colegio, me cuenta que tiene amigas que son novias con doce años. Eso, que era impensable en mi época, ahora está absolutamente naturalizado por sus compañeros. Todo el mundo lo sabe y nadie les dice nada.
Volviendo a El pacto de Adriana, dices que no era la película que tenías en la cabeza, sino el “registro de investigación” de esa película. ¿Cómo era la que sí tenías en la cabeza?
Bueno, algo me acuerdo de ese guión inicial, porque mi película tuvo unos sesenta guiones. Escribí muchos para poder presentarla a muchos fondos y siempre le iba cambiando cositas porque iba actualizando conforme grababa. Originalmente el primer acto del documental era de mi tía y yo en Chile, una presentación de la familia, y poco a poco yo me iba enterando de cosas oscuras del grupo al que ella perteneció por medio de un abogado y de un periodista. El segundo acto, que hoy es cuando yo hablo un año después con ella y le digo: “Hola, ¡qué tal! Te mandé unos regalos, etcétera”, no era ése, sino que yo me iba a Australia, tocaba el timbre de la casa y me quedaba dos semanas con mi tía. En esas dos semanas yo esperaba que mi tía confesara o reconociera los hechos, que me maquillara como ella lo hacía en esa época como agente de la DINA para infiltrarse. Quería era meterme en sus zapatos, entender su posición, su lugar en esa maquinaria, cómo la entrenaron, para saber si yo también habría sido capaz de hacer lo mismo. Como verás, era una mirada súper sospechosa, pero estaba tratando de mirar la dictadura desde un lugar donde nadie la ha mirado y necesitaba explorar eso. Finalmente, el tercer acto iba a ser cuando mi tía, habiendo reconocido los hechos, me decía que iba a volver a Chile para ayudar a la justicia y volvíamos juntas, yo a su lado, apoyándola. Así terminaba la película, humanizándola, cuidándola. Me habría encantado que el resultado final fuese otra película y estar viajando ahora con ella, mostrándola juntas, y que ella también pudiera hablar de su experiencia personal. Pero claro, fantaseé mucho con eso porque nunca pasó, y nunca va a pasar, tampoco.
El crítico y profesor Mirito Torreiro decía que esa condición de registro de investigación que tiene El pacto de Adriana también la hace formalmente desprolija, con encuadres que no son encuadres y escenas grabadas con cámaras caseras, sin iluminación.
Esa escena en la que mi abuela está acostada y a mí se me ve como un bulto al costado, porque todo el encuadre está cortado, fue hecha con mi iPhone desde el velador.
¡¿Era tu iPhone?!
Que estaba puesto ahí, en el velador al lado de la cama. Yo sentía que tenía que encender la cámara en ese momento. Lo sentí y ni siquiera miré el plano para saber si las dos estábamos en el cuadro. O sea, me fijé que ella estuviera, y no me fijé más. En ese sentido siento que fue una película como bastante innata. Me enteré de esto, tomé la cámara, empecé a registrar y ya. No fue pensar o que alguien se me acercara para decirme: “Oye, hay que hacer una película sobre tu tía y vamos a planificar”. No, lo hice todo como por instinto. No puedo explicarlo de otra forma. Igual, estaba entrando a estudiar cine, así que también conocía o intuía el valor y el poder de la imagen, pero no llamaba “recursos audiovisuales” a lo que tenía recopilado, para mí eran “cosas recopiladas”. Lo hice tan innatamente que después, sí, me di cuenta de que tenía una película. Por eso la cámara entró a cualquier parte, porque necesitaba un guión. Yo, de formación, soy guionista, entonces para mí lo más importante cuando voy a ver una película es que al final me vaya con una buena historia. Lo segundo más importante es que sean buenos personajes para llevármelos en el corazón. Cómo se da la cámara, cómo se da la luz, eso viene después. Cuando mi montajista me muestra un primer corte de la película, yo digo: “Acá está la historia”. Aunque al principio como director te duelen los fallos, la cámara sucia, que no está cuidada, desprolija, todo eso. Pero luego dije: “La historia es tan potente que se come todas esas observaciones que se le pueden hacer a la cámara”. Y creo que hasta la desprolijidad es un plus para este tipo de película.
En un documental biográfico el conflicto ético lo tengo yo, no el personaje. ¿Podría haber hecho el documental sobre una tal Adriana Rivas sin decir que soy su sobrina o que ella fue mi ídola de la infancia? Sí, pero no. No habría estado bien ocultarme
¿Quién hizo el montaje? Es extraordinario.
Melisa Miranda, la montajista, es muy brillante. Es chilena, más chica que yo, y la conocí por un cortometraje chileno que había ganado un premio en el IDFA [el Festival Internacional de Cine Documental de Ámsterdam]. Se llama Médula. Lo terminé de ver y dije: “Quiero que esta persona monte mi película”. No la conocía, no éramos compañeras ni nada. La ubiqué, la contacté, le pregunté si era montajista y empezamos a trabajar. Ahora sigo trabajando con ella para Después de Leonor y también para otra película para la que estoy haciendo una asesoría. Se llama El viaje de Monalisa, de Nicole Costa. Ahora nos llaman a las dos, a Melisa y a mí.
El punto que tu película tiene de thriller está en el montaje, pero también en eso que Torreiro llama desprolijidad. Salvando las distancias, yo veo El pacto de Adriana como vi alguna vez The Blair Witch Project, aunque en este caso la desprolijidad de la cámara era totalmente intencional. Hay un crescendo, un querer saber dónde va a acabar todo.
Creo que es también porque la película muestra mucha intimidad, a tal punto que en cierto momento llegas a estar incómodo viéndola. Estás dentro de mi casa, dentro de mi familia y con cada escena te está llegando sólo un poquito de información, otro poquito más, y otro más. El espectador llega a sentirse un poco como yo, enterándose de a pocos de los detalles de la historia, hasta que en determinado momento, en la inmensidad de la pantalla, aparece mi tía increpando: “¡¿Tú crees que yo soy cínica, tú crees que yo hice esto?!”. Se lo está diciendo a cada uno de los espectadores que han venido atravesando conmigo el camino. Es algo que no se hizo de forma consciente, pero a la larga lo veo. De hecho, la película parte de una frase que nos toca a todos: “Todas las familias tienen secretos, la mía no es la excepción”. Ya estás en el juego, en mi intimidad, en mi infancia. Luego empezamos a querer al personaje y luego empezamos a sospechar él. Yo le dije a Melisa: “Lo más importante es que hasta este lugar la gente quiera a mi tía; que hasta este lugar, la gente dude, y que hasta este lugar, la gente haga su propio juicio”. Cuando decía esto, mis colegas del cine tradicional me decían: “¡No, el público no tiene que hacer su propio juicio! ¡Tú tienes que tenerlo súper claro, no puedes ser ambigua, es tu responsabilidad como documentalista!”. Así me lo planteaban, y me retaron un montón con esto. Pero mi proceso no fue así, pues. Fue la sensación de duda hasta el final, y creo que me voy a morir sin saber con claridad cuán sucias tiene las manos mi tía. En lo que no me hice la boba fue en que yo sé que ella tiene información, y por eso también hago un cierre que viene a decir: “Yo hasta aquí nomás llego con ella”. Era lo más honesto de hacer.
Honesto y dramáticamente muy potente, porque estamos hablando de una duda sobre hechos terribles.
Ocurre que la gente que viene con carga política, en Chile sobre todo, me dice: “Es que fuiste muy blanda con tu tía, la cuidaste mucho”. Lo que habrían querido es que la tuviera sentada todo el documental torturándola. Que hiciera yo la justicia que no se hizo en otro lado.
Otra cuestión que atraviesa la película es la religiosidad de tanta gente que asesina o infringe dolor sobre personas inocentes. Lo hablaba con la colombiana Laura Mora a propósito de su película Matar a Jesús.
¡A Laura la conozco! De hecho estrené la película en Medellín con ella y con Daniela Abad. Las tres hablamos con el público sobre nuestras historias personales vinculadas al cine que hacemos. Además, voy a empezar a trabajar con ella, o sea, con su productora.
Con Laura hablábamos de esto, del catolicismo del violento latinoamericano…
¿El jurar por Dios que yo nunca hice nada?
Peor: el invocar a Dios, a la Virgen o a quien haga falta cuando has cometido o quieres negar que se cometieron torturas y asesinatos. En Matar a Jesús, como sabes, lo hace el sicario. Y en tu película lo hacen los pinochetistas.
Es una contradicción muy grande, sí. ¿Cuánta gente no mata incluso en nombre de Dios? Los pinochetistas en Chile y los uribistas en Colombia, que están a favor de enfrentar la guerra con guerra y matar, son los más devotos que te puedes imaginar. Súper devotos, van todos a misa. Yo siento que es su escudo. Les digo: “Cuidado con lo que dices porque si tanto crees en Dios también crees en el infierno, entonces te estás pisando la cola”. Hay que creer en la justicia en la Tierra.
Con Laura también decíamos que esa lógica católica de confesión-expiación-perdón genera la idea distorsionada de que hagas lo que hagas, si vas donde el cura a contárselo, estás otra vez libre de pecado. Como Pablo Escobar: “El que peca y reza, empata”.
También está esa animación en la que alguien llega al cielo y se encuentra a Pinochet, Hitler, Franco, todos ellos, y les pregunta: “Pero, ustedes, ¿qué hacen acá?”. Y ellos responden: “Es que nos confesamos y pedimos perdón antes de morir”. Tiene lógica: el saber que aunque seas culpable alguien te va a perdonar hagas lo que hagas, aunque tu familia se avergüence de ti, genera esta clase de comedia perversa.
Creo que los pinochetistas no van a ver mi película. Igual, he oído cuestionamientos raros como: “¿Por qué no haces una película que mire para el futuro en lugar de seguir mirando para el pasado?”. En esos casos entiendo que son gente de derecha
Torreiro veía también la perversa lógica del arribismo de clase media. O sea: con tal de medrar y llegar hasta lo más alto posible, no me importa que mi camino esté lleno de muertos a los que niego o no quiero ver.
Esa escena cuando mi tía me dice: “Fueron los mejores años de mi vida” [refiriéndose a su trabajo en la DINA] y me lo dice con los ojos llenos de brillo, de una felicidad que no puede ocultar, en la que la línea que separa el bien del mal se pone muy difusa. Para mí era muy importante configurar esa escena. Pasamos mucho tiempo dándole vueltas con Melisa para ver dónde la poníamos. La llamábamos “la del mantel blanco”, porque no sé si recuerdas que mi tía decía: “Yo estaba ahí sentada con el mantel blanco y todo lo demás”. Así es como uno entiende cómo ella llegó a ese lugar, y cómo ese lugar la amarró y ya no pudo salir, porque la conquistaron con cosas, con vestidos, viajes, un auto, un montón de cosas. Piensa de dónde venía: ellos son seis hermanos que siempre dependieron de un papá. Entonces de pronto llega a la Fuerza Aérea y recibe un montón de privilegios; de la familia se convierte en la que más viaja, la que más mundo conoce, y en esas fechas no era tan fácil pescarse un avión e irse por allí. Me imagino que cuando quiso salir no pudo, porque debió de entender, o alguien se lo dijo, que ese mundo en el que estaba metida era muy importante para la dictadura y una vez dentro era imposible salir. Porque pongamos que ella no hizo nada; aun así, con sólo haber mirado o saber lo que se hizo, ya es cómplice.
Supongo que era rarísimo para una mujer de clase media de su generación codearse con dignatarios, diplomáticos y militares de alto rango.
¡Mi tía estuvo en el funeral de Franco, no te lo pierdas! Esto lo he visto no sólo en Chile sino también en Colombia: que mucha gente de clase media se hace llamar pinochetista o uribista para sentir que pertenece a una clase más alta. A veces ni lo son ni entienden la filosofía que hay detrás, pero no importa, darlo a entender ya les basta.
¿Como ven los pinochetistas películas como la tuya?
Creo que no la van a ver. Y si fueron, no me enteré. Su postura es la de negar la realidad, negar la historia, por eso dudo que vayan a ver una película sobre la memoria histórica. Lo que sí me pasó en Chile fue que una mujer bajó, me abrazó y lloró después de ver la película. Yo me preguntaba cuál sería su historia. Después me enteré de que esa señora, que es súper de derecha y pinochetista, había ido sin saber, por acompañar a una amiga, y que claramente no sabía lo que se iba a encontrar. También me ha pasado oír algunos cuestionamientos raros como: “¿Por qué seguiste haciendo la película si te diste cuenta de que tu tía era culpable?”. O: “¿Por qué no rompiste el material e interrumpiste todo?”. O lo más gracioso: “¿Por qué no haces documentales sobre animales?” En Madrid una mujer me preguntó: “¿Por qué no haces una película que mire para el futuro en lugar de seguir mirando para el pasado?”, ¿recuerdas? En esos casos entiendo que son gente de derecha. Y yo digo: “Porque soy documentalista”. Creo que también es importante que te comprendan desde ese lugar, el lugar de tu trabajo.
También recuerdo que en Madrid alguien reconoció el uniforme militar español, o sea, el de Franco, en esa foto en la que tu tía aparece rodeada de militares chilenos. ¿Sabes si en España hay documentales sobre los perpetradores del franquismo mirados desde la tercera o cuarta generación?
Nada, no hay nada.
¿Y nadie te dio en este viaje alguna explicación que ayude a entender este silencio?
No. Aunque ahora que recuerdo sí me sirvió como referencia un cortometraje español, Haciendo memoria, de Sandra Ruesga. Mientras en imágenes la vemos a ella de niña jugando en el mausoleo de Franco, en audio la oímos llamando a su mamá y a su papá para preguntarles por qué la llevaban de excursión a ese lugar, por qué no la llevaban a jugar a otro lado. Y los papás: “Bueno, porque es parte de la historia, nosotros no pensábamos que era tan importante para ti, etcétera”. Eso fue lo único español que encontré, muy con la mirada de la tercera generación y con un trabajo de archivo y de las llamadas telefónicas que a mí me sirvió de referencia total para mi película.
Escribe TOÑO ANGULO DANERI
¿Cuántos documentales sobre la dictadura se han hecho en Chile?
Millones. Llegó un momento en el que sentía que el cine chileno que más había visto en mi vida era sobre la dictadura. Por eso, cuando decidí hacer esta película, tenía un conflicto: si iba a tocar ese tema, tenía que ser desde un punto de vista muy particular, una mirada distinta. Si no, no.
En tu charla en la Casa de América presentaste una genealogía muy interesante sobre el documental centrado en las dictaduras y conflictos armados que azotaron América Latina entre los años sesenta y noventa. Cómo los documentalistas de una “primera generación” adoptan el punto de vista de las víctimas y en ese sentido hacen películas reivindicativas que buscan principalmente denunciar las torturas y asesinatos, y cómo esa mirada va girando hasta llegar a una “tercera generación”, de la que tú formas parte, que al poner el foco en los victimarios o perpetradores lo que busca sobre todo es la verdad, saber qué pasó. ¿Podrías hacernos un resumen para el lector de Ibermedia?
En resumen, ocurrió esto. En un momento, hablando con mi tía, ella me decía: “Oye, pero ya, hay que mirar para el futuro, pues. ¿Por qué siempre estamos mirando para el pasado? ¿Qué pasa, que los chilenos no quieren avanzar como sociedad? Además, nos estamos muriendo todos los que estuvimos en esa época”. A mí eso me hizo un clic y dije: “Sí, pues, pero yo soy la tercera generación. Aunque se haya muerto Pinochet sigo, como todos, hablando del mismo tema”. Me picó el bichito de la curiosidad y con esa premisa me puse a investigar. ¿Por qué si es algo que ya pasó y se supone que hay que mirar para el futuro todos seguimos hablando del mismo tema? Y no, pues, cuando se mueran todos de verdad esto no se va a terminar. Es algo que sigue pasando de generación en generación, porque yo soy la tercera, la de los nietos de la dictadura, y sin embargo no puedo dejar de hablar de lo que ocurrió allí.
Es lo que en tu charla llamabas “daño transgeneracional”, el daño que no desaparece sino que las siguientes generaciones “heredan”, por decirlo de algún modo.
Lo hablé una vez con una escritora chilena, Gilda Luongo, y ella me dijo que mi película se debía a que se traspasó el daño transgeneracional. Hasta entonces nunca había escuchado eso. Gilda me lo explicó en palabras simples, de ahí me junté con una psicóloga que tenía una tesis sobre el tema, con una socióloga, y empecé a leer más. Pero de eso no se trata mi película. En un momento yo metía una voz en off que decía: “Vengo de una familia de derecha, y el daño transgeneracional es…”. O sea, súper explícito. Ahora creo que queda claro implícitamente, no es necesario entregar tan masticada la información en una película. Pero está ahí.
Igual hay películas de la primera y segunda generación que tratan temas de la tercera. Por ejemplo, El diario de Agustín, de Ignacio Agüero [2008], sobre unos jóvenes que están haciendo una tesis en la Universidad de Chile cuyas conclusiones increpan directamente al editor del diario El Mercurio de esa época, que estuvo coludido con Pinochet y toda su policía secreta para hacer montajes de noticias para engañar a la gente. Noticias como “Una mujer apareció ahogada en la playa por un crimen pasional”, cuando en realidad la había torturado la DINA. Ese documental parte de la tercera generación, los jóvenes, que van a encarar a los editores de El Mercurio de la época, pero Ignacio pertenece a la primera generación. Él se vale de la mirada de estos jóvenes para presentar la información. Lo mismo podemos decir de La flaca Alejandra [Carmen Castillo y Guy Girard, 1994] o El mocito [Marcela Said y Jean de Certeau, 2010], que ya ponen el foco en los victimarios, pero en cierto modo los presentan como víctimas. Entonces, para mí, no quedaba tan clara esa línea que separa a los directores de una y otra generación, porque también Marcela Said, por ejemplo, pertenece a la segunda.
¿Marcela Said es la que hizo también I Love Pinochet?
I Love Pinochet, Opus Dei, El mocito, sí. A lo que voy es que empecé a hacer un análisis de las películas que se hacían y a qué generación pertenecían sus directores, pero eso lo hice ya mientras hacía mi película. No fue un análisis previo, sino que las conclusiones las saqué metiendo El pacto de Adriana en esta evolución del cine chileno sobre la dictadura. Me di cuenta de que el mismo año en que presentábamos El pacto de Adriana aparecían otras dos películas sobre victimarios. O sea, explícitamente victimarios, no victimarios presentados como víctimas. Claro, puede que en la de Andrés Lübbert, El color del camaleón [2017], el padre se vea al final un poco como víctima y en la mía no, pero en general son victimarios que asumen abiertamente que fueron perpetradores de la dictadura. Quedaba claro que se estaba produciendo un punto de quiebre y que estas películas se diferenciaban de todas las anteriores que habíamos visto sobre el tema.
Y los directores son familia de esos victimarios: ya no es una mirada “desde fuera”.
Exactamente. Es el hijo en el caso de Andrés, y la sobrina, en mi caso. Esto remarca aun más el punto de quiebre con las películas de la primera y segunda generación.
Otra diferencia que se siente al ver la película es la intimidad que tienen ustedes con los protagonistas de las historias. Son, entre comillas, “los malos”, pero ustedes están ahí, saludándolos y conversando con ellos como siempre. Lógicamente, además.
Claro, se vuelve más complejo denunciar al perpetrador. Inevitablemente hace que te plantees la pregunta: ¿cómo denunciar o, incluso, cómo no denunciar? Y la manera como respondas a esta pregunta te hace traidor o te hace cómplice: eres cómplice de tu protagonista y ayudas a limpiarle la imagen, o para él y toda tu familia serás el traidor. Ahí, Andrés y yo tuvimos que tomar una postura.
El hacer documentales sobre los perpetradores me parece fundamental porque pone en evidencia que hubo secuestros, torturas y asesinatos. Es decir, que hubo, existió, que no es mentira lo que hoy muchos pretenden negar. Pero también hace visible otro tipo de dolor: el dolor de las familias de esos perpetradores. El saber que tu tía, tu padre o tu abuelo pertenecieron al bando de los malos que, por defender al Estado o una ideología, hicieron sufrir o borraron del mapa a tanta gente inocente.
El dolor y la vergüenza. ¿Viste Sibila [2012], el documental de Teresa Arredondo? [Sobre su tía, Sybila Arredondo, viuda del escritor peruano José María Arguedas y encarcelada durante 14 años por haber colaborado con el grupo terrorista Sendero Luminoso].
No, hasta ahora no he tenido cómo verla.
Yo le escribí y le dije: “Teresa, quiero ver tu película”. Para mí era muy revelador que una sobrina le hiciera un documental a su tía. Porque si bien la tía no fue parte del terrorismo de Estado, que es mi caso, el de Andrés y de muchos más, sí fue enjuiciada y silenciada por su familia, y era un tabú hablar de ella. A Teresa le pasaba lo mismo que a mí, aunque nuestras protagonistas fuesen de bandos distintos, así que su película me sirvió full de referencia.
¿Dirías que este tipo de documentales son ejercicios de sanación? Quiero decir, ni tú ni Andrés Lübbert ni Teresa Arredondo tienen que pedirle perdón a nadie porque ustedes no tuvieron nada que ver con lo que hicieron sus familiares, pero el simple hecho de mostrarlos, de decir: “sí, el terrorismo de Estado o de ciertos grupos armados existió, nadie se lo está inventando”, es un gran gesto de cara a la sanación de sus víctimas.
En mi caso, creo que originalmente sí fue un ejercicio de sanación. Sanación para mi tía, para mí y sanación para el público que hoy va a ver la película. Pero eso no ocurrió, era demasiado utópico por mi parte creer que algo así podía ocurrir.
Lo dices por la negación de tu tía.
Por su negación para aceptar los hechos. Entonces, no existe sanación, pero tampoco existe la culpa por mi parte. La película ha quedado como ha quedado y yo siento que igual es positiva para la gente. Uno tiene que pensar que hace películas para un público, no para uno mismo, ni para la familia o los colegas. Cuando uno sale de esa dimensión personal se pone en otros terrenos. Igual me pasó que en muchos momentos sentí que quería pedir perdón por mi tía. No me corresponde, yo no viví esa época, pero lo sentía. Es terrible, porque lo sientes sólo por ser “familiar de”. Es como en The Look of Silence [Joshua Oppenheimer, 2014], cuando el chico, que es oculista, va a examinarles los ojos a unos viejos sabiendo que uno de ellos pudo ser el asesino de su hermano. Hay una escena en la que sale la hija de uno de los viejos, el chico le explica lo que pasó con su hermano y ella le pide perdón por lo que hizo su papá, con el papá presente en la escena. Allí ves el esfuerzo poderoso de una nueva generación por querer reconciliarse con su herencia histórica.
Justamente te hacía la pregunta porque quien pone sobre la mesa el discurso —y en tu película te toca a ti— sabe que ese discurso va a llegar a las víctimas.
Y tienes una responsabilidad sobre ese discurso, claro, lo entiendo. Con mi película lo que hago es confirmar que mi tía perteneció a un cuerpo, que fue una parte del engranaje de esa maquinaria que secuestraba, torturaba y asesinaba. Lo que no digo es: “Mi tía fue así de culpable”. Nunca hago ese juicio, nunca digo que ella era la que torturaba, mataba o hacía desaparecer los cuerpos, porque no sé cuán sucias tiene las manos. De lo único que estoy segura es que mi tía tiene información que no quiere decir y lógicamente yo no me podía hacer la tonta con esa información.
Mis colegas del cine tradicional me decían: “¡No, el público no tiene que hacer su propio juicio! ¡Tú tienes que tenerlo súper claro, no puedes ser ambigua, es tu responsabilidad como documentalista!”
Cuando tu tía participa de esa maquinaria es muy joven, si no me equivoco entra en la DINA con diecinueve años. Pero la película no la muestra ahí, sino cuando ya es mayor, con la madurez para reconocer los hechos y asumir su responsabilidad.
¡Y dar información para hacer posible la justicia! Muchas personas, tras ver la película, me preguntan: “Y tú, ¿has perdonado a tu tía?”. ¡Cómo! La perdonaría si quisiera aportar a la justicia, si un día me dijese: “Reflexioné y me di cuenta de que la cagamos y quiero entregar información”. Yo voy a ser la primera en irme a Chile a acompañarla en todo el proceso y si se va a la cárcel voy a estar a su lado. Pero esa actitud de negar la historia, de tergiversar los hechos y mentir, contarle a mi familia otras cosas… Porque a propósito de la película ha armado como un clan con todos los familiares que no me hablan y van por ahí requetecontra mintiendo: “¿Vieron que no salió mi extradición? ¡Porque soy inocente! Se cerró el caso y no me llamaron, porque yo no tuve nada que ver con eso”. Es lógico, entiendo que está tratando de sobrevivir. Esa negación es su método de supervivencia.
¿Cuál es la ética del documentalista que trabaja con material biográfico?
Esa pregunta es súper compleja porque cuando haces documentales biográficos es tanta la exposición que puedes estar quemando a tu mamá, a tu papá, a tu tía… Creo que la ética tiene que ver con las decisiones que tomas sobre lo que va dentro de la película: el dejar claro quién es el protagonista, quién el antagonista, el no traicionarte al decidir mostrar o no mostrar algo. Una profesora me dijo: “Sí, capaz que estás traicionando a tu tía, pero si además te traicionas a ti misma, ya es la perdición”. Por ejemplo, hay una escena súper compleja de explicar en la que aparece mi bisabuela hablando con mi tía en un computador; mi tía sabía perfectamente que yo estaba grabando, mi abuela no. Para mí era tremendamente complejo dejar esa escena porque la cámara estaba ahí, mi abuela la podía ver, pero como es viejita no tenía cómo saber que estaba prendida. ¿Por qué la dejé? Porque en esa conversación, súper íntima, hay un momento en que mi abuela le dice a mi tía algo así como “da información” o “entrégate”, y mi tía: “¡No, mamá, yo no soy culpable, yo no tengo por qué hacer nada!”. Porque mi tía sí sabía que yo estaba grabando. Éticamente son conflictos que tienes que resolver metiéndote dentro de la película y sin dejar que cualquier otra consideración te traicione. Como esto que me decía mi familia: “¿Cómo vas a grabar a la abuela así, mal peinada?”. ¡Qué importa, si es la realidad! En la primera escena yo aparezco cuando recién me estaba despertando. No me arreglé, no me maquillé, da lo mismo, así somos en la vida real. Por eso entiendo que haya gente a la que le cueste ver mi trabajo, porque no estamos acostumbrados a ver documentales biográficos.
Hablando de este tema, ¿a qué atribuyes esta explosión actual del yo como narrador de tantos libros y películas?
Lo que te voy a decir es una opinión personal, aunque parte de algo que me dijo una vez un jurado en Argentina: el conflicto lo tengo yo, Lissette Orozco, no lo tiene mi personaje ni ninguna otra persona. Podría haber hecho el documental en tercera persona, absolutamente. Un documental sobre una tal Adriana Rivas, sin decir que soy su sobrina o que ella fue mi ídola de la infancia. Podría haber hecho más incluso: entrevistar a sus colegas como lo haría un periodista. Pero no, porque el conflicto ético que tiene la película es mío. Por eso la voluntad y necesidad de ser yo personaje. No habría estado bien ocultarme. Lo mismo le pasa a la Macarena Aguiló en El edificio de los chilenos [2010]. Ella no tiene un conflicto con la lucha que emprendieron sus papás: tiene un conflicto personal, familiar, con su mamá, que la dejó viviendo en otro país. Por eso es inevitable no involucrarte como personaje.
El arco narrativo lo trazas tú misma, digamos.
Somos los realizadores los que cargamos con el conflicto interno de lo que está pasando. Y creo también que eso es un motor. Pongamos otro ejemplo: lo que hizo Albertina Carri en Los rubios. En la escena uno aparece una chica que dice: “Hola, yo soy actriz, me llamo no sé cuánto y voy a representar a la directora”. Albertina no quiso aparecer en cámara. Su elección fue que alguien se hiciera pasar por ella. Pero las dudas y cuestionamientos que hace la actriz son de ella. Fue una estrategia, un punto de vista original, aunque en el fondo el conflicto, la búsqueda de saber qué pasó con su familia desaparecida por la dictadura, es suyo. Entonces creo que ese documental biográfico o del yo como tú lo llamas se define porque el motor de la lucha es de los mismos directores-protagonistas.
Siento que fue una película como bastante innata. Me enteré de esto, tomé la cámara, empecé a registrar y ya. Esa escena en la que mi abuela está acostada y a mí se me ve como un bulto al costado la hice con mi iPhone desde el velador
¿Crees que esta explosión del yo tenga que ver también con que vivimos tiempos más impúdicos en el mejor sentido de la palabra? Son tiempos de confesiones y hasta de exhibicionismo en las redes sociales, pero también en los que si uno es homosexual no tiene que esconderse en el clóset hasta que se hace viejo, sino salir rápidamente de ahí.
¡Claro, desde el colegio! Yo tuve que estar escondiendo mi homosexualidad hasta los veinte, que incluso se podía decir según muchas realidades que todavía era chica; en cambio ahora mi prima, que va al colegio, me cuenta que tiene amigas que son novias con doce años. Eso, que era impensable en mi época, ahora está absolutamente naturalizado por sus compañeros. Todo el mundo lo sabe y nadie les dice nada.
Volviendo a El pacto de Adriana, dices que no era la película que tenías en la cabeza, sino el “registro de investigación” de esa película. ¿Cómo era la que sí tenías en la cabeza?
Bueno, algo me acuerdo de ese guión inicial, porque mi película tuvo unos sesenta guiones. Escribí muchos para poder presentarla a muchos fondos y siempre le iba cambiando cositas porque iba actualizando conforme grababa. Originalmente el primer acto del documental era de mi tía y yo en Chile, una presentación de la familia, y poco a poco yo me iba enterando de cosas oscuras del grupo al que ella perteneció por medio de un abogado y de un periodista. El segundo acto, que hoy es cuando yo hablo un año después con ella y le digo: “Hola, ¡qué tal! Te mandé unos regalos, etcétera”, no era ése, sino que yo me iba a Australia, tocaba el timbre de la casa y me quedaba dos semanas con mi tía. En esas dos semanas yo esperaba que mi tía confesara o reconociera los hechos, que me maquillara como ella lo hacía en esa época como agente de la DINA para infiltrarse. Quería era meterme en sus zapatos, entender su posición, su lugar en esa maquinaria, cómo la entrenaron, para saber si yo también habría sido capaz de hacer lo mismo. Como verás, era una mirada súper sospechosa, pero estaba tratando de mirar la dictadura desde un lugar donde nadie la ha mirado y necesitaba explorar eso. Finalmente, el tercer acto iba a ser cuando mi tía, habiendo reconocido los hechos, me decía que iba a volver a Chile para ayudar a la justicia y volvíamos juntas, yo a su lado, apoyándola. Así terminaba la película, humanizándola, cuidándola. Me habría encantado que el resultado final fuese otra película y estar viajando ahora con ella, mostrándola juntas, y que ella también pudiera hablar de su experiencia personal. Pero claro, fantaseé mucho con eso porque nunca pasó, y nunca va a pasar, tampoco.
El crítico y profesor Mirito Torreiro decía que esa condición de registro de investigación que tiene El pacto de Adriana también la hace formalmente desprolija, con encuadres que no son encuadres y escenas grabadas con cámaras caseras, sin iluminación.
Esa escena en la que mi abuela está acostada y a mí se me ve como un bulto al costado, porque todo el encuadre está cortado, fue hecha con mi iPhone desde el velador.
¡¿Era tu iPhone?!
Que estaba puesto ahí, en el velador al lado de la cama. Yo sentía que tenía que encender la cámara en ese momento. Lo sentí y ni siquiera miré el plano para saber si las dos estábamos en el cuadro. O sea, me fijé que ella estuviera, y no me fijé más. En ese sentido siento que fue una película como bastante innata. Me enteré de esto, tomé la cámara, empecé a registrar y ya. No fue pensar o que alguien se me acercara para decirme: “Oye, hay que hacer una película sobre tu tía y vamos a planificar”. No, lo hice todo como por instinto. No puedo explicarlo de otra forma. Igual, estaba entrando a estudiar cine, así que también conocía o intuía el valor y el poder de la imagen, pero no llamaba “recursos audiovisuales” a lo que tenía recopilado, para mí eran “cosas recopiladas”. Lo hice tan innatamente que después, sí, me di cuenta de que tenía una película. Por eso la cámara entró a cualquier parte, porque necesitaba un guión. Yo, de formación, soy guionista, entonces para mí lo más importante cuando voy a ver una película es que al final me vaya con una buena historia. Lo segundo más importante es que sean buenos personajes para llevármelos en el corazón. Cómo se da la cámara, cómo se da la luz, eso viene después. Cuando mi montajista me muestra un primer corte de la película, yo digo: “Acá está la historia”. Aunque al principio como director te duelen los fallos, la cámara sucia, que no está cuidada, desprolija, todo eso. Pero luego dije: “La historia es tan potente que se come todas esas observaciones que se le pueden hacer a la cámara”. Y creo que hasta la desprolijidad es un plus para este tipo de película.
En un documental biográfico el conflicto ético lo tengo yo, no el personaje. ¿Podría haber hecho el documental sobre una tal Adriana Rivas sin decir que soy su sobrina o que ella fue mi ídola de la infancia? Sí, pero no. No habría estado bien ocultarme
¿Quién hizo el montaje? Es extraordinario.
Melisa Miranda, la montajista, es muy brillante. Es chilena, más chica que yo, y la conocí por un cortometraje chileno que había ganado un premio en el IDFA [el Festival Internacional de Cine Documental de Ámsterdam]. Se llama Médula. Lo terminé de ver y dije: “Quiero que esta persona monte mi película”. No la conocía, no éramos compañeras ni nada. La ubiqué, la contacté, le pregunté si era montajista y empezamos a trabajar. Ahora sigo trabajando con ella para Después de Leonor y también para otra película para la que estoy haciendo una asesoría. Se llama El viaje de Monalisa, de Nicole Costa. Ahora nos llaman a las dos, a Melisa y a mí.
El punto que tu película tiene de thriller está en el montaje, pero también en eso que Torreiro llama desprolijidad. Salvando las distancias, yo veo El pacto de Adriana como vi alguna vez The Blair Witch Project, aunque en este caso la desprolijidad de la cámara era totalmente intencional. Hay un crescendo, un querer saber dónde va a acabar todo.
Creo que es también porque la película muestra mucha intimidad, a tal punto que en cierto momento llegas a estar incómodo viéndola. Estás dentro de mi casa, dentro de mi familia y con cada escena te está llegando sólo un poquito de información, otro poquito más, y otro más. El espectador llega a sentirse un poco como yo, enterándose de a pocos de los detalles de la historia, hasta que en determinado momento, en la inmensidad de la pantalla, aparece mi tía increpando: “¡¿Tú crees que yo soy cínica, tú crees que yo hice esto?!”. Se lo está diciendo a cada uno de los espectadores que han venido atravesando conmigo el camino. Es algo que no se hizo de forma consciente, pero a la larga lo veo. De hecho, la película parte de una frase que nos toca a todos: “Todas las familias tienen secretos, la mía no es la excepción”. Ya estás en el juego, en mi intimidad, en mi infancia. Luego empezamos a querer al personaje y luego empezamos a sospechar él. Yo le dije a Melisa: “Lo más importante es que hasta este lugar la gente quiera a mi tía; que hasta este lugar, la gente dude, y que hasta este lugar, la gente haga su propio juicio”. Cuando decía esto, mis colegas del cine tradicional me decían: “¡No, el público no tiene que hacer su propio juicio! ¡Tú tienes que tenerlo súper claro, no puedes ser ambigua, es tu responsabilidad como documentalista!”. Así me lo planteaban, y me retaron un montón con esto. Pero mi proceso no fue así, pues. Fue la sensación de duda hasta el final, y creo que me voy a morir sin saber con claridad cuán sucias tiene las manos mi tía. En lo que no me hice la boba fue en que yo sé que ella tiene información, y por eso también hago un cierre que viene a decir: “Yo hasta aquí nomás llego con ella”. Era lo más honesto de hacer.
Honesto y dramáticamente muy potente, porque estamos hablando de una duda sobre hechos terribles.
Ocurre que la gente que viene con carga política, en Chile sobre todo, me dice: “Es que fuiste muy blanda con tu tía, la cuidaste mucho”. Lo que habrían querido es que la tuviera sentada todo el documental torturándola. Que hiciera yo la justicia que no se hizo en otro lado.
Otra cuestión que atraviesa la película es la religiosidad de tanta gente que asesina o infringe dolor sobre personas inocentes. Lo hablaba con la colombiana Laura Mora a propósito de su película Matar a Jesús.
¡A Laura la conozco! De hecho estrené la película en Medellín con ella y con Daniela Abad. Las tres hablamos con el público sobre nuestras historias personales vinculadas al cine que hacemos. Además, voy a empezar a trabajar con ella, o sea, con su productora.
Con Laura hablábamos de esto, del catolicismo del violento latinoamericano…
¿El jurar por Dios que yo nunca hice nada?
Peor: el invocar a Dios, a la Virgen o a quien haga falta cuando has cometido o quieres negar que se cometieron torturas y asesinatos. En Matar a Jesús, como sabes, lo hace el sicario. Y en tu película lo hacen los pinochetistas.
Es una contradicción muy grande, sí. ¿Cuánta gente no mata incluso en nombre de Dios? Los pinochetistas en Chile y los uribistas en Colombia, que están a favor de enfrentar la guerra con guerra y matar, son los más devotos que te puedes imaginar. Súper devotos, van todos a misa. Yo siento que es su escudo. Les digo: “Cuidado con lo que dices porque si tanto crees en Dios también crees en el infierno, entonces te estás pisando la cola”. Hay que creer en la justicia en la Tierra.
Con Laura también decíamos que esa lógica católica de confesión-expiación-perdón genera la idea distorsionada de que hagas lo que hagas, si vas donde el cura a contárselo, estás otra vez libre de pecado. Como Pablo Escobar: “El que peca y reza, empata”.
También está esa animación en la que alguien llega al cielo y se encuentra a Pinochet, Hitler, Franco, todos ellos, y les pregunta: “Pero, ustedes, ¿qué hacen acá?”. Y ellos responden: “Es que nos confesamos y pedimos perdón antes de morir”. Tiene lógica: el saber que aunque seas culpable alguien te va a perdonar hagas lo que hagas, aunque tu familia se avergüence de ti, genera esta clase de comedia perversa.
Creo que los pinochetistas no van a ver mi película. Igual, he oído cuestionamientos raros como: “¿Por qué no haces una película que mire para el futuro en lugar de seguir mirando para el pasado?”. En esos casos entiendo que son gente de derecha
Torreiro veía también la perversa lógica del arribismo de clase media. O sea: con tal de medrar y llegar hasta lo más alto posible, no me importa que mi camino esté lleno de muertos a los que niego o no quiero ver.
Esa escena cuando mi tía me dice: “Fueron los mejores años de mi vida” [refiriéndose a su trabajo en la DINA] y me lo dice con los ojos llenos de brillo, de una felicidad que no puede ocultar, en la que la línea que separa el bien del mal se pone muy difusa. Para mí era muy importante configurar esa escena. Pasamos mucho tiempo dándole vueltas con Melisa para ver dónde la poníamos. La llamábamos “la del mantel blanco”, porque no sé si recuerdas que mi tía decía: “Yo estaba ahí sentada con el mantel blanco y todo lo demás”. Así es como uno entiende cómo ella llegó a ese lugar, y cómo ese lugar la amarró y ya no pudo salir, porque la conquistaron con cosas, con vestidos, viajes, un auto, un montón de cosas. Piensa de dónde venía: ellos son seis hermanos que siempre dependieron de un papá. Entonces de pronto llega a la Fuerza Aérea y recibe un montón de privilegios; de la familia se convierte en la que más viaja, la que más mundo conoce, y en esas fechas no era tan fácil pescarse un avión e irse por allí. Me imagino que cuando quiso salir no pudo, porque debió de entender, o alguien se lo dijo, que ese mundo en el que estaba metida era muy importante para la dictadura y una vez dentro era imposible salir. Porque pongamos que ella no hizo nada; aun así, con sólo haber mirado o saber lo que se hizo, ya es cómplice.
Supongo que era rarísimo para una mujer de clase media de su generación codearse con dignatarios, diplomáticos y militares de alto rango.
¡Mi tía estuvo en el funeral de Franco, no te lo pierdas! Esto lo he visto no sólo en Chile sino también en Colombia: que mucha gente de clase media se hace llamar pinochetista o uribista para sentir que pertenece a una clase más alta. A veces ni lo son ni entienden la filosofía que hay detrás, pero no importa, darlo a entender ya les basta.
¿Como ven los pinochetistas películas como la tuya?
Creo que no la van a ver. Y si fueron, no me enteré. Su postura es la de negar la realidad, negar la historia, por eso dudo que vayan a ver una película sobre la memoria histórica. Lo que sí me pasó en Chile fue que una mujer bajó, me abrazó y lloró después de ver la película. Yo me preguntaba cuál sería su historia. Después me enteré de que esa señora, que es súper de derecha y pinochetista, había ido sin saber, por acompañar a una amiga, y que claramente no sabía lo que se iba a encontrar. También me ha pasado oír algunos cuestionamientos raros como: “¿Por qué seguiste haciendo la película si te diste cuenta de que tu tía era culpable?”. O: “¿Por qué no rompiste el material e interrumpiste todo?”. O lo más gracioso: “¿Por qué no haces documentales sobre animales?” En Madrid una mujer me preguntó: “¿Por qué no haces una película que mire para el futuro en lugar de seguir mirando para el pasado?”, ¿recuerdas? En esos casos entiendo que son gente de derecha. Y yo digo: “Porque soy documentalista”. Creo que también es importante que te comprendan desde ese lugar, el lugar de tu trabajo.
También recuerdo que en Madrid alguien reconoció el uniforme militar español, o sea, el de Franco, en esa foto en la que tu tía aparece rodeada de militares chilenos. ¿Sabes si en España hay documentales sobre los perpetradores del franquismo mirados desde la tercera o cuarta generación?
Nada, no hay nada.
¿Y nadie te dio en este viaje alguna explicación que ayude a entender este silencio?
No. Aunque ahora que recuerdo sí me sirvió como referencia un cortometraje español, Haciendo memoria, de Sandra Ruesga. Mientras en imágenes la vemos a ella de niña jugando en el mausoleo de Franco, en audio la oímos llamando a su mamá y a su papá para preguntarles por qué la llevaban de excursión a ese lugar, por qué no la llevaban a jugar a otro lado. Y los papás: “Bueno, porque es parte de la historia, nosotros no pensábamos que era tan importante para ti, etcétera”. Eso fue lo único español que encontré, muy con la mirada de la tercera generación y con un trabajo de archivo y de las llamadas telefónicas que a mí me sirvió de referencia total para mi película.