Hace poco, en una magnífica crónica publicada por El Semanal de La Tercera de Chile, Pablo Larraín, el director de No, enumeraba las paradojas que han envuelto la realización y el estreno de su película en su país. “¿Cómo estructuramos una sociedad sostenida en un resentimiento tan profundo entre ideologías y clases?”, se pregunta en un momento con amarga lucidez.
No, la magnífica película de Pablo Larraín, recrea con seriedad el conflicto que se dio entre los eficaces oficios de la publicidad y las ideas de la vieja izquierda marxista chilena para acabar con la dictadura de Augusto Pinochet utilizando las armas de persuasión del sistema capitalista. En ese punto de encuentro entre el marketing de la Coca-Cola y el del Che Guevara, entre el estilo Don Draper y el de los barbudos de chompa de lana o saco de corduroy (impensable en 1988, hoy moneda corriente), el resultado fue previsiblemente agridulce. Mientras en otras partes No ganaba premios y se iba abriendo paso hacia su triunfal candidatura al Óscar a la mejor película en habla no inglesa, en Chile era ignorada por la nostálgica derecha pinochetista que mejor se acomodó tras la caída del dictador, pero al mismo tiempo era duramente criticada por la izquierda, que no le perdonaba a Larraín su impureza de clase. Como si su condición de cuico e hijo de políticos de derecha fuese un impedimento para filmar una película sobre esa época. De todo eso habla Larraín en esta crónica publicada recientemente.