Palabras de ELENA VILARDELL, Secretaria Técnica y Ejecutiva del Programa Ibermedia, por los 25 años de Ibermedia celebrados en la Secretaría General Iberoamericana.
El cine es el arte de nuestro tiempo.
De tanto repetirlo parece ya una frase hueca, una redundancia, un lugar común. Y sin embargo, las memorias de viejos o jóvenes, de los dedicados a las artes y de las amas de casa, de los lectores y de los deportistas, de periodistas y obreros, están plagadas de cine, impregnadas de celuloide. Y es que hoy día nuestra memoria y la identidad se han cimentado en la intimidad de la pantalla.
El cine, como nadie, nos ha enseñado no sólo las realidades de distintas geografías. Nos ha dado, también, los códigos de conducta de ese siglo veinte que nos forjó y nos formó.
Ha sido el manual de instrucciones privilegiado para saber cómo prender una fogata en una isla desierta, cómo matar un vampiro, cómo fraguar un crimen, cómo seducir y, por qué no, cómo abandonar al ser amado.
El cine es al mismo tiempo testimonio de nuestra época y manual de conducta para comprender a nuestro entorno.
Por ello, decir que el cine es el arte de nuestro tiempo no sólo es una verdad de Perogrullo, sino un lema que debemos repetir una y otra vez aquellos que tenemos en la vida la apremiante, difícil y jubilosa tarea de guardar la memoria de nuestro tiempo y de nuestras gentes. La tarea de hacer cine.
Por muchos años ha permeado la noción falsa de que el cine, ese cine que nos da cara rostro y voz, se hace solamente en la Alta California.
Y que al resto, ese resto que nos incluye a nosotros habitantes de este Mare Nostrum Iberoamericano, no nos toca más papel que el de ser receptáculos de esa identidad que nos llega de afuera y nos trastoca.
Parecería que estuviéramos condenados a diluirnos y desdibujarnos en ese magma que habla y piensa en inglés.
Falso.
Desde ambas márgenes del Atlántico, los iberoamericanos hemos ido construyendo una identidad propia, que finca, entre otras cosas, sus cimientos en la pantalla.
En ella creamos una memoria colectiva y forjamos vasos comunicantes entre nuestros pueblos. Identidades diversas de un tronco común: el cine.
Durante los años cuarenta, debido a circunstancias que hoy se tildarían de globales, y entonces solamente de históricas, nuestro cine pudo crecer, florecer, desarrollarse, subsistir.
La Segunda Guerra nos marginó, y al afortunado amparo de su olvido nuestras cinematografías cobraron densidad, historia, rostros.
Nacieron nuestros iconos. De ojos negros, pelo oscuro. Mestizos, blancos, indios, negros, mulatos; tan variopintos como nuestra geografía. Retrataban a nuestros tíos, abuelas, cuñados. Hablaban de nuestros parias, y mitificaban a nuestros héroes; a los de la historia y a los de todos los días.
Ellos, esos iconos de celuloide, guardaron nuestra memoria. Y más importante aun, forjaron nuestra memoria próxima, nuestros recuerdos del porvenir. Les debemos esa hermandad, esa simpatía, esos recuerdos de infancia en común que tantas veces facilitaron la comprensión, el acuerdo, la simpatía entre los países iberoamericanos.
Pero los tiempos cambiaron.
Desde los años sesenta, el alguna vez frondoso panorama de las cinematografías iberoamericanas se vio acosado, cuando no vencido, por el impulso omnipotente del cine hollywoodense.
El acoso fue exitoso. Año tras año fue relegando al olvido esa memoria colectiva labrada en la oscuridad de las salas de cine. Esa memoria con la que nos identificábamos y nos comunicábamos.
Los iberoamericanos nos dimos la espalda a nosotros mismos.
Se trataba de tener otra cara, otra tez, otro yo. De emular a los otros, a aquellos que desde afuera nos decían qué cara teníamos que tener, la casa que deberíamos tener, el futuro que desearíamos tener.
Nos volvimos, a ojos de nosotros mismos, países inadecuados, incómodos.
Nos volvimos un continente de perfil. Volcados al norte, buscando en él las respuestas y La Respuesta. Su aprobación, su beneplácito. Escondiendo la cara y mirándonos entre hermanos de reojo y con desconfianza, porque la cara del otro nos recordaba la cara propia.
Pero «aquí nos tocó vivir», decía Carlos Fuentes en boca de Ixca Cienfuegos, en las primeras páginas de La región más transparente.
Tenía razón: no nos queda otra alternativa que aceptarlo. De gestar el reencuentro, de recomponer nuestra identidad, de dejar de pedir perdón por el mero hecho de ser distintos.
Estamos forjando un nuevo rostro para nuestros países. Un rostro que dé la vuelta al mundo. Que llegue de Bangkok a Estocolmo, de la gran ciudad a la aldea perdida.
El rostro que nos dé a conocer. Que dice: aquí estamos y esto somos.
Que nos permita dejar de ser esas falsas señoritas de pandereta, toreros de pacotilla, bandidos sanguinarios, meseros obsequiosos, acompañantes del vaquero, o feraces narcotraficantes que pervierten a una rubia juventud inmaculada.
Dejar de pensar de nosotros lo que los otros piensan de nosotros.
Pero hacer cine es una empresa difícil.
Difícil porque además de ser arte, el cine es una industria y una industria cara. Una industria que depende de un público que durante años y años se ha pervertido. Un público que se ha acostumbrado —y eso es lo grave— a irle al bueno, rubio y extranjero, incluso en contra de sus propios paisanos. A desdeñar su propia historia.
Los que hacemos cine tenemos que remontar esa ola.
Y es que la taquilla de nuestros países es parte del Imperio del Celuloide Hollywoodense que domina cerca del 90% de nuestras entradas.
Las películas españolas, portuguesas o latinoamericanas, aquellas pocas que logran traspasar las fronteras de sus patrias respectivas, se cuentan con los dedos de una mano.
Es una tristeza, y es un pecado.
Aisladas, cada una de las industrias cinematográficas locales son pobres e insuficientes. Juntos, somos una masa sólida y compacta de público que va al cine, y mucho.
Somos muchos y nos gusta el cine. Así de claro.
Por ello era evidente que la solución de nuestro cine radicaba en la conformación de un entramado basado en nuestros múltiples lazos comunes, que ligase a nuestros distintos países en una connivencia que vincule desde la producción hasta la exhibición.
Para tal efecto se forjó el Fondo Iberoamericano de Ayuda IBERMEDIA en 1997, durante la Séptima Cumbre Iberoamericana.
De eso son ya hoy 25 largos años.
Y unas más de ochocientas películas.
Sonidistas cubanos, camarógrafos venezolanos, directores argentinos, escenógrafos portugueses, actores españoles, editores peruanos, cruzan constantemente nuestras fronteras, una y otra vez.
Hemos trabajado hombro con hombro. Nos hemos sorprendido con nuestras diferencias y regocijado de nuestras semejanzas.
A través de Ibermedia las coproducciones han florecido. Se han apoyado películas de diverso corte y catadura. Cada una de ellas ha reflejado libremente la manera de ver el mundo de su creador y, por consecuencia, de su entorno social y nacional.
Ibermedia apoyando, ha apoyado por partida doble: al cine como arte y al cine como industria.
Sus esfuerzos han resultado fructíferos. Se nota en la calidad y la cantidad de las películas. En la avalancha de premios en los festivales internacionales más importantes.
Y el crecimiento de nuestro público, escaso pero fiel y en aumento, es prueba inequívoca de que vamos por buen rumbo.
Por ello podemos seguir haciendo cine y, con él, tener nombre, voz, rostro.
El cine es nuestra cara pública.
Con ella nos conocen los de afuera. El cine nos hace familiares, próximos, entrañables.
Es, también, nuestra voz privada. Con ella nos conocemos a nosotros mismos.
Sobre esa voz y ese rostro, cimentamos nuestro proyecto de nación.
El cine, no es un lujo del que se puede prescindir.
No hay crecimiento sin cultura. No hay desarrollo sin cultura. No hay democracia sin cultura.
El cine no es un bien prescindible al que se le tomará en cuenta cuando vengan tiempos mejores. Porque cuando pensemos que han llegado esos tiempos mejores, ya no sabremos para qué queremos esos tiempos mejores. Habremos perdido el rostro, la voz y el alma.
El cine es un arma. Un arma delicada, fina. Lo sabemos. Tenemos en Ibermedia una buena plataforma para su uso.
En estos veinticinco años ha apoyado a directores noveles y a directores veteranos. Ha coproducido películas de corte comercial y de aliento personal. Ha promovido el intercambio de profesionales. Ha apoyado la distribución y la exhibición. Ha logrado, poco a poco, que el público regrese a las salas y rehaga nuestro imaginario colectivo.
Ha logrado, también, que el público de otras latitudes nos vea a través de nuestros ojos y no de los del acartonado estereotipo al que estábamos condenados.
En los últimos años, películas iberoamericanas han sido exhibidas en todos los puntos cardinales del planeta, dando a conocer nuestra verdadera cara. Nuestra historia, sin maquillaje ni falsedades. Sin máscaras o antifaces. Sin vanagloriamos ni avergonzamos de nosotros. Sin arquetipos falsos y simplistas. Así, tal como somos.
Hablamos por nuestra gente. Somos su memoria. Vamos a ayudar, con las poderosas armas del cine, a dejar de mirar de perfil para poder vernos las caras.
Para vernos a los ojos, en ese espejo negro de sueños y pesadillas que es la pantalla del cine. De nuestro cine.
Crédito de las fotos: © SEGIB