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La diva del campo

Magaly Solier, la actriz peruana de cine más conocida en el mundo, es una mujer que se hizo adulta en el campo, en la pequeña provincia andina donde nació, a unos dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar y a unos quinientos cincuenta kilómetros de Lima. La hemos visto en Madeinusa y La teta asustada, de su compatriota Claudia Llosa, y también en Amador, de Fernando León de Aranoa; en Blackthorn, de Mateo Gil, y en la reciente Kachkaniraqmi (Sigo siendo), de Javier Corcuera. El escritor Juan Manuel Robles viajó con ella a su pueblo natal y descubrió a una persona cuya energía conmueve no sólo cuando canta en quechua o mira a la cámara.

Escribe JUAN MANUEL ROBLES

Magaly Solier duerme. Hoy es su cumpleaños número veintitrés y durante toda la semana no ha dejado de dar entrevistas en radio y televisión: ahora el estrés la despeina y el vaivén del automóvil la adormece. La luz de la tarde en Lima hace más nítida su inmovilidad, permitiendo a un ojo fisgón detenerse en sus rasgos: la nariz espigadísima, los hoyos profundos en las mejillas, las cejas angulosas. Sus ásperas manos están cerradas con fuerza –una fuerza rara para alguien que dormita– y en el dedo índice derecho hay puesta una diminuta caja amarilla de chicles Adams, a modo de dedal. Magaly suele mascar unos siete chicles al día y esos chicles se transforman en globitos que revientan con suave insolencia en sus labios, ploc, ploc, ploc, para volver luego a su boca cerrada y al final, cuando ya no tienen dulce, terminar su vida útil en cualquier parte, en cualquier tacho o esquina o pared clandestina (Solier mira a otra parte, nerviosa), porque ella suele darse cuenta muy tarde que sigue con el chicle en la boca, cuando ya está a punto de entrar a un set de televisión o a una cabina de radio, esos recintos pequeñitos –como pabellones para cuyes– que pueblan su agenda desde que es famosa. A Magaly Solier le gustan también los chicles de fresa rojos y gruesos y unos caramelos de limón rellenos de líquido efervescente. En la calle, siempre andará surtida de chicles. Cuando está en casa, en cambio, prefiere chacchar hojas de coca frente a su MacBook.

Dice que le ayuda componer sus canciones.

Kachkaniraqmi (Sigo siendo). © La Mula + La Zanfoña Producciones.
Kachkaniraqmi (Sigo siendo). © La Mula + La Zanfoña Producciones.

Magaly Solier entonó una canción en quechua en Berlín, el 14 de febrero del 2009, luego de que la película La teta asustada, que ella protagonizó con una actuación espléndida, resultara ganadora del ansiado Oso de Oro en el festival alemán, uno de los más importantes del planeta. El equipo de producción del filme, encabezado por la directora Claudia Llosa, subió al estrado. Solier respiró tres veces y abrió los labios. Fue un canto trémulo y nervioso, el canto de una mujer que gana algo demasiado grande como para limitarse al simple acto de recibirlo. Su rostro feliz dio la vuelta al mundo, su jubiloso grito de “gracias” fue usado luego para una campaña comercial del banco más poderoso del Perú, y nadie olvidará, por muchos años, esos ojos llorosos quebradizos, el cerquillo lacio –natural y sofisticado–, el maquillaje tenue y, sobre todo, las palabras en quechua, un dulce idioma prehispánico que en las ciudades más desarrolladas del Perú ha ido desapareciendo por culpa de los apuros de un progreso que no admite atavismos. Los días que siguieron a la premiación, Magaly Solier contestó decenas de entrevistas en hoteles de Alemania y España y se acostumbró a ser una pequeña celebridad. Luego ganó el premio como mejor actriz en el Festival de Guadalajara. Aviones y más aviones. Hoteles. Un mes más tarde, volvió al Perú para presentar y promocionar el disco que había estado trabajando silenciosamente. La invitaron a Cannes por su papel en otro filme que había sido seleccionado para el festival francés. Recibió la noticia en medio de las presentaciones semanales como cantante en un impecable pub de Miraflores, el barrio donde están los locales de entretenimiento más cotizados de Lima. Voló a Francia y pisó alfombras. Vio a Penélope Cruz (“tenía como seis guardaespaldas”). Descansó poco. Sonrió mucho. Atendió a demasiados periodistas.

Volvió a Lima y el famoso intérprete uruguayo Jorge Drexler la invitó a cantar con él, a dúo, en el concierto que ofreció en la capital peruana. “Magaly tiene una de las voces más lindas del mundo”, dijo a la prensa, que tomó nota. Titulares. Más titulares. Drexler también pidió conversar a solas con ella después del concierto (echó a todos del backstage), algo que puso nerviosa a Solier, una mujer con una conciencia muy intransigente del espacio vital íntimo, sobre todo cuando quien invade ese espacio es un varón. Hasta hace un año, ella era sólo una buena actriz que ya había cosechado elogios y notoriedad en los herméticos escaparates de la crítica cinematográfica por la película Madeinusa (los círculos intelectuales son siempre burbujas), pero aún permanecía bajo el paraguas protector del anonimato masivo. Todo cambió después del éxito de La teta asustada. De pronto, Solier se ha visto en la situación de no poder salir a la calle sin que la detengan para un autógrafo y las semanas y los meses han transcurrido con felices sobresaltos cotidianos, y una escena que se repite: Solier contestando el móvil y enterándose de una oferta, un nuevo viaje trasatlántico, un contrato inverosímil.

Magaly Solier sostiene el último cuy con las manos, la cabeza con la derecha y los pies con la izquierda. Según me acaba de mostrar, para matar a un cuy debes estirarlo bocabajo a ambos extremos y, al mismo tiempo, torcerle el pescuezo como si exprimieras algo (un calzoncillo, digamos)

Ahora duerme. En breve entrará a la casa de su hermana, que la espera para almorzar con Vladimir, el hermano menor. Nos acercamos. Solier despierta, se estira, abre las manos (adentro estaba su billetera), guarda la caja del chicle en el bolsillo. Está llegando tarde: últimamente siempre llega tarde. Almorzará presurosamente, mimará a su sobrino de diez meses, beberá un vino, y cuando menos lo piense, el celular sonará otra vez: la esperan para el ensayo de la presentación en un exclusivo hotel que ella tiene que dar esta noche. Solier llegará cuando el ensayo ya haya acabado (sus músicos harán gestos). Cantará. Se equivocará cuatro veces y volverá a casa molida. Llegará a la conclusión de que odia las presentaciones privadas. Dentro de tres días dará su primer concierto masivo en un amplio parque del centro de Lima. A estas alturas, cientos de entradas ya se vendieron.

Durante los últimos tres meses, la he perseguido en muchas de sus actividades en Lima. Ni bien termine el concierto, Solier viajará a Huanta, su tierra natal. Ha aceptado que la acompañe.

–Ahí te voy a hacer conocer la chacra. ¿Comes cuy?

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La actriz peruana de cine más fotografiada en el mundo es una mujer que se hizo adulta en el campo, trabajando la tierra, segando maíz y recolectando frutos y hierbas junto a sus padres y hermanos. Magaly Solier nació en Huanta, una pequeña provincia de Ayacucho, a dos mil quinientos sesenta metros sobre el nivel del mar y a unos quinientos cincuenta kilómetros de Lima. Ayacucho forma parte de la sierra central del Perú, esa zona caracterizada por tener un cielo azul, sombras oscuras y largas, hermosas iglesias, textilería soberbia, folclor alegre y melancólico, buen maíz, cerros gigantescos y la milenaria presencia del hambre. En el Perú, la diferencia de calidad de vida entre la sierra y la costa –donde se halla la capital– es un abismo equiparable a la distancia que hay entre sus relieves geográficos. Según cifras oficiales, Ayacucho es la tercera región (de veinticinco) más desfavorecida del país, con niveles de pobreza que afectan a más de dos tercios de la población local. A inicios de la década de 1980, este lugar del mapa vio nacer al movimiento terrorista Sendero Luminoso –y la consecuente guerra interna–. Según la Comisión de la Verdad, la provincia de Huanta fue la que más muertes y desapariciones registró entre 1981 y 1998 (más de dos mil personas, entre degollados, decapitados, incinerados). Al menos seis de cada diez pobladores huantinos fueron desplazados de su tierra por el terror. Familias enteras dejaron sus casas vacías buscando paz.

Una de esas familias fue la de los esposos Gregorio Solier y Gregoria Romero.

La madre de Gregoria Romero fue asesinada por negarse a ceder sus productos agrícolas a una camarada de Sendero Luminoso. La camarada insistió, pero ella siguió negándose. La degollaron y dejaron su cuerpo en la entrada de su propia chacra. Tenía las manos atadas con una sábana. A pesar de que le advirtieron explícitamente que no lo hiciera, doña Gregoria Romero decidió dar a su madre cristiana sepultura. En esos años, la valentía tenía un precio alto: la sentencia de muerte. Se vio obligada a viajar a Satipo, en la selva. Ya tenía cinco hijos.

Un tipo con un poncho y un fusil largo llegó a casa y preguntó: “¿Dónde está tu papá?”. Gregorio Solier era teniente del Comité de Riego, esa clase de organizaciones que Sendero Luminoso se propuso aniquilar de la faz de los Andes

Dos años después, el miércoles 11 de junio de 1986, nació Magaly Solier Romero. Por la noche, hubo una luna creciente apenas visible, flaquísima, con la forma de segadera de maíz –una hoz de chacra–. Para entonces, sus padres ya habían regresado al pueblo natal. Lo peor del fuego abierto había pasado. Sin embargo, quedaban todavía muchos años por convivir con el miedo. La guerra.

–Ya vamos a llegar. Mira, mira: esto es Huamanga –dice Magaly Solier despertando ojerosa en el bus que nos conduce a su tierra. Ha dormido abrazada a un ratón de peluche que lleva en el pecho un lazo rojo.

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Si hay algo que todos notan la primera vez que ven a Magaly Solier, aún sin conocerla ni saber su historia, es esa atmósfera general de antiguo dolor que parece resumirse en la pequeña manchita oscura que la muchacha tiene en la parte blanca del ojo derecho. En ocasiones, la actriz lanza una mirada triste y confundida –como diciendo “¿por qué?”– y entonces el falso lunar brilla nítidamente como una redundancia que, curiosamente, no desentona ni genera melodrama. Por el contrario, esa marca en el globo es la esencia misma del carácter de la actriz: irradia dolor, pero no lástima. Parece superficial, pero tiene la profundidad de una estaca en el corazón. Deteniéndose un rato más, uno empieza a sospechar algo muy cierto. Que la mancha oscura es una herida.

Ocurrió en la chacra, cuando ella tenía doce años. Según su relato, estaba recogiendo alfalfa para sus animales y pisó un palo. El palo hizo palanca y su extremo puntiagudo fue directamente a la cara. “Empecé a llorar sangre”, dice. Pensó que sus ojos se habían reventado. Mordió una rama con todas sus fuerzas porque sentía que si soltaba lágrimas iba a ser peor. La sal y la sangre no combinan, pensó. Después de unos minutos, abrió los ojos. Felizmente, seguía viendo.

La teta asustada
La teta asustada. © Wanda Visión + Vela Producciones + Oberón Cinematográfica.

Fue a casa y su madre, doña Gregoria, le lavó el ojo herido usando paños mojados con orina. “Yo me hacía la pila en un envase y eso ella me echaba al ojo”, dice Solier. Mamá repitió la operación todas las mañanas por quince días. La herida bajó pero quedó un punto.

Una década más tarde, algunos sicarios del Fotoshop se han esforzado en borrar la mancha ocular de las fotos promocionales, afiches, portadas de periódicos y otras piezas en las que ella aparece como protagonista mayor. La operación es un éxito gráfico, pero una traición conceptual: la Magaly Solier que queda es excesivamente dulce.

En eso pienso al entrar en la casa de los Solier, al cabo de once horas de viaje en autobús. Hemos llegado, además, con su hermana Bertha y los dos hijos de ésta. En el patio, hay un collage enmarcado con algunas de las más importantes fotos de Magaly Solier que ha publicado la prensa (en varias de ellas, el punto ha desaparecido). Al lado, hay un afiche de la película La teta asustada. La señora Gregoria y el señor Gregorio saludan a sus hijas.

Tomamos un desayuno suculento. Mañana –comentan– habrá pachamanca. Magaly Solier se ocupará de los cuyes.

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Quedaban muchos años por convivir con el miedo en Huanta. Doña Gregoria Romero cargó en su espalda la leña y en su pecho a Magaly Solier. La colocaba allí para que pudiera lactar con facilidad. Romero avanzaba por el borde de la carretera con su hermano menor, además de trece vacas y cuatro burros. De pronto, uno de los burros desapareció. Ya era de noche. El burro llevaba herramientas valiosas, así que el hermano menor fue a buscarlo. Dobló una curva hacia arriba. Desapareció un instante. Minutos más tarde, el burro regresó, pero el hermano seguía sin asomarse. Cuando llegó, estaba pálido y le dijo a Gregoria:

–Vienen.

Caminaron. La señora Romero vio asomarse por el camino un bulto negro que no se distinguía en medio de la noche. Cuando se acercó más, había dos cuerpos, un hombre y una mujer degollados. Magaly Solier rompió a llorar. Romero no pudo calmarla. Los animales se alborotaron. Vio a lo lejos el humo que salía de un vehículo en llamas. Eran ellos.

Le dijo a su hermano que corrieran y corrieron. Corrió con sus trece vacas, sus cuatro burros, su leña, su hija menor en el pecho. Corrió con todas sus fuerzas porque sabía que, dados los acontecimientos, desde abajo del camino ya se encontrarían los militares para hacerse cargo de la situación. Su hermano menor se cansó y ella le gritó que siguiera, que no parase. “Ahurita vienen los militares y nos llevan. Se llevan nuestras vacas”, dijo.

La caravana de trece vacas avanzó velozmente –las vacas, esos tanques que dan leche, pueden correr más rápido que un atleta profesional, dice Solier– y, al cabo de media hora, doblaron por la bajada que llevaba a casa. Justo en ese instante, vieron a los uniformados subir por la carretera hacia el enfrentamiento inevitable. Suspiraron.

Cuando doña Gregoria Romero cuenta todo esto, en pleno desayuno, se toma su camiseta con los dedos y se cubre hasta encima de la nariz, para hacer un esbozo teatral de cómo lucía un terrorista. Siempre escuché que los pueblos de la sierra vivían entre dos fuegos, pero sólo imaginar la huida magna me sobrecoge. Romero hace énfasis moviendo las manos de arriba abajo, con las palmas vueltas hacia sí misma. Dice que si los militares te agarraban, “te hacían perder”, y se ríe cuando le preguntó qué quiere decir “hacer perder”. Sobre los terroristas –sin dejar de mover las manos–, advierte:

–Te cortaban el cuello como si fueras animal.

Sigo siendo
Kachkaniraqmi (Sigo siendo). © La Mula + La Zanfoña Producciones.

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–Queda uno. ¿Quieres matarle?

Magaly Solier tiene el cuchillo en la mano (el sol de Huanta se refleja en la hoja afilada). Su voz dulce y cálida, pero también rotunda y decidida. Está sentada en un banco chato, casi de cuclillas. Hasta hace media hora, en la bolsa negra que descansa a su lado, había cinco cuyes, pero estos fueron pasando uno a uno por el proceso aniquilador que la actriz me invita a compartir con ella en este preciso instante. Hace sol, es domingo y habrá pachamanca. Magaly Solier sostiene el último cuy con las manos, la cabeza con la derecha y los pies con la izquierda. Según me acaba de mostrar, para matar a un cuy debes estirarlo bocabajo a ambos extremos y, al mismo tiempo, torcerle el pescuezo como si exprimieras algo (un calzoncillo, digamos). Parece fácil, pero el cuy se mueve y mira a todas partes. Hace un rato vi caminando a un montón de cuyes en uno los pabellones que hay en el patio de la casa: sus gemidos insistentes, como bisagras mal aceitadas. Doña Gregoria Romero dijo que en casa poseen como un centenar, que los venden, que a veces se apachurran tanto unos con otros que alguno puede morir asfixiado. Esta mañana, cinco cuyes gordos y saludables fueron puestos en un saco negro. Creo que uno de ellos me miró antes de entrar.

–¿Vas a matarle?

Cometí la imprudencia de decirle a Magaly Solier que me dejara matar un cuy, para probar qué tal se sentía. Ahora es el momento de la verdad. Magaly me cede su sitio, coge el roedor y me muestra la forma en que cada mano sostiene las extremidades. Lo hago. “No, así no, que no se te escapen las patitas”, dice y, en efecto, veo las patitas moviéndose. Hago lo que me dice (las patas inmóviles, con garras que recuerdan a las de un reptil). Lo tomo de los extremos y el animal parece un trapecista en su instante más elástico. A medio metro de donde estamos, descansa una olla con agua hirviendo. La leña está encendida.

–¡Ya! Estírale.

–¿Cómo?

–Como me has visto, pues. Con fuerza.

Magaly Solier toma mis manos y las impulsa inexorablemente hacia el homicidio culposo. Cierro los ojos y hago fuerza y siento que todo el cuerpo del animal truena. Cuando miro de nuevo, ella coge el cadáver y me dice: “Esto lo tengo que hacer yo, permiso”. La actriz que hace poco caminó en Cannes parpadeando por culpa de los flashes toma el cuchillo y pasa su filuda hoja por el cuello del cuy. Un chorro rojísimo baña el blanco pelaje del animal. Si esta operación no se hace bien, me explica mientras el líquido sigue manando, la sangre se queda adentro y es todo un problema a la hora de abrirlo en dos. Ahora me dice que coja el cuy de las patas traseras y lo meta en el agua hirviendo. Pero mi mente todavía está en el tronar de huesos –la fragilidad de la existencia y esas cosas–, así que quedo paralizado. Solier se desespera. “Al toque”, me dice, pero no reacciono. Entonces me pide que salga y no estorbe y continúa la operación ella. Mete al cuy en el agua y aprieta los dientes porque el vapor quema sus dedos. Luego lo pela con el cuchillo, una y otra vez, y lo tira en una batea.

(Sin su ropaje, el cuy es un animal muy rosado).

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Bertha Solier es ocho años mayor que Magaly y por eso recuerda más cosas. Como cuando un tipo con un poncho y un fusil largo llegó a casa y preguntó: “¿Dónde está tu papá?”. Gregorio Solier era teniente del Comité de Riego, esa clase de organizaciones que Sendero Luminoso se propuso aniquilar de la faz de la serranía. Bertha dijo “no sé” y se metió y avisó a todos. Su padre huyó por detrás. Bertha cuenta todo eso mientras está parada en la puerta de su casa. Luego señala el cerro y muestra la parcela en la que tuvieron que vivir cuando el Ejército así lo decidió. De seis de la tarde a ocho de la mañana, nadie en todo el pueblo podía permanecer en su casa. Tenían que ir todos juntos allá arriba. Pasaban lista.

A quien no iba, lo agarraban a palazos.

Bertha Solier dice que dormían todos en un único cuarto. Magaly estaba muy chica y por eso sólo recuerda, de esos días, el televisor encendido y un programa de un conductor que ofrecía dinero a quien entre le público del set tuviera rarezas imposibles. El conductor se llamaba Augusto Ferrando, una de las figuras legendarias de la televisión peruana.

El televisor encendido, en distintos momentos, contiene los únicos recuerdos audiovisuales de la niñez de la actriz. En toda Huanta no hay una sola sala de cine.

El kung fu dio resultados sorprendentes. Magaly aprendió ciertas llaves necesarias para defender ese templo sagrado que era su cuerpo. Hasta ahora le sirve, dice. La primera vez que fui a visitarla a su casa, me hizo una pequeña demostración de sus técnicas, sus patadas milimétricas que silbaban cortando el viento

Fue la directora Claudia Llosa quien la llevó por primera vez al cine, cuando tenía diecisiete años. La historia de cómo se conocieron ambas se ha contado mil veces: Magaly Solier estaba vendiendo un plato típico llamado puka picante –guiso de maní con papas– cuando la directora la vio por primera vez, en un parque de Huanta. Pero la leyenda tiene matices: ni Magaly Solier era una vendedora ambulante (sólo quería reunir dinero para el viaje de promoción del buen colegio de señoritas al que iba) ni Claudia Llosa se la llevó de inmediato para hacerla una estrella. El casting para Madeinusa, la película que cambió la vida de Solier, fue largo. Hubo quinientas niñas.

–Me impresionó su energía. Con sólo mirar a la cámara te conmueve. Los grandes actores tienen eso –dice Claudia Llosa desde España.

A ella le sigue sorprendiendo que Solier consiga lo que consigue con tan poca preparación, con tan pocas tablas. La actriz recuerda aún el primer casting que le hizo la asistenta de Llosa. “No tienes miedo a la cámara”, le dijo sorprendida. Solier le respondió:

–¿Acaso la cámara muerde?

Kachkaniraqmi (Sigo siendo). © La Mula + La Zanfoña Producciones.
Kachkaniraqmi (Sigo siendo). © La Mula + La Zanfoña Producciones.

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Ahora es momento de abrir los cuyes por la mitad para sacarles las vísceras y dejarlos limpios. “Sostenlo de la manito”, me pide Magaly Solier mientras abre la piel por el pecho, hasta abajo (como una camisa). El cuy está en posición de Cristo crucificado. Las tripas salen y son colocadas en una batea. Apestan. Luego, la sonrisa del cuy es agrandada con el cuchillo (como el Guasón de la película Batman. El caballero de la noche). Magaly le limpia la boca y, por último, le corta el pene. Acá va un dato importante: todos los cuyes elegidos para el sacrificio deben ser machos.

La castración es un tema que ha inundado el día desde temprano. En el desayuno, doña Gregoria Romero contó que decidió capar a su perro pitbull por travieso: destruyó unos injertos que ella había comprado en una provincia vecina. Ahora el fotógrafo, un hombre asimilado a los ejércitos ecológicos (no carne, no enchufes, botellas de plástico aisladas), dice que verla cortándole la cosa al cuy le da cosa, le hace recordar a Lorena Bobbit, la mujer que en 1993 le cortó el pene a su esposo. Le hago a Solier un resumen del caso Bobbit. Ella escucha con atención (ceño fruncido) y pregunta:

–¿Pero él le pegaba?

–Sí, tengo entendido que le pegaba, mucho.

–Entonces, bien hecho, por pegalón. Así se queda sin su cosa.

–Mmm, me temo que se la pusieron de nuevo, Magaly.

–¿Qué?

–El pene, se lo pusieron de nuevo. Lo buscaron y lo encontraron cerca de la casa. La mujer lo tiró al jardín por la ventana, pero no muy lejos. Lo operaron.

–Qué estúpida. Yo que ella lo hubiera pasado por el wáter.

Los cinco cuyes descansan en el lavatorio, mojados al sol, con las bocas abiertas de par en par. Para Solier, son la cosa más inofensiva del mundo: han sido destripados y ya no tienen pene.

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Más de una vez, Magaly Solier ha sido acusada de odiar a los hombres. “Me parece una andrófoba lista para el psiquiatra”, escribió el director de un tabloide de derecha en su muy leída columna editorial. Las palabras son exageradas y ofensivas, pero hay algo de cierto en el asunto. En los conciertos nocturnos que dio durante dos meses en Miraflores, siempre pedía al público dos cosas: un aplauso para las mujeres y un aplauso para los hombres que saben valorar a las mujeres. En el universo interior de Magaly Solier, el hombre siempre está bajo sospecha. Es un ser proclive a los vicios, a la ociosidad, al abuso físico, al alcoholismo destemplado. Un mañoso en potencia, que simula ser un tipo decente mientras mira jovencitas por el rabillo del ojo. Ella dice que creció viendo hombres que golpeaban a sus mujeres y abusaban de sus hijas. Lo veía todos los días. La violencia era el destino inexorable de aquello que comenzaba como un sonso coqueteo, un coqueteo que consistía en tirar piedritas desde lejos. Solier nunca confió en ellos.

Es más. Siempre quiso defenderse.

A los catorce años, entró a clases de kung fu con un profesor que había llegado a la ciudad. Ya había aprendido artes marciales gracias a un amigo que ensayaba técnicas muy cerca de donde ella lavaba ropa, en la pubertad, a pocos minutos de la chacra de su familia. Para practicar en casa, cortó un pantalón jean y confeccionó un saco de arena (su madre casi la mata). Lo colgó de un árbol de chirimoyas y se puso a golpear. Aprovechaba cualquier rato de descanso para ensayar golpes. No se cansaba hasta hacer huecos en el jean.

La teta asustada
La teta asustada. © Wanda Visión + Vela Producciones + Oberón Cinematográfica.

El kung fu dio resultados sorprendentes. Magaly aprendió ciertas llaves necesarias para defender ese templo sagrado que era su cuerpo. Hasta ahora le sirve, dice. La primera vez que fui a visitarla a su casa en Lima, me hizo una pequeña demostración de sus técnicas, sus perfectos golpes al aire, sus codazos paralizantes, sus patadas milimétricas que silbaban cortando el viento. “Alguien que se para así –dijo con la pierna izquierda firme, haciendo de apoyo, y la derecha levemente flexionada– es alguien que sabe pelear. Hay que tenerle cuidado”. “El hombre tiene puntos débiles. Acá [se señaló el cuello] en la tráquea, en el estómago y en la parte íntima, el pene. Allí lo golpeas y queda”. “También lesionar el coxis funciona. Algunos hombres tienen mucho músculo en los abdominales y en esos casos un golpe al estómago no sirve”.

–He pegado de todas las formas. Lo único que jamás he hecho es jalar del cabello. Yo no peleo así.

Echemos pues un vistazo al prontuario de Magaly Solier (foto de frente y de perfil). Aún adolescente, un profesor de su colegio quiso acercarse más de lo debido en una fiesta con exceso de cervezas. Ella le dio una cachetada. El profesor la acorraló y le pidió que le diera otra más. Ella lo hizo. Él pidió otra más, y Solier le dio una rodillazo entre las piernas. Fue suficiente. Más grande, cuando grababa Madeinusa en la ciudad de Huaraz, un chico le tocó el trasero a la actriz mientras se cambiaba de pantalón. Fue un error grave. Solier sintió la dirección de la mano por el viento (su oído es un radar ultrasónico modelo 2045) y adivinó exactamente el lugar por donde el infeliz quería escaparse. Le agarró el brazo. Si Magaly Solier te agarra el brazo cuando intentas agredirla, ya no hay escapatoria. Lo que vendrá será feo.

Durante su estadía en Huanta, Solier se encontrará con su sobrina, la hija de su hermano mayor. Conversarán sobre los estudios. La niña le mostrará su libreta y Solier verá que en la portada aparece ella misma, en tiempos de colegiala, junto al escudo de la escuela, una foto de Magaly Solier en plan ejemplo-a-seguir. Solier reirá. Luego preguntará por los profesores que siguen allí y verá que aún dicta clases el hombre al que ella le dio su merecido. Le contará con lujo de detalles la calaña de tipo que es a su sobrina, una adolescente bonita. Hará una reconstrucción de los golpes que ella le dio. Le advertirá que se cuide de ese mañoso.

El quechua deja un rastro gramatical muy particular, que en la ciudad se llama “mote”. El orden en las oraciones es distinto. Suena chistoso.
–Cuando yo fui a Lima –dice Solier–, vi Star Wars y me di cuenta de que yo hablaba como Yoda

En una ocasión, recuerda Solier, a un adolescente se le ocurrió tumbarla al piso para besarla. La había venido molestando mucho y ese día decidió dar el “paso siguiente”. Solier lo cuenta así: “Le agarré su pene y cerré la mano, con toda mi fuerza”. También entonces recurrió a las artes marciales. Tocar a un hombre no es algo que deba hacerse sin técnica. Solier hace la mímica en el aire, como si reventara algo con los dedos. El fotógrafo ecologista y yo guardamos unánime silencio. Nos alejamos un poco.

Como consecuencia de esta vida callejera street fighter, Magaly tiene pequeñas cicatrices en algunos de sus nudillos (brillan a la luz del sol en su epidermis). También tiene marcas en la testa, justo en el límite entre la frente y el cuero cabelludo, porque durante mucho tiempo su primera estrategia de defensa era dar cabezazos demoledores. La única de sus cicatrices que ella no provocó atacando a alguien es la marca que tiene justo debajo de la rodilla. Fue un perro malo.

Ella se pone un poco más seria, dice que no es su culpa: es sólo la reacción de su cuerpo. Cuando empezó sus clases de canto en Lima, su profesor cometió la imprudencia de colocarle la mano en el hombro, cerca del cuello. Solier, sin mirar, cogió la mano y torció los dedos (técnica para paralizar). El profesor nunca volvió a hablarle a más de dos metros de distancia. Peor suerte tuvo una amiga suya con la que quedó para encontrarse cuando llevaba poco tiempo viviendo en Lima. En buena parte del mundo urbano existe la costumbre adolescente de tapar los ojos con las manos, para que el sorprendido adivine de quién se trata. La amiga de Solier hizo eso. La actriz la tomó de los brazos, flexionó las rodillas (“una pierna atrás y una adelante, para dar soporte”) y la tiró al piso. La amiga terminó fracturada. Lloró.

Nada de esto es acción pura con la que adornar las viñetas de un cómic, por supuesto. Hay siempre dolor en cada hinchazón de los músculos del cuello, en cada codazo, en cada ataque, en la precisa consciencia de que el radio es el hueso más destructivo de las extremidades superiores. “No sé, es que me transformo”, dice Magaly Solier como cierto hombre verde. Por momentos, es como si ella no quisiera saber todo eso, tener esas armas, ese don. Darle su merecido a un tipejo que le falta el respeto significa hacer justicia (y, eventualmente, que una muchedumbre de mujeres la aplaudan). Pero también le da dolor de cabeza. Y ahora que las cámaras la acechan, ha aprendido a contenerse.

Cuando volvió a Huanta después del estreno de Madeinusa (una película que le permitió conocer Europa y dormir en hoteles finos en los que alguna vez vio desayunando a un tal Ronaldinho), tomó un mototaxi y reconoció al chofer: era el hombre que años atrás la tumbó para tratar de besarla. El chico de los huevos revueltos. Mientras avanzaban, Solier se dio cuenta de que él también la había reconocido y que por eso evitaba mirarla. Así, sin verla, extendió la mano para pedirle el pasaje cuando llegaron a destino. El pasaje costaba un sol.

Solier sonrió y le dejó una moneda de diez centavos. El chico no se atrevió a voltear.

La teta asustada
La teta asustada. © Wanda Visión + Vela Producciones + Oberón Cinematográfica.

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Doña Gregoria Romero, a quien Solier llama Licucha, aparece por la puerta del patio y examina los cuyes muertos, capados y sonrientes. Levanta uno del pescuezo. Se ríe, es una risa vivaz y burlona. Mira a su hija.

–¿Quién lo ha pelao así a éste?

Solier le responde que ha sido ella. Intercambian palabras en quechua (como no comprendo, visto la escena con el ruido de la leña quemándose). Doña Licucha se sigue matando de risa, y coloca el cuy más arriba para que todos veamos, nítidos contra el cielo azul de Huanta, los bigotes largos del cuy. La señora Romero se los quita y mira a su niña con cierta complacencia. Solier siempre fue la chica que prefirió el trabajo duro a en la chacra al paciente trabajo de la cocina. La niña que una vez le dijo: “Cómo no nací hombre para pasar todo el día en la chacra”. La chiquilla revoltosa a la que le escondía las tijeras para que no se cortara el pelo lacio (Magaly rompía botellas de vidrio y se cortaba las mechas con eso). Cuando le dije que su hija me había cocinado en Lima una deliciosa puka picante, no creyó que le hubiera salido bien. Se carcajeó de nuevo, mientras le arrancaba los bigotes al cuy.

Hoy la relación madre-hija es armoniosa: Magaly Solier le da palmadas en el trasero a su mamá y se mata de risa. También chacchan coca juntas y trabajan la tierra como un equipo eficiente. Ven pasar la tarde conversando. Pero en otros tiempos Gregoria Romero fue una madre excesivamente estricta: le echaba un baldazo de agua fría cuando su hija se portaba mal, o la esperaba con el garrote de la vaca cuando la niña se quedaba en el colegio hasta muy tarde, en sus clases de danza.

–Magalycha. ¡¿Dónde has estado, ah?! Danza, danza. ¿Danza te va a dar de comer? ¡Veste!

El celular suena. Magaly contesta y sale corriendo. Un conocido director la está llamando desde España. Quiere saber cómo le va con el guión.

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Magaly Solier es una mujer exitosa a punto de alzar el vuelo mayor. Pero también es una serrana que vive en una sociedad que discrimina a quienes tienen fresco, en la piel y en la voz, el estigma de la vida en los Andes. Marginados durante centurias por la metrópoli que fundó por la fuerza la colonia española, los habitantes de distintos pueblos de la sierra tuvieron que aprender a adaptarse a Lima recién en el siglo XX. Generalmente, los que llegaban hacían el sacrificio inicial: perder sus costumbres y vestidos y una parte de su relación con la tierra para hacer vida en la ciudad. Recién la segunda generación podía aspirar al progreso siendo un habitante local, un limeño: chicos y chicas que se vestían ya como seres urbanos y estudiaban en los colegios, en las universidades metropolitanas. El primer requisito para este periplo era perder el idioma de origen, el quechua.

Se llama “sustitución lingüística”. A pesar de que en Lima hay más de un millón de quechuahablantes, los estudios pronostican que los descendientes no aprenderá el idioma porque los padres no les enseñarán. ¿Para qué hacerlo? El quechua deja un rastro gramatical muy particular, que en la ciudad se llama “mote”. El orden en las oraciones es distinto. Suena chistoso.

–Cuando yo fui a Lima –dice Solier–, vi Star Wars y me di cuenta de que yo hablaba como Yoda.

En Miraflores y Barranco, los barrios económicamente más importantes de Lima, el quechua llega a un sorprendente siete por ciento. Parece una incidencia importante, pero la estadística es cruel y engañosa. Ese porcentaje se debe a la altísima cantidad de empleadas domésticas que allí trabajan, cama adentro, para las familias acomodadas. El quechua es eso, el idioma de la servidumbre. Tener apariencia andina y hablar quechua en la gran metrópoli es una redundancia fatal nada recomendable. El lingüista Rodolfo Cerrón Palomino lo dice más bonito: “El quechua es una rémora”.

Cuando Magaly Solier llegó por primera vez a Lima a vivir con su tía limeña, a los diez años, sus primas la hicieron trabajar de empleada. “Querían que les lavara sus calzones”, dice. Huyó corriendo. Después de Madeinusa, Solier se instaló nuevamente en la capital y postuló a la universidad Católica –la institución educativa privada más importante del país– para estudiar artes escénicas. El día del examen llegó temprano. Llevaba puesta una sudadera y tenía un lápiz en el bolsillo. En eso, una de las chicas que también postulaba la vio y le preguntó: “¿Ya podemos pasar?”. Solier, que entonces tenía menos de veinte años, respondió. “No sé, yo también voy a dar el examen”. Acababan de confundirla con el personal de limpieza.

–Las brutas no ingresaron –se ríe Magaly ahora.

Ella sí, a pesar de nunca haber sido muy buena en matemáticas, según su profesora de secundaria Andrea Dávila.

Fue Claudia Llosa quien la llevó por primera vez al cine, cuando tenía diecisiete años. La historia de cómo se conocieron ambas se ha contado mil veces: Magaly Solier estaba vendiendo un plato típico llamado puka picante –guiso de maní con papas– cuando la directora la vio por primera vez, en un parque de Huanta

En Lima, y en buena parte de Sudamérica, hay una palabra que define al hombre de ciudad con rasgos indígenas. El término es cholo. Los límites de la choledad –dónde comienza y dónde termina– podrían dar para varios tomos sociológicos, pero lo cierto es que la palabra suele ser usada como un proyectil racista y artero. Se dice que estamos en el siglo XXI y que eso ya no existe, que por suerte hay mucha mezcla y mestizaje. Sin embargo, hay que ver las cosas que le dicen a Magaly Solier. “Chola de mierda, si sigues jodiendo te vamos a matar”, le escribieron en su página web en marzo del 2009. Es sólo una muestra.

El ascenso de Solier es mítico, entre otros motivos porque es la excepción de una regla ineludible: la sierra quechuahablante no progresa sin pagar antes el altísimo peaje de la pérdida de identidad. La cantante se aferra a su idioma con uñas y dientes. De hecho, su disco Warmi está cantado en quechua en un ochenta por ciento. La suya es una especia de cruzada, de lucha. Los tres hermanos suyos que viven en Lima hablan el idioma cada vez menos. Cuando conversan, se nota que ella los fuerza a hablar en la lengua de mamá.

–En el colegio, mis amigas se hacían las que no sabían quechua. Entendían, pero no querían hablarlo.

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Magaly Solier sonríe con el teléfono en la oreja, como una adolescente ilusionada. El director le ha confiado quién será su compañero en el papel protagónico de la película que en breve rodará en Europa. Es un actor que ha salido en producciones de Hollywood. Un famoso. Solier está feliz, no puede evitarlo. Está sentada en la entrada de su casa. Su pelo está suelto, es lacio, largo y hermoso. No soy el primero en notarlo: una corporación transnacional le ha ofrecido una atractiva suma para salir en un comercial de champú.

Pero el entusiasmo se pasa rápido en ella. Porque así, rápido, vienen las dudas.

Solier sabe que su imagen va en ascenso y que pronto tendrá que vivir el destino inexorable de la diva: todo el mundo querrá un pedazo suyo. Y a veces no sabe cómo manejar la situación. La desconfianza la abruma. Discute largamente sin saber qué está bien y qué está mal, dejando únicamente al olfato la respuesta de quién se aprovecha de ella y quién quiere ayudarla. Solier tiene mucha fuerza, una rabia acumulada capaz de mover cerros, pero no siempre sabe dónde está el enemigo. Entonces discute y vocifera y quiere que la respeten y que “nadie se aproveche de mí”. Pero toda la fuerza de sus músculos no puede hacerle cosquillas a un mundo que siempre ha sido injusto, por naturaleza. Su abuela frunció el ceño y vinieron a matarla. Su madre alzó la voz y tuvo que irse corriendo a vivir con miedo (las culebras de día y el recuerdo de Sendero Luiminoso de noche). ¿Adónde la llevará el coraje a ella? Y entonces Solier se apaga y tiene miedo y se siente sola y sube al techo para mirar el cielo nocturno de Huanta: la nítida constelación de Escorpio con su cola hecha de blanquísimas estrellas. Alguien llamó a todo eso Vía Láctea. Será la leche del dolor.

Blackthorn
Blackthorn. © Aiete Ariane Films + Pegaso Producciones + Arcadia Motion Pictures + Noodles Production.

Quizá hay algo incompatible en todo esto y ella lo nota. Segar maíz en la chacra y volar a los escenarios del mundo. Degollar cuyes y grabar un nuevo disco en Europa. La hoz de metal y el oso de oro. Bertha, su hermana, le ha dicho a mamá Gregoria que venda la chacra y se mude a vivir a Lima. Magaly Solier se niega rabiosamente. Se aferra a la tierra con vehemencia. Luego de la pachamanca –los cuyes ya están cocinándose–, pasará dos semanas trabajando en la chacra, sudando y tensando los músculos. Su madre le ha dicho que una actriz no debería malograrse las manos. A ella le importa un pepino. En unos días le comprará a doña Gregoria un cerdo y una vaca nueva. La vaca le costará cuatrocientos dólares.

A veces pienso que para Magaly todo esto es una especie de retorno imposible. Un psicoanálisis vivencial.

–Magalycha. ¡¿Dónde has estado?! Veste…

Ahora Magaly se mira al espejo de cuerpo entero mientras se maquilla cuidadosamente. Lleva puesta una falda larga que, abierta, tiene un diámetro de tres metros, una blusa de manga murciélago y una faja huantina bordada a mano. Afuera, miles de personas esperan por ella. Quieren oír su voz. Los músicos ya están en el escenario. Magaly sale del backstage calmadamente y sube las escaleras. Antes de seguir, le dice a su manager que siente nervios. “El día en que dejes de sentirlos, mejor deja de cantar”, le responde él. Entonces Magaly Solier termina de subir las gradas. Los aplausos truenan. Desde abajo, las fuertes luces de los reflectores hacen que la perdamos de vista.

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