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Brevísima arqueología del cine venezolano

El Festival de Montreal otorga el Premio Glauber Rocha a la Mejor Película Latinoamericana a La distancia más larga, el primer largometraje de Claudia Pinto. Dos semanas después, el Festival de San Sebastián premia con la Concha de Oro a Pelo malo, de Mariana Rondón. Ambos están entre los diez festivales más importantes del mundo, y ambos se han rendido a películas dirigidas por sendas directoras venezolanas. Algo muy bueno debe de estar pasando con el cine en Venezuela, y en especial con el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC) que promueve y financia el cine independiente de ese país, para que hoy se esté hablando y viendo –o deseando ver– La distancia más larga y Pelo malo en todo el mundo. El escritor Fedosy Santaella nos cuenta desde Caracas los motivos de ese éxito y, ya puesto, repasa también la historia reciente de una cinematografía que merece conocerse a fondo.

Escribe FEDOSY SANTAELLA

Se viene hablando mucho en estos días del cine venezolano. Su presencia y su óptima actuación en los festivales le han dado una visibilidad importante. Sin embargo, ¿de dónde viene el cine venezolano? ¿Acaso es una explosión aleatoria, circunstancial? Quizás, yendo un poco hacia atrás, podamos conocer sus orígenes, su evolución, y entender hacia dónde se dirige.

El cine como presencia se encuentra en Venezuela desde finales del siglo XIX. En 1896, a sólo un año de la exhibición de los Lumière, se proyectan en la ciudad de Maracaibo las escenas fílmicas tituladas Célebre especialista sacando muelas en el Gran Hotel Europa y Muchachos bañándose en la laguna de Maracaibo. El sonido llega en los años de 1930. La todavía hoy en día señera empresa Bolívar Films se funda en los cuarenta. En 1951, la cinta La Balandra Isabel llegó esta tarde, de Carlos Hugo Christensen, ganó el premio a mejor fotografía en el Festival de Cannes. En el 59, el documental Araya, de Margot Benacerraf, obtiene el Premio de la Crítica en el mismo festival. Pero digamos que el verdadero arranque del cine venezolano tiene lugar en los años setenta.

Oriana. © Pandora Films.
Oriana. © Pandora Films.

El cine de estos años, llamado ‘Nuevo cine venezolano’, tuvo una fuerte carga de pensamiento social. No es de extrañar, la lucha armada encontró su momento durante los sesenta y se extendió un tiempo más hasta la presidencia de Rafael Caldera en 1969. Tampoco estaban lejos otros movimientos de corte también social como el ‘Free Cinema’ británico, el ‘Cinema novo’ brasileño, o el mismo y más cercano en el tiempo ‘Nuevo Hollywood’, representado por figuras como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Robert Altman y Woody Allen, entre otros.

Fueron años de una notable presencia del cine hecho en casa, y una buena cantidad de esas películas conocieron el buen sabor de la taquilla. El asunto es que había dinero. El petróleo estaba en alza (de hecho, se vivía en la llamada Venezuela Saudita) y desde las instancias gubernamentales surgieron iniciativas interesantes. Durante el primer período presidencial de Carlos Andrés Pérez se creó la resolución 5776 que permitió la comercialización de películas nacionales. También, en 1974, se formó la Federación Venezolana de Centros de Cultura Cinematográfica (FEVEC), y en 1975 se estableció un convenio entre Corpoindustria y Corpoturismo con el fin de financiar largometrajes. De este mecenazgo político surgieron cintas como Cuando quiero llorar no lloro (1976), de Mauricio Wallerstein; Soy un delincuente (también correspondiente al 76), de Clemente de la Cerda; Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia (1977), de Alfredo Anzola; El pez que fuma (también del 77), de Román Chalbaud, o País portátil (1979), de Iván Feo. Los cineastas de aquel entonces tenían la necesidad de contar el país, el cine estaba ligado a esa episteme que se preocupaba, miraba y ponía a la vista de todos el sector más desprotegido o marginado de la sociedad. La delincuencia, la pobreza, la prostitución, la crisis social hicieron del trabajo cinematográfico una crónica, una moral, una política. Esa manera de hacer dejó un sello notable que se prolongó sobre futuras producciones durante un par de décadas.

La filmoteca que la globalización ofrece se traduce en una amplia cultura cinematográfica para todo creador de imágenes

En los ochenta se padece el llamado “Viernes negro”, se vive una profunda crisis económica. No obstante, hay quienes proclaman que contra el cine nacional hubo un complot: que en vista de que superaba en taquilla al venido de afuera, se planificó su ruina. Con todo, se hizo cine, y mucho. De hecho, la producción en 1980 fue tal que dio para realizar el I Festival de Cine de Mérida, que honrosamente continúa hasta nuestros días. En 1981, el presidente Luis Herrera Campins creó el Fondo de Fomento Cinematográfico (FONCINE), organismo que tres años después asignó 29 millones de bolívares para la creación cinematográfica. Es la época del documental Ledezma, el caso Mamera (1981), de Luis Correa, film que investigó los homicidios pasionales cometidos por el policía Argenis Ledezma y que llevó a la cárcel a su realizador, acusado de apología al delito; de La boda (1982), de Thaelman Urgelles, cinta que retrata la transición de la democracia a la dictadura a finales de los cincuenta, y que obtuvo el Premio del Jurado Ecuménico en Locarno; también de Cangrejo (1982), de Román Chalbaud; de Homicidio Culposo (1984), de César Bolívar; de Cóctel de camarones, en el día de la secretaria (1984), otra comedia de Alfredo Anzola, y de Macu, la mujer del policía (1987), de Solveig Hoogesteijn —que también trata de un asesinato pasional cometido por un policía—, entre otros tantos.

Huelepega
Huelepega, de Elia Schneider.

En los noventa tenemos Disparen a matar (1991), de Carlos Azpúrua, que insiste (casi tres décadas después) en la herencia del cine de los setenta, y que obtuvo el Premio a la Mejor Película en Huelva. Pero, por otro lado, también vemos algunas nuevas exploraciones. Está, por ejemplo, Jericó (también del 91), de Luis Alberto Lamata, que nos presenta la historia del delirio espiritual de un fraile dominico del siglo XVI que a raíz de su viaje a América termina viviendo durante cinco años con una tribu Caribe. Jericó obtuvo el Premio a la Ópera Prima en Biarritz y el Premio Especial del Jurado en Cartagena. Se debe acotar que ya para 1983 Diego Rísquez había mostrado su Bolívar, sinfonía tropikal, film altamente experimental, simbólico y onírico incluso. También para 1985 se estrena Oriana, de Fina Torres, que busca otros caminos temáticos, ya no urbanos, sino rurales, ya no violentos, sino delicados, más femeninos. Hasta ese momento, con Oriana y Araya, el cine nacional obtiene sus dos premios internacionales más destacados: Araya, ya se dijo, el de la crítica en Cannes en 1959, y Oriana, la Caméra d’Or también en Cannes en 1985.

Los noventa son los años de Tierna es la noche, de Leonardo Henríquez; de Golpes a mi puerta (1993), de Alejandro Saderman; Una vida y dos mandados (1996), de Carlos Arvelo; de Huelepega, de Elia Schneider. Con el fin de enfrentar la crisis presupuestaria se creó el llamado G3, grupo de productores de Colombia, México y Venezuela, que buscó colaboración de financiamiento y realización, repartiendo costos por cada país. De allí surgió, por ejemplo, Bésame mucho, de Philipe Toledano.

El Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), creado en 1994, ha venido financiando proyectos independientes hasta la fecha

No se debe caer en el error de decir que todo en el cine venezolano ha sido sobre delincuentes y prostitutas. La muestra presentada en este pequeño trabajo nos habla de una variedad temática más o menos interesante. Con todo, es innegable que prevaleció, durante mucho tiempo, una marcada tendencia de corte social que sin duda llevó a cierto hartazgo en el público. Filmes de cuestionable calidad también se produjeron por fuera de este perímetro de pensamiento, por los predios de lo experimental y lo “poético”. Aun así, por más amor y orgullo que se tenga por lo nacional, es inevitable constatar que entre el público venezolano no ha existido una positiva percepción hacia su cine. Esto es una realidad y habría que ser realmente muy temerario para negarla.

No obstante, en los últimos años esa percepción ha ido cambiando. Este repunte que pone en perspectiva un nuevo material se debe en parte a la Ley del Cine, promulgada en 2005 por el gobierno de Hugo Chávez, que refuerza la presencia de un organismo como el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), creado en 1994, y que ha venido financiando proyectos independientes hasta la fecha. El sector privado y otros organismos no gubernamentales se han interesado por igual en dar su aporte monetario para sumar al pote contable que requiere una película, y que siempre está constituido por rasguños aquí y allá a entes tanto públicos como privados —cosa que ocurre en todas partes del mundo que no sea Hollywood.

Pelo malo. © Sudaca Films.
Pelo malo. © Sudaca Films.

Lo que sí es cierto es que el cine de estos años busca quizás captar más la atención del público; entretener y contar con delicadeza, trabajando los géneros incluso, atreviéndose en áreas que le eran ajenas como la comedia romántica, el deporte e incluso el terror y lo épico. Allí está A mí me gusta (2008), dirigida por Ralph Kinnard, una comedia romántica que además se mueve entre cacerolas y sartenes, siendo también la gastronomía un tema poco común en el cine venezolano. Contamos por otro lado con La casa del fin de los tiempos (2013), de Alejandro Hidalgo, que explora el tema del thriller sobrenatural y del terror. La cinta pretende acercarse al formato de Hollywood, pero al mismo tiempo saca inspiración de un cine autoral de corte europeo no menos exitoso como el de Alejandro Amenábar. El deporte se mezcla con el tema social de la vida marginal de los barrios venezolanos, pero con un tono menos crudo y menos airado en Hermano (2010), cinta dirigida por Marcel Rasquin que fue galardonada como Mejor Película en el Festival de cine de Moscú. Dos filmes sobre Bolívar (ambos con apoyo del CNAC), Libertador (2013), de Alberto Arvelo, y Bolívar, el hombre de las dificultades (también del 2013), de Luis Alberto Lamata, aportan ese toque épico, de gran producción a lo Hollywood que tampoco se había visto hasta el momento. Incluso Libertador, producido por Venezuela y España, está protagonizado por el actor Édgar Ramírez, a quien tan bien le ha ido por los predios del cine norteamericano.

Un cine de pequeñas y conmovedoras historias, donde se trabaja con esmero en la actuación y en los guiones

Por otro lado, un film como Puras joyitas (2007), de César Oropeza, entronca con el cine de los bandidos sofisticados y al mismo tiempo violentos, que tiene sus referentes en directores como Coppola, Tarantino, Scorsese y Soderbergh. La cinta apela a la elegancia rocambolesca de los personajes y a los decorados de concurso de belleza, pero al mismo tiempo busca encajar el gentilicio nacional, la chanza Caribe, la astucia y, cómo no, el tema de la belleza venezolana. Anterior a Puras joyitas es Secuestro Express (2005), de Jonathan Jakubowicz, la historia de una joven pareja burguesa caraqueña secuestrada por unas cuantas horas por tres criminales de poca monta. Acá la delincuencia está despojada de la sofisticación kitsch y trabaja, ex profeso, una estética más bien hip hop y ramplona, y una historia más rastrera, más abyecta, que sin embargo resulta muy pop en sus miradas, y menos cargada, por qué no, de ideología explícita.

El cine venezolano de estos tiempos está a la pesquisa de otros modos y de otras historias. No sólo hay, ya se dijo, una necesidad de contar historias más ágiles y digeribles, sino también de entregar un producto con calidad de revelado y de sonido bajo el esquema de estándares internacionales. Los nuevos cineastas, por supuesto, tienen la tecnología a su alcance. Hoy día es fácil hacerse de una cámara digital, y muchas herramientas de edición están en los computadores personales, lo que acelera el proceso de formación de los realizadores. Por no contar allí la filmoteca que la globalización ofrece, lo cual se traduce en una amplia cultura cinematográfica para todo aquel creador de imágenes. Pequeñas historias, grandes historias del mundo se están contando.

La distancia más larga
La distancia más larga. © Sin Rodeos Films.

Allí están La distancia más larga (2013), de Claudia Pinto, y Pelo malo (también del 2013), de Mariana Rondón, filmes que sin duda se encuentran concebidos dentro de las tendencias actuales del cine internacional, que no de Hollywood precisamente. Un cine de pequeñas y conmovedoras historias, donde se trabaja con esmero en la actuación y en los guiones. De hecho, La distancia más larga obtuvo el Premio Glauber Rocha a la Mejor Película Latinoamericana en el Festival de Montreal, y Pelo malo, la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. Al igual que los trabajos de pequeña factura de Yimou Zhang (piénsese en Ni uno menos o en Riding Alone for Thousands of Miles), tan apreciado por el circuito de festivales, la cinta de Claudia Pinto tiene como elemento estructurador un viaje conmovedor. Allí, un niño que pierde a su madre por causa de la violencia urbana emprende el recorrido hacia una montaña mística a la búsqueda de su abuela moribunda, lo que nos lleva a pensar también en el binomio campo-ciudad que predomina en la obra literaria del venezolano Rómulo Gallegos.

Digamos que el verdadero arranque del cine venezolano tiene lugar en los años setenta

Pelo malo, con patrocinio de CNAC, es el tercer largometraje de Mariana Rondón y nos cuenta la historia de un niño de nueve años llamado Junior, portador de una caballera de pelo afro (“pelo malo”, como se dice en Venezuela). Junior quiere alisarse el pelo para el día de la foto del colegio, pero además ama cantar y bailar. Su madre, ante estas circunstancias, sospecha que su hijo podría volverse homosexual y, llena de miedo, intenta hacerlo cambiar de opinión. Sin duda, aunque de manera sutil, la cinta resulta un alegato contra la intolerancia. Por supuesto, las reacciones a favor y en contra han ido y venido. Incluso, como es de rigor, surgen aquellos, dentro del mismo país, que no están de acuerdo con el premio y argumentan que había otras películas mejores. De todo hay en la viña del Señor, y todos, por supuesto, tienen derecho a opinar sobre sus gustos y colores y sobre sus filias y sus fobias. Lo que es indudable es que filmes como el de Pinto y Rondón (sólo por nombrar estos dos últimos) contribuyen a poner el nombre de Venezuela sobre el tapete en materia de arte y, por fortuna, más allá de la escena política.

Oriana. © Pandora Films.
Oriana. © Pandora Films.

El cine venezolano se ha puesto así en perspectiva dentro del conjunto del cine latinoamericano, del que se dice goza de una muy buena salud en estos tiempos. Que Venezuela esté allí a la fecha, ocupando las primeras filas, resulta un buen síntoma. No sé si la cinematografía criolla cuenta con un futuro cada vez más promisor o si va hacia la creación de una necesaria industria, pero sí, como pretendo demostrar con este trabajo, debe quedar claro que los resultados que hoy día se aprecian no vienen de la nada. Existe toda una evolución del cine venezolano, con sus altas y sus bajas, con otros premios internacionales también importantes, con contribuciones valiosas que reflejan inteligencia, esmero y mucha pasión. Esa evolución, empeñosa sin duda, arroja los gratos resultados que el cine venezolano disfruta hoy en día.

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Fedosy Santaella es un escritor y periodista venezolano, autor de libros de relatos como ‘Postales sub sole’, ‘Piedras lunares’ o ‘Instrucciones para leer este libro’, y de las novelas ‘Rocanegras’ y ‘Las peripecias inéditas de Teófilus Jones’. Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela, es también profesor universitario.

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