«La palabra cine ya me suena conservadora. La imagen audiovisual tiene otras formas posibles además del cine. Estoy hablando de una nueva maquinaria de imágenes, de nuevas fantasmagorías, nuevas e insospechadas sombras electrónicas; mejor aun, luces electrónicas que, por ahora, apenas entrevemos». En el escenario de la inmensa sala 1 del Memorial de América Latina en São Paulo, iluminado solamente en la pequeña zona destinada al personaje en escena, Fernando Birri, de 81 años, contemplaba así el futuro en su clase magistral, hacia el final de la mañana del 14 de julio de 2006, luego de ser presentado por el presidente del Memorial, Fernando Leça.
Escribe MARILUCE MOURA
A decir verdad, la mayoría de las personas reunidas allí para oírlo, de una franja etaria amplísima, entre menos de 20 y más de 80 años, conocía muy bien quién era aquella figura venerable de larga barba blanca, que recordaba a un profeta nordestino a los ojos de algunos o a León Tolstói al mirar de otros. Porque para los aficionados al cine de autor, fuera de la corriente comercial (mainstream), como era el caso de casi todos los presentes, el nombre de Birri, cineasta argentino pero ciudadano del mundo, conlleva nada menos que una metáfora de la capacidad de resistencia y de los múltiples renacimientos del cine latinoamericano en más de cinco décadas. Con cierta frecuencia, a él se le atribuye la paternidad del Nuevo Cine Latinoamericano.
La clase magistral formaba parte del I Festival de Cine Latinoamericano impulsado por el Memorial y por la Secretaría de Cultura del Estado de São Paulo, que coincidentemente tiene al frente en este momento al cineasta João Batista de Andrade. El evento fue inaugurado la noche del domingo 9 con la más reciente película de Fernando Birri, el documental ZA 2005. Lo viejo y lo nuevo, un mega-clip, como él mismo lo llama: un collage de escenas rescatadas de algunas de las mejores producciones del continente, de diferentes épocas, en donde tramos de clásicos como Memorias del subdesarrollo, del cubano Tomás Gutiérrez Alea, Vidas secas, del brasileño Nelson Pereira dos Santos, o Tire dié, del propio Birri, considerada una obra maestra fundadora, se articulan con escenas de trabajos cinematográficos recientes de alumnos de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños, en Cuba (EICTV). Como escribiera en O Estado de São Paulo el crítico Luiz Zanin Oricchio, la película es la perfecta imagen del sueño de un cine latinoamericano que se impone por su rigor, por su fuerza y calidad, y crece al margen de la gran industria mundial del entretenimiento.
Fernando Birri, casado desde hace 46 años con Carmen, es, destáquese ya, algo más que un cineasta: es un teórico del cine, profesor y educador que implantó múltiples experiencias de enseñanza de cine y televisión, entre las cuales la escuela de Cuba es sin duda la más brillante y avanzada. Es pintor, escritor, poeta. Es un visionario, un libertario, y buena muestra de todo ello se encuentra en el texto complejo y apasionado del Acta de Nacimiento de la EICTV, que integra el libro El alquimista democrático, cuya edición brasileña será publicada en breve gracias al empeño de Sérgio Muniz, documentalista brasileño, primer director docente de la EICTV. Birri es, finalmente y por encima de todo, alguien que jamás renunció a su derecho de construir cosas basadas en sus sueños más utópicos, aunque con método y rigor.
Seguidamente reproducimos los principales tramos de la entrevista que concedió a la revista Pesquisa de la Fundación de Apoyo a la Investigación del Estado de São Paulo (FAPESP), que la gran periodista brasileña Mariluce Moura dirigió de 1999 a 2014.
Si el audiovisual, el viejo cine, son obsoletos, si significan soñar los viejos sueños, todas las noches necesitamos cerrar los ojos para soñar los nuevos sueños
Me gustaría comenzar por el final de su conferencia: usted dice que hay algo nuevo que emerge en el panorama de la imagen que irá mucho más allá de un nuevo cine. ¿Cómo es eso?
Aún lo veo muy nublado, la bola de cristal aún está empañada, en brumas, no sabemos completamente, porque lo que tiene que suceder nunca se sabe ciertamente hasta que lo vemos, tautológicamente, es decir, desde distintos ángulos y en diferentes apreciaciones. Pero siento, intuyo que hay algo, que se avizora más que verse. Ese festival, muy serio, muy bonito, sirvió en gran medida para tener esta percepción. Por otra parte, Brasil siempre fue un ambiente de búsqueda, inquietudes y preocupaciones, capaz de señalar rumbos. Aquí la elaboración teórica del cine alcanzó un nivel muy alto comparado con otros países de América Latina.
¿En las universidades?
Sí, en las universidades, en la crítica, y también entre cineastas como Glauber Rocha, Nelson Pereira dos Santos, Roberto Santos, Leon Hirszman y tantos otros, ¿no? Tendría que hacer una lista de nombres, con Joaquim Pedro de Andrade, Cacá Diegues, Ozualdo Candeias, Geraldo Sarno, en fin, todos cineastas que acompañaron sus obras con elaboraciones teóricas sumamente importantes. Ese aporte de material teórico caracteriza al nuevo cine brasileño.
Este nuevo cine que usted ahora entrevé, ¿tiene que ver mayormente con técnicas de filmación, con la estética o con la reflexión teórica?
La verdad es que yo jamás sería capaz de separar todas esas cosas. Considero que ellas sólo se separan con propósitos de estudio, por ejemplo, cuando Leonardo da Vinci secciona un cuerpo y analiza un pequeño músculo que se tensa para que un dedo se mueva. Pero hay que analizar al propio hombre, y creo que son imprescindibles uno y otro, el pequeño tendón del dedo y el alma del hombre que mueve el dedo. En ese sentido, lo que ahora está pasando es que hay cosas que están llegando con respecto a todo un material, una retrospectiva que el Nuevo Cine Latinoamericano elaboró en casi medio siglo de vida. Y sí, lo que sucede, con sinceridad, es que muchas de las cosas que han sido elaboradas ya no son válidas, o mejor, son válidas para ayudar a pensar, pero las circunstancias ya no bastan. Por ejemplo, hay dos cosas que surgen de ese encuentro que me parecen muy importantes. La primera es que aquí se está lanzando ahora con mucha insistencia lo nuevo, los nuevos cines latinoamericanos, medio siglo después. Existe una pluralidad en ese movimiento, y eso es absolutamente nuevo. En un poema que escribí en los años 80 para un gran encuentro en Alemania llamado Horizontes, un prólogo para un enorme catálogo, hice ese poema en forma de ficha fílmica en el que decía que somos uno en la diversidad y diversos en nuestra unidad. Decía que había que mantener siempre esa característica, ese tao, esa dialéctica, que en definitiva enriquece ese momento antidogmático por excelencia.
Quiero decir que ahora esa diversidad adquiere mucha más fuerza, más evidencia, y en una explicación simplista podemos decir que existe mucho más cine. Hace 50 años, hablar de cine en Latinoamérica era hablar casi exclusivamente de los cines argentino, brasileño y mexicano. Más tarde, en los años 60, aparece el cine cubano con gran energía. Pero hoy, no hay país latinoamericano que no cuente con producción de cine. Y yo no limitaría la palabra producción al set cinematográfico, la usaría como producción de sentidos cinematográficos, extendiéndola así a la producción de revistas, de crítica, de análisis.
¿Y de televisión?
…y ahí vemos un punto crítico, y éste es que la palabra cine ya no basta.
Eso fue lo más sugerente de su charla: si la palabra cine ya no basta, ¿qué hace falta que crear en su lugar para ampliar el sentido de lo que ella abarca?
Hay que inventar una palabra que anticipe la invención real del medio. Por ahora podemos conformarnos con intentarlo con algunas que ya existen para eso, como por ejemplo imaginería audiovisual, que me agrada mucho. El imago, la imagen, que cuenta con un prestigio muy grande, casi fantasmagórico. Y como un fantasma audiovisual, quizá podamos compararlo con un ectoplasma, una nebulosa que se está completando de diversas formas y de la cual el cine es sólo una expresión.
Pero además del cine, usted contempla algo que se presenta desde varios medios.
Claro, pero no vamos a exagerar, vamos a quedarnos un poquito más cerca, y para comenzar podemos detenernos en todas esas formas que ya existen de hecho, no de modo anticipatorio. Y en ese sentido existe lo que Pasolini llamaba contaminatio: la contaminación de géneros. Asimismo, el cine es visto en pantalla normal y por lo tanto es muy difícil separar las cosas, lo que es documental, lo que es ficción. Y desde ya, en muchas películas existe una intersección, una confluencia de los géneros tradicionales con cosas que no conocemos aún.
De ahí la idea de docfic.
Claro, docfic es eso, es una reformulación propuesta por Orlando Senna en la Escuela de Cine de Cuba a principios de los años 90 a la que me adhiero porque me parece que comprende una intuición que de alguna manera define una cosa que también está siendo. Pero déjeme terminar lo que quería decir: adonde me parece que realmente apunta todo eso, como punto extremo, como una new frontier, una nueva frontera a la cual algunos ya llegaron, y que están ocupando para después partir hacia otros territorios desconocidos: el cine virtual, la imagen virtual. Lo que para la mayoría de un público de espectadores, de cinéfilos, aún permanece como algo secreto o prohibido, existe para una minoría súper específica, por ejemplo en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, Cambridge, Estados Unidos), lugar donde se experimenta desde hace décadas con un cine muy especial, que se puede tocar verdaderamente, y tantas cosas que surgen de alguna manera en tanto se desarrollan nuevas tecnologías. Y aquí tenemos una cuestión que usted me proponía anteriormente: el que las nuevas tecnologías, las nuevas expresiones, las nuevas críticas, coexisten, no son cosas que apunten unas hacia un lado y otras para otro. Es posible, eso sí, separarlas con objetivos de vivisección, de estudio, para compararlo con la anatomía; pero para que el cuerpo camine, viva, respire y ame tiene que estar completo.
¿Estamos hablando, entre otras cosas, de las experiencias de Medialab del MIT?
Sí, por supuesto, ellos cuentan con uno de los laboratorios más avanzados en los aspectos de la imagen virtual y, por supuesto, de todas las anticipaciones que de alguna manera derrumban las clasificaciones actuales o que juzgamos actuales y que son viejas en el cine.
El verdadero nombre de la EICTV de Cuba iba a ser Escuela de los Tres Mundos: América Latina y Caribe, Asia y África, para contraponer a la idea de Tercer Mundo
¿Lo que usted vislumbra como nuevo se vincula de algún modo al trabajo de medio siglo de enseñanza del cine en el continente, que comienza con la Escuela de Santa Fe? ¿Cómo se conjugan esos puntos en su reflexión?
Lamentablemente, por ahora no se juntan. Aún no nos encontramos en un momento de síntesis. Si me permite expresarlo así, tal como usted lo está intentando entender, no hay una respuesta preconcebida para esa cuestión. Pensemos todos juntos en ese sentido, y tal vez lo que nos ayude a pensar un poco en cómo se producen los fenómenos culturales en América Latina sea uno de los más reveladores e ilustrativos de ellos, o sea, el fenómeno religioso, casi diría antropológico-religioso. Me refiero concretamente al sincretismo.
Pero usted no se refiere a los nuevos movimientos religiosos o neopentecostales…
Voy un poco más atrás, por decirlo así. El concepto es el siguiente: esto que estamos utilizando, la imagen de alguna manera, en la realidad y en esa perspectiva que estamos intentando entrever, y aún una apreciación sincrética del fenómeno, y un momento previo al momento analítico y muy anterior aún al momento sintético que creo que es aquél en que se producirá finalmente la eclosión del fenómeno como un fenómeno social, colectivo.
O sea, estamos en un momento de florecimiento de variadas cosas, mucho antes de que se llegue a una nueva forma para el viejo cine, que, con todo, no sabemos cuál es.
Sí. Creo que la virtud y los riesgos de este momento se deben a que es un momento anticipatorio. Un momento en el cual lo nuevo sólo se intuye. El espíritu humano tiene diversas actitudes ante lo nuevo, pero hay dudas fundamentales: la primera es arriesgar, lanzarse en un doble salto mortal sin red al vacío y volar; ahí puede suceder todo. La segunda es volver hacia atrás.
¿Y qué es en este caso volver hacia atrás?
Seguir hablando de cine.
¿Pero corremos ese riesgo?
Sí, claro. No solamente lo corremos, sino que hoy en día lo practicamos concretamente.
En ZA 2005 la preocupación era mostrar un poco de esa posibilidad de collage, de sincretismo, de América Latina. ¿Cuál es la relación entre la película y todo lo que usted vislumbra como panorama del imaginario contemporáneo?
Son dos preguntas en una. La primera respuesta es: busco en esa película lo que busco en todas, pero un poco más, porque intento abarcar un período histórico enfrentando algunas secuencias de los filmes fundadores del cine latinoamericano con filmes de tesis producidos por los estudiantes de la Escuela (EICTV) en esos 20 años. Entonces, eso me da motivo para situar unas frente a otras como si fueran espejos, en primer lugar, para ver si una producción refleja a otra o, por el contrario, si no se reflejan, se rechazan, se quiebran por entero, o, la última opción, si indiferentemente se dan la espalda una a la otra y en lugar de reflejarse son simplemente superficies de vidrio y mercurio que no reflejan nada. Ésa es la preocupación de la película, una verificación de algo que se intenta comprender. Y cada uno que asuma su posición, que saque sus propias conclusiones. En ese sentido, el filme no tiene la pretensión de imponer nada, intenta proponer. La segunda cuestión es: ¿qué tiene que ver esa película con lo que hablábamos antes? Mucho, todo. Porque al hacer esa especie de balance, de alguna manera también estamos cerrando una ventana y abriendo una puerta, lo cual significa decir: «Esto es de esta forma, sigamos con otra». Ciclos culturales comienzan y alcanzan una conclusión, terminan.
Juzgo que en ese sentido la película también promueve ese tipo de preocupación que tengo en el momento, y, como dije al comienzo, se trata de compartir todo eso como una especie de mega-clip didáctico y colectivo para intentar entender algo, verlo, no para enseñar, sino para intentar aprender algo colectivamente. Como nada surge de la nada, tuve muy en cuenta la parte de Cesare Zavattini, no en las secuencias, sino en el nombre y en espíritu. Está también muy presente otro director italiano que en los últimos años de su vida trabajó mucho en ese sentido, que fue Rossellini. El gran director de Roma, ciudad abierta, de Paisà, de bellos filmes, en los últimos años de su vida se dedicó a la televisión, realizando filmes de una hora cada uno, como Sócrates, como Atti degli apotoli, como La toma del poder por Luis XIV. Eran filmes de una hora, muy simples, destinados a difundir la vida, el paradigma, la referencia en que se constituían grandes personalidades de la historia de la humanidad. Y muy abiertos, poco académicos en su manera de contar la historia.
Con toda la represión que las expresiones culturales han sufrido en América Latina, ¿cómo es posible entrever lo nuevo en el ámbito de la imagen surgiendo con tanto vigor? ¿Cuáles son las raíces de esa fuerza?
Es una pregunta al mismo tiempo muy difícil y muy fácil. Muy difícil si aplicamos el close-up. Pero si la miramos con teleobjetivo se torna un poco más fácil o por lo menos más gratificante responderla, porque así hablo de 500 años de historia y un poco más hacia atrás. Entonces, al ver a América Latina en esa perspectiva inversa, digámoslo así, resulta más sencillo comprender que en esos 500 y tantos años de historia, incluyendo la fase precolombina, de una riqueza impresionante, este continente fisiológicamente se muestra destinado a ser aquello que está siendo. Es decir, a elaborar la química de lo nuevo. Porque eso es lo que es.
¿Cómo comenzó su experiencia de enseñanza en cine?
Comenzó porque yo justamente quería aprender a hacer cine en Argentina, allá por los años 50, y todavía no había dónde hacerlo. Entonces la única manera posible era ir a un estudio, trabajar con alguien que hiciera películas y aprender en la práctica al lado de esa persona. Pero cuando intenté hacer eso en Buenos Aires por todos los medios posibles e imposibles, pues me ofrecí incluso para trabajar barriendo el estudio, no lo conseguí. Eso no funcionaba, no era lo habitual.
¿Había estudios de cine en Buenos Aires?
Claro, varios estudios importantes. Allí estaban Argentina Sonofilm, San Miguel, Lumiton, que formaban parte de la industria tradicional. Y me di cuenta, reflexionando luego sobre eso, de que en general todas las cosas que tendrán un destino nacen de una carencia. El fuego, por ejemplo, surge de la oscuridad. Después, bueno, sirvió para cocinar también, pero nació de la necesidad de derrotar la oscuridad. Entonces el ser humano, ante una carencia, inventa cosas con su capacidad imaginativa. La cuestión es que en Argentina no conseguía estudiar, y ese momento coincidía con una situación política muy tensa.
Era el primer período del peronismo.
Sí, para mí un momento muy difícil, pero no hablo específicamente del peronismo, hablo concretamente de la situación del cine durante el peronismo. Lo primero es un concepto político mucho más complejo y tendría que articularlo de otra manera. Estoy refiriéndome específicamente al cine y la necesidad que tenía una persona, un muchacho anónimo, sin ningún antecedente, de aprender a realizar cine en ese país.
Usted de alguna manera ya convivía con el cine. ¿Cómo surgió su interés?
Mire, yo provenía de una familia de artistas; mis tíos, todos, de alguna manera estaban ligados al arte, la música, la pintura. Mi padre era profesor de ciencias políticas y sociales, pero ésta en verdad era una carrera que sobrellevó y reprimió, por otro lado, su verdadera vocación, que era la de pintor. Yo crecí en ese ambiente, y el cine fue un poco un sucedáneo de mi infancia, de la actividad que dominó mi vida, que era un teatro de títeres. Después yo escribía poesía, pintaba desde jovencito. También comencé una carrera de abogado, pero eso me generó un problema terrible, una crisis, y al final mandé al diablo la carrera. ¿Sabe que cuando el diablo se presentó a Lutero, éste le tiró la Biblia para que la leyese, no? En mi caso no lo hice con la Biblia, pero sí con un libro de tapa roja, el Curso de economía política, de Gide, un economista francés. En el momento más alto de mi crisis, yo leía, leía, leía y no lograba entenderlo, entonces lo arrojé contra la pared, como Lutero contra el diablo, y allí decidí que no iba a ser abogado, pero sí director de cine.
La vida como un proyecto comunitario y utópico: dos conceptos que animaron todo mi trabajo. Y espero estirar la pata, como dicen, y dar mi último suspiro (¡viva Buñuel!), viviendo dentro de esta realidad
¿Cuántos años tenía en ese entonces?
Pienso que algo menos que 20 años, 17 años. Bien, yo ya había fundado el primer teatro experimental de la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe; había fundado también el cineclub Santa Fe. Quiero decir, ya tenía un vínculo con el cine, había una predisposición, pero…
Entonces el mundo perdió un abogado.
Tuvimos la suerte, recíproca.
Buenos Aires no lo aceptaba…
No, lo que no me aceptaba era el cine en Buenos Aires. La ciudad era fascinante, encontré mucha gente, amigos, estaban Ernesto Sábato, Xul Solar, Mario Trejo, otros, mucha gente, todo un clima muy simpático, y trabajé también como actor en una obra surrealista de García Lorca que se llamaba Así que pasen cinco años. Pero con el cine se dio esa dificultad, y además todo coincidió con un fenómeno histórico muy importante que era el neorrealismo italiano. Estábamos en los años en que llegaban a Argentina los primeros filmes italianos. Además, le digo que en Argentina había una cultura cinematográfica. Por ejemplo, Serguéi Eisenstein, a quien conocí antes por leerlo que por verlo, porque habían traducido del ruso El sentido del cine, un libro determinante, y entre eso y el neorrealismo italiano fueron mis grandes impulsores para seguir adelante. Entonces me decidí a viajar a Italia, y fue mi primer exilio, digámoslo así.
El exilio de los años 50.
Exacto. Fui dispuesto a experimentar la cinematografía y estudié en el Centro Experimental en un momento en que ya arribaban otros estudiantes de América Latina atraídos por el neorrealismo, de los cuales los dos primeros fueron éste que le habla y un compatriota suyo de quien gusto mucho, Rudá de Andrade, una persona encantadora.
¿Quiénes eran sus profesores en Roma?
En ese momento había en el Centro profesores fijos, como el crítico Mario Verdone, por ejemplo, un gran historiador del cine italiano, pero por otra parte venían a dar cátedra los grandes directores como Vittorio De Sica, Luchino Visconti o el mismo Roberto Rossellini. También Renoir… Era una enseñanza muy seria, de mucha formación.
Y entonces los dos jovencitos de América Latina recibieron su formación de cine de los grandes maestros italianos.
Exactamente. Y después llegaron otros latinoamericanos: vino García Márquez, vino Tomás Gutiérrez Alea, también Glauber Rocha pasó por el Centro Experimental, y tanta gente más. Tarik Souki, de Venezuela; Julio García Espinosa, también de Cuba. Una gran cantidad de compañeros.
¿Cuánto tiempo terminó quedándose en Roma?
Terminé mis estudios en el Centro Experimental, que fueron dos años, me gradué, y, al mismo tiempo, comencé a trabajar en el cine italiano, en varias cosas. Trabajé como actor en la primera película de Francesco Maselli, Gli sbandati, con Lucia Bosè y otras personas. Luego trabajé como asistente de dirección de Carlo Lizzani, un gran cineasta que después también fue director del Festival de Venecia. Trabajé como asistente de Vittorio de Sica y de Cesare Zavattini en el filme Il tetto. Zavattini fue mi gran amigo, fue la persona con quien tuve diálogos más serios, más profundos y más determinantes en mi futura carrera, porque era un volcán, una erupción de ideas constante, un gran innovador, un precursor de muchas cosas, de lo que luego iba a ser el cine nuevo, el nuevo cine, el cine libre, el cine democrático, el video democrático del que tanto se habla hoy. Él fue el primer hombre que lanzó los famosos cinegiornali liberi, jornadas de cine libre, que eran como noticieros, pero absolutamente antioficiales, en contra de la retórica de la cultura oficial, muy provocadores, en esa época más fuerte, más floreciente y productiva del neorrealismo. A Zavattini, justamente por eso, le dedico ZA 2005. Lo viejo y lo nuevo, un mega-clip didáctico y colectivo en homenaje a los 20 años de la EICTV, que se completan ahora.
Finalmente, ¿cuántos años permaneció en ese tiempo de estudios y trabajos italianos?
Estuve hasta 1955; pasé por lo tanto seis años, contados desde 1950. Después regresé, porque parecía que Argentina iba a tomar otro rumbo, había interés en mi experiencia y yo creía que ya sabía realizar una película. Ya había hecho varios documentales, había hecho Immagini popolari siciliani, Selinunte, Alfabeto notturno. Además había trabajado como asistente en varios filmes de ficción. De esa forma decidí que había llegado el momento de volver a Argentina. Volví con un proyecto de película que era Los inundados, y ya había trabajado, madurado y escrito una especie de primer guión.
Usted efectivamente hizo ese filme.
Sí, fue mi primera película de ficción, mi primer largometraje. Pero tampoco encontré la posibilidad de que la industria cinematográfica argentina se interesase por hacerlo en Buenos Aires, y entonces decidí quemar las naves, romper con todo lo que era institución, el aparato oficial, y volví a Santa Fe para comenzar desde el llano. Organicé un seminario donde tuve casi cien alumnos que nunca habían hecho cine. Había de todo: amas de casa, pintores, bomberos, estudiantes universitarios. Llenamos una sala y allí hicimos prácticamente los primeros fotodocumentales, que eran la manera más simple de hacer un proyecto de filme, con fotos y con papeles, con epígrafes, saliendo a hablar con las personas, preguntar por sus problemas, sus aspiraciones, sus iras, sus deseos, sus esperanzas, sus sueños y, al final, luego de dos años de trabajo, ya nos habíamos organizado como grupo en la universidad, a través de un Instituto de Sociología que era muy progresista.
Un instituto de la Universidad Nacional del Litoral.
Sí. Ahí prácticamente nació Tire dié, que es el primer estudio, la primera investigación social que se filma en América Latina. Es un filme muy polémico, que dividió a Argentina en voces a favor y en contra, tuve muchos detractores y asimismo mucha gente que lo apoyó. Tiene una mirada directa acerca del tema sobre el cual usted me está inquiriendo, el de la enseñanza. ¿Por qué? Primero porque existe una paradoja, dado que voy a Argentina para hacer un filme de ficción y, ante la imposibilidad de lograrlo, vuelvo a foja cero y hago un documental como una especie de exploración de campo que más tarde se va a traducir en la base de la película de ficción que realizo más adelante, Los inundados. Entonces, entre Tire dié, que comienza a ser hecho en 1955, en el cual se trabaja durante todo el año de 1956, más 1957 y tengo la primera copia lista en 1958, y Los inundados, hay un aire de familia total, digamos. Pero ahora vemos que eso se vincula con algo de lo que estamos hablando: el que Tire dié es un filme-escuela. Es mi manera de hacer escuela. Hace tiempo que sé que el cine se aprende haciendo cine. Las especulaciones teóricas son fundamentales e imprescindibles en la medida en que cuenten con su contrapartida de praxis. Teoría y práctica van juntas, y entonces nos enfrentamos a una fórmula que es más o menos la europea, en la cual se privilegiaba demasiado la teoría. Yo hago un poco al revés: parto de una praxis y en ella analizo la teoría en que se sustenta. Es eso lo que pasa con Tire dié, por eso es un filme-escuela, un filme hecho para que las casi cien personas que lo hacen aprendan a hacer cine, hagan cine por primera vez en su vida. Por eso, además de ser un filme-escuela es también un filme-colectivo. Y ésa es otra de mis ideas fijas, de mis obsesiones: el cine como arte colectivo.
Pero usted es el director. ¿Cómo la película, siendo obra suya, es una obra colectiva?
Es por que nunca fui un director en el sentido tradicional de la palabra.
¿Usted nunca tuvo visión autoral?
Sí, por supuesto, el autor de todos mis películas es el colectivo, somos todos directores. Es en ese sentido que Tire dié fue determinante y cumplió una función de estímulo, como una persona que provoca, suscita. Visión autoral sí, pero autoritaria nunca.
Las raíces de ese abordaje, de esa forma de hacer las cosas, en su caso, ¿se acercan a una concepción marxista?
Sí, es una parte de las cosas, pero no sólo es eso. Porque soy marxista, pero también soy tántrico, soy zen, rechazo los pequeños rótulos, porque soy cronopio, soy fama. Pero es verdad que hay raíces marxistas, esa concepción parte de una visión comunitaria de la vida, o de la vida como un proyecto comunitario y utópico, dos conceptos que animaron todo mi trabajo. Y espero poder estirar la pata, como dicen, y dar mi último suspiro (¡viva Buñuel!), viviendo dentro de esta realidad.
¿Es bueno pensar la vida como un proyecto comunitario y utópico?
Si no fuese así, ¿que gracia tendría? No me habría divertido (y sufrido) como tanto lo he hecho en esta vida, con todos los dramas y las tragedias de los que participé, fui parte y sigo participando y compartiendo, y al mismo tiempo sabiendo que definitivamente eso es lo que da sentido a las cosas, por lo menos así a mí me parece.
¿Cuánto duró la experiencia de Santa Fe?
Para mí duró hasta 1963 más o menos, un poco antes tal vez, digamos principios de los años 60. Porque entonces la situación política se puso otra vez muy fea en Argentina, el virus fascista y dictatorial volvió a impregnar toda la sociedad argentina. Hubo un período más o menos democrático del presidente Arturo Frondizi, pero los militares volvieron una y otra vez a sacar sus asquerosas botas para pisotear a todos y acabar con todo. Y entonces, para preservar un poco la escuela cuyo nombre oficial era Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral, pero que pasó a la historia del cine con el nombre de Escuela Documental de Santa Fe, decidí que no me quedaba otra opción sino irme.
¿Los documentales que fueron realizados mientras usted estaba al frente de la Escuela de Santa Fe se han preservado?
Algunos sí, otros no. Y al final, ya en la época más dura de la dictadura, en los años 70, terminaron por cerrar la Escuela. La cerraron y los militares se quedaron con todas las cosas, las cámaras, las moviolas. Llegaron una noche con dos grandes camiones cubiertos con toldos de lona, pusieron todo dentro y desapareció la Escuela. Pero todo esto no es una historia trágica, sino todo lo contrario, porque ahora la Escuela existe otra vez. Hace tres o cuatro años fue reabierta y posee incluso un estatus de gran reconocimiento a nivel oficial, se llama Instituto de Medios Audiovisuales. Y en el país, una nueva escuela va a ser inaugurada en la Universidad de San Martín, en la provincia de Buenos Aires. Es una universidad muy nueva, avanzada y progresista que funda una escuela de cine documental.
Usted entonces partió una vez más en los comienzos de los 60. ¿Esa vez adónde fue?
Al único lugar donde pensaba que de alguna manera podría encontrar las puertas y las ventanas abiertas. Hablé con un amigo de São Paulo, le dije que estábamos en una situación insostenible, teníamos que salir de Argentina, y quería saber si había alguna posibilidad de venirnos a Brasil. Y entonces ese amigo que era el querido Vlado [Vladimir Herzog] me dijo simplemente: «Vengan, los estamos esperando». Era 1963 y Brasil vivía una apertura democrática increíble. En pocas palabras, dejamos atrás la Escuela, éramos cuatro compañeros, hombres y mujeres: Edgardo Pallero, su compañera Dolly Pussi, Manuel Horacio Giménez y mi compañera Carmen. En São Paulo nos organizaron una conferencia en la Cinemateca, donde estaba Paulo Emílio [Salles Gomes]. Quien la organiza es Rudá de Andrade, y junto con él, está Vlado y también Sérgio Muniz; está todo el grupo con el cual, cuando termina la charla esa misma noche, salimos todos con un entusiasmo único, hablando sobre hacer películas y esto y aquello. Habíamos presentado Tire dié y otros documentales de la Escuela y entonces se aproxima un señor, joven aún, pero algo mayor que nosotros, que dice: «Qué bien, tengo una casa de fotografía que cuenta con equipos», y ese señor…
¡Thomaz Farkas!
¡Sí, el gran Thomaz Farkas! Nace ahí el Movimiento Documentalista Paulista. Thomaz decide llevar adelante esa empresa y la asume económicamente, produce los documentales. Nos quedamos unos meses más, después vamos a Río de Janeiro, porque yo ya venía preparando un proyecto con Ferreira Gullar, que era João Boa Morte. Trabajo con él, y ahí se produce aquella cosa increíble, cuando las tierras son dadas a los campesinos. Esos también son los meses en que se estrenan Vidas secas y Dios y el diablo en la tierra del sol.
Nuestras dos obras maestras.
Sí. Asimismo, hay toda una hermosa efervescencia, un momento único. Recuerdo la celebración de lo que debería ser el principio del fin de los latifundios. Los campesinos iban llenando la plaza, llegaban con los tractores, las hoces. Las gavillas de trigo me hacía pensar en La tierra, el film de Dovzhenko de los comienzos del cine soviético, una cosa increíble, impresionante. Era el comienzo de una era, y justamente por eso una semana después se corta y llega un contragolpe, por lo cual mis propios compañeros me aconsejan dejar Brasil. Somos una complicación también para ellos porque en ese momento no hay garantías de seguridad para nadie. Así es como tuve que irme otra vez.
Estamos en 1964 y usted vuelve a Italia.
Pasé primero por Cuba, y allá tampoco pude hacer nada, porque el cine de ese país se encuentra en un momento económico muy difícil. Entonces voy a Italia y ahí comienza un período que continúa en cierta forma hasta este momento en que estoy hablando. Fue un período dolorosamente frustrante al comienzo, muy activo después, en el cual tengo que tornarme un ciudadano del mundo. Y existe una frase muy desgarradora de un cineasta argentino que fue asesinado por la dictadura en París, Jorge Cedrón, que desde entonces pasó a ser mi lema: «Mi patria son mis zapatos». La vida me obligó a ello, entonces lo asumo, lo asumo bien y con sueños de futuro. ¡Punto y basta!
Cuando usted regresó a Italia, ¿volvió a trabajar con los directores del neorrealismo?
No, mi cuerpo volvió a Italia, pero no volvió mi alma. Mi alma siguió no sé por dónde, y comenzó un período muy duro, que algunos llaman exilio interior. Bueno, como sea, el exilio exterior, el exilio interior, es toda una gran ausencia, y en cambio yo lo evoco en una película que me insumió diez años de trabajo, que se llama Org. Es un nombre inventado (cuya raíz etimológica está en la palabra orgasmo), y es un filme que dedico al Che Guevara, a Méliès, el cineasta de Viaje a la luna, y a Wilhelm Reich, el autor de la revolución sexual. Porque creo que son tres figuras emblemáticas que quedan del final de los años 60, cuando el hombre llega a la Luna, en 1969, y antes, en 1967, cuando se produce el asesinato del Che, y cuando la situación política explota, en 1968, en el Mayo Francés, en el proyecto de un nuevo mundo que se transforma. La película trata de todo eso, y es también un manifiesto por un cine cósmico, delirante y lumpen. Es una película absolutamente demencial. Pero que traduce las Utopías (positivas) y Distopías (negativas) de ese momento de demencia única. En cierto modo es una película que participa de las tensiones de A idade da terra, de Glauber. Son dos filmes hermanos.
Tal vez lo que nos ayude a pensar un poco en cómo se producen los fenómenos culturales en América Latina sea uno de los más reveladores e ilustrativos de ellos, o sea, el fenómeno religioso. Me refiero concretamente al sincretismo
¿Y esta vez hasta cuándo se queda usted en Italia?
Hasta que terminé Org y regresé a América Latina por Venezuela. En el norte de Venezuela, en Mérida, existía un departamento de cine de antiguos compañeros míos en Roma. El director era Tarik Souki. Volvimos a encontrarnos y él me llevó a la Universidad de los Andes, en Mérida, donde fundé a comienzos de los años 80 otra escuela, el Laboratorio Ambulante de Poéticas Cinematográficas. Era una cosa muy sencilla, que decíamos que estaba hecha para hacer cine, leer cine y pensar cine. Allí trabajé varios años, terminé en 1983 mi filme Rafael Alberti, un retrato del poeta y, luego de varios años de trabajo, volví a Italia, y de ahí a Nicaragua, y a Cuba.
¿Por qué era ambulante?
Porque estaba calzado en mis zapatos. El laboratorio iba donde yo iba, ésa era la idea. Estuve en muchas partes del mundo. De Suecia a Angola, o Mozambique, pasando por Alemania. Claro que también viajé dentro de América Latina, por Nicaragua, México, Colombia, Brasil, Argentina: medio mundo y un poquito más. Y era una manera de ir difundiendo, de ir plantando las semillas del Nuevo Cine Latinoamericano.
¿Podría hacer un breve resumen de la fundación de la Escuela de Cuba?
Yo casi le diría que ella nace en 1986, como una consecuencia lógica del movimiento de cine latinoamericano, como proyecto de la Fundación de Nuevo Cine Latinoamericano, formada por todos nosotros, y muchos brasileños inclusive, como Cosme Alves Neto, determinante en ese proceso, Geraldo Sarno, Silvio Tendler, ahora también Wolney Oliveira, tantos compañeros… Es un proyecto absolutamente autónomo, original, porque reconoce todas las experiencias, pero no se propone imitar ningún modelo. Cuando me encargaron elaborarlo, entre las personas que llamé para colaborar estaban Sérgio Muniz y Orlando Senna, después mi sucesor en la escuela. Él introdujo el concepto de docfic, una tendencia estética donde de alguna manera se superan las viejas formas esclerosadas de la ficción, por un lado, y del documental, por otro. Pero cuando llegué a Cuba vi que ya estaba García Márquez, quien ya había confabulado con Espinosa, entonces presidente del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) y con Fidel Castro. La idea era encargarme de la dirección, era realmente la fundación de la escuela de cine. Imaginaba el gran trabajo que íbamos a tener, lo que iría a significar no hacer una cosa déjà vu, repetitiva. Pero el trabajo sería colectivo.
Convocamos a compañeros de todos los países de América Latina. Sérgio Muniz vino como director docente, Tarik Souki como director de producción, Orlando Senna como profesor del staff de dirección. Y, para comenzar, el verdadero nombre iba a ser Escuela de los Tres Mundos: América Latina y Caribe, Asia y África, para contraponer a la idea de Tercer Mundo, una denominación que siempre aborrecí, porque me parecía indigna… Pero eso quedó como un sobrenombre. Bueno, la Escuela nace con parámetros muy específicos y muy innovadores. Hoy cuenta con un gran y justo prestigio internacional, se mantienen ligadas práctica y teoría, los alumnos filman como locos, no hay día ni hora en que no estén dando vueltas con cámaras y grabadores. Pero creo que es hora de expandirse al área de las tecnologías electrónicas.
Y así volvemos al principio de nuestra entrevista: mirando al futuro.
Exactamente. Es ése el sentido de esto: estimular un imaginario y una imaginación que de alguna manera anticipen el futuro. Si el audiovisual, el viejo cine, ya no sirven para nada, si son obsoletos, si significan soñar los viejos sueños, todas las noches necesitamos cerrar los ojos para soñar los nuevos sueños.