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El testimonio de Lúcia Murat

El 28 de mayo de este año, la cineasta Lúcia Murat contó ante la Comisión de la Verdad de Río de Janeiro las torturas a las que fue sometida durante la dictadura militar que gobernó Brasil de 1964 a 1985. Su estremecedor relato es imprescindible para comprender –y denunciar– aquello que ocurrió alguna vez en nuestros países. Ibermedia le da las gracias por permitirnos reproducir su testimonio.

Escribe LÚCIA MURAT

Mi primera prisión fue en el Congreso estudiantil en Ibiúna en octubre de 1968. Yo era vicepresidenta del directorio estudiantil de la facultad de economía y estaba en el congreso representando a mi facultad. Estuve aproximadamente una semana en la cárcel y no me torturaron. Antes del Acta Institucional número 5, el 13 de diciembre de 1968, a los estudiantes de clase media no nos torturaban, pero lo mismo no ocurría con los operarios. Dos años más tarde me encontré y milité con Jose Barreto, asesinado junto a Carlos Lamarca, y él me contó las torturas que sufrió en 1968, cuando fue arrestado por haber estado al mando de la Huelga de Osasco.

Al haber sido detenida en el Congreso de Ibiúna, pasé a la clandestinidad justo después del Acta Institucional número 5, pues sabíamos que con el fin del habeas corpus y los derechos que aún existían los militares me perseguirían en algún momento.

Y, efectivamente, algunos meses más tarde, durante la llamada Operación Rockefeller, más de 10 mil personas fueron detenidas en un intento de preservar al país de cualquier manifestación en contra de la llegada de Nelson Rockefeller, entonces gobernador de Nueva York. En esa ocasión, la casa de mis padres fue invadida por militares armados. Y a mi padre, el doctor Miguel Vasconcellos, entonces director del Hospital Pedro Ernesto en Río de Janeiro, lo detuvieron y se lo llevaron a un cuartel donde lo interrogaron sobre mi situación, que él desconocía. Con él, se llevaron a mi hermana Regina Murat Vasconcellos. Los soltaron después de amenazarlos.

Mi segunda prisión ocurrió el 31 de marzo de 1971, después de dos años y medio de clandestinidad.

La tortura era una práctica de la dictadura y nosotros lo sabíamos por el relato de quienes habían estado presos antes. Pero ninguna descripción sería comparable a lo que enfrenté después. No porque haya sido más torturada que los demás. Sino porque el horror es indescriptible.

Conociendo esta imposibilidad, voy a intentar describirlo.

La brutalidad de lo que ocurre a partir de ahí confunde un poco mi memoria. Lo recuerdo como si fueran flashes, sin continuidad

En marzo de 1971, yo estaba junto con Maria Luiza Garcia Rosa en una habitación que alquilábamos en un piso en Jacarezinho. Ellos llegaron por la noche y ni siquiera hubo condiciones para que esbozáramos una reacción. Inmediatamente nos separaron, me empujaron a un coche y me metieron una capucha. Empezaron a pegarme dentro del coche.

Cuando llegué al DOI-Codi no sabía dónde estaba; sólo descubrí más tarde que era el cuartel del Ejército situado en la calle Barão de Mesquita, que existe hasta hoy. Enseguida me llevaron a la sala de tortura. Me quedé desnuda, pero no recuerdo cómo me quitaron la ropa. La brutalidad de lo que ocurre a partir de ahí confunde un poco mi memoria. Lo recuerdo como si fueran flashes, sin continuidad. De un momento al otro, estaba desnuda en el suelo mientras me pegaban. Después, enseguida me levantaron en el “palo de arara” y empezaron con los choques. Ataron la punta de uno de los hilos en el dedo de mi pie mientras la otra iba paseando. Por los pechos, la vagina, la boca. Cuando empezaron a tirarme agua, estaba desesperada y en un primer momento creí que era para aliviar el dolor. Después volvían a empezar los choques, mucho más fuertes. Entendí que el agua era para aumentar la fuerza de los choques.

Esto duró horas. No sé cuántas. Pero habrá durado más de diez horas.

De vez en cuando, me bajaban del “palo de arara”. Recuerdo que un médico entró y me examinó. Aparentemente, fui considerada capaz de resistir, ya que siguió la tortura.

En cuanto me empezaron a dar, creí que no resistiría y me inventé una historia que en mi cabeza me permitiría suicidarme.

A memória que me contam. © Taiga Filmes.
A memória que me contam. © Taiga Filmes.

Nosotros teníamos un sistema de punto –de encuentros– en el que, si no apareciéramos en 48 horas, nos considerarían presos y avisarían a nuestra familia. Yo quería proteger a mis compañeros y lo único que se me ocurría era aguantar algún tiempo hasta que tuviera condiciones para suicidarme, ya que así todos estarían a salvo. Entonces, se dijo que yo debería estar en el balcón del apartamento donde me habían detenido, y que un compañero pasaría en coche abajo del edificio. Yo haría señal de que todo iba bien, y me encontraría con él más tarde en un determinado lugar. Yo creía que desde el balcón del apartamento podría tirarme y todo estaría terminado.

Pero cuando salí del “palo de arara” estaba paralítica, mi pierna derecha estaba muy hinchada (después me diagnosticaron una flebitis). Yo no podía mover la pierna, estaba muy lastimada, con fiebre muy alta y las muñecas abiertas por el “palo de arara”. Sin poder subir la escalera del edificio, me llevaron hasta el lugar, pero me dejaron dentro del coche y me sustituyeron en el balcón por una de las suyas con una peluca del color de mi pelo. Cuando entendí lo que estaba pasando, empecé a desesperarme. Sabía que ellos no se llevarían a nadie y que cuando volviera yo no resistiría. No iba a poder suicidarme. Ésa fue tal vez la peor sensación de mi vida, la sensación de no poder morir. Yo lloraba como una loca dentro del coche y pedía que por favor me mataran.

Ellos se reían. Y decían que me joderían si no cayera nadie.

Yo no tenía mucha idea de la hora, pero sabía que, en aquel momento, tendría que aguantar al menos 12 horas más para impedir el encarcelamiento de mis compañeros. Y no sabía cómo. A los 22 años, vi que tendría que inventar otra historia que me justificara a mí misma el nuevo horror que se acercaba. Desde el coche, antes de ir a un encuentro en el que no arrestaron a nadie, empecé a decir que la culpa era suya, que nadie sería tan idiota como para ir a un punto porque no era yo quien estaba en el balcón. Yo necesitaba aferrarme a una historia, aunque ellos no se la creyeran.

No sé bien qué ocurrió cuando volví. Los recuerdos son confusos. No sé cómo era posible, pero todo empeoró. Ellos estaban histéricos. Sabían que necesitaban extraer algo en 48 horas si no perderían mi contacto. Gritaban, me ofendían y volvieron a ponerme en el “palo de arara”. Más paliza, más choque, más agua. Y esta vez entraron las cucarachas. Pusieron cucarachas paseando por mi cuerpo. Colocaron una cucaracha en mi vagina.

Hoy parece una locura. Pero uno de los torturadores con nombre de guerra Gugu tenía una caja donde guardaba las cucarachas atadas por bramantes. Y a través del bramante podía manipular las cucarachas en mi cuerpo.

Yo quería morirme y no podía morir. Pero, mientras, prácticamente ya había ganado el tiempo necesario para liberar los puntos con la organización. Y Marilena Vilas Boas, que más tarde fue bárbaramente asesinada, que era con quien yo tenía los encuentros, pudo avisar a mi familia de que me habían detenido.

Pasados esos primeros días, me soltaron en el pasillo, con la capucha. Me quedaba medio desmayada, medio dormida.

Hasta que me llevaron a la enfermería. En la enfermería, después de algún tiempo, empecé a tomar antibióticos. No podía andar, mi pierna derecha estaba muy hinchada y no se movía, mis muñecas estaba heridas, así como los pechos y los pies. No podía comer porque me habían dado muchos choques en la lengua y, si tragaba algo, vomitaba.

Ésa fue tal vez la peor sensación de mi vida, la sensación de no poder morir. Yo lloraba como una loca dentro del coche y pedía que por favor me mataran

Más tarde, unos médicos supusieron que, si no hubiera empezado a ser medicada, habría muerto a los pocos días. Eso es una cuestión importante. Las circunstancias. Seguramente me salvaron las circunstancias, no su voluntad. Podíamos morir a cualquier momento y por eso nos mantenían incomunicados en todo ese período y negaban nuestro encarcelamiento. Para ellos, que eran dueños de nuestras vidas y nuestras muertes, sería solamente un “accidente” más, como tantos que ocurrieron.

En la enfermería, los médicos que me cuidaron eran los mismos que nos “asistían” en la sala de tortura: Amilcar Lobo y Ricardo Fayal.

Al día siguiente, empezaron a interrogarme dos representantes de Bahía – yo había vivido clandestina durante un año en Salvador – el Comandante Cinelli, del CIEX, y un representante de Aeronáutica. Decidieron llevarme a Bahía. Dijeron que allí me curarían.

Me fui en un avión de la FAB a Salvador y me llevaron al cuartel de Barbalho, donde el médico se quedó aterrado creyendo que yo moriría en sus brazos e hizo un informe describiendo detalladamente mi situación y solicitando un especialista. Recuerdo que ese médico dijo: “Voy a hacer esto porque si no vas a morir en mis manos y yo no tengo nada que ver con eso”. Entonces trajeron a un médico neurólogo de Aeronáutica que me cuidó. Mi pierna empezó a deshincharse. Seguía en la cama y todos los días me interrogaba el comandante Cinelli. Pero en ese momento sin tortura física.

Me mejoré, mi pierna se deshinchó y me trasladaron a la Base Aérea en Salvador. Yo tenía la pierna muy fina, sin control en el pie, la cintura torcida, como si hubiera tenido parálisis infantil. Creí que las torturas habían terminado, cuando me avisaron de que volvería a Río. Cuando ellos entraron en la celda, ya me pusieron la capucha. Me llevaron a trancos al avión, y durante todo el recorrido me amenazaban con tirarme. Me levantaban del asiento, me llevaban hasta un lugar donde debería estar la puerta de emergencia del avión y decían que iban a abrirla. Volvían a sentarme para volver a empezar todo. En algún momento, me preguntaron por “Paulo”, nombre de guerra de Stuart Angel Jones, y yo entendí que él había caído. Después, en Río no volvieron a preguntar por él. Habían asesinado a Stuart. Sólo lo supe después.

Ellos se comportaban todo el rato como si estuvieran disputando un campeonato. Y lo que estaba en juego podía ser una prisión, la muerte de alguien de la oposición considerado importante, el que alguien hubiese cantado. Así, la gente del DOI-Codi se disputaba con la de Aeronáutica, que se disputaba con la policía… Los de Río se disputaban con los de Bahía, etc. Ellos nos disputaban como si fuéramos trofeos, verdaderos animales de caza.

Pusieron cucarachas paseando por mi cuerpo. Colocaron una cucaracha en mi vagina

Cuando volví al DOI-Codi, la tortura sería un poco diferente. En 1971, ellos ya conocían bien el funcionamiento de las organizaciones clandestinas y la tortura se dirigía a su aniquilación. Así que ellos conocían el esquema de puntos que teníamos, y la tortura cuando éramos presos era violenta y brutal para que entregáramos los encuentros con nuestros compañeros lo antes posible. Después, ellos sabían que podían utilizar el tiempo en su favor para conseguir informaciones más estructurales. Uno de los torturadores, de nombre de guerra Nagib, me dijo un día que para ellos nosotros éramos como perros de Pavlov. El choque al principio tenía que ser de alto voltaje. Pero después ellos podían dar choques más pequeños, que nuestra memoria sería del choque de alto voltaje. Nosotros ya estaríamos en sus manos.

Eso me parece muy importante porque demuestra también que ese equipo de torturadores estudiaba los métodos que ellos eufemísticamente llamaban “técnica de interrogatorio”. No era solamente una explosión de un sádico de turno.

En un segundo momento, entonces, la tortura era progresiva, hecha de idas y venidas, de amenazas y de nuestra certeza, permanentemente alimentada por ellos, de que todo podía volver a empezar a todo momento. El objetivo era, paulatinamente, anularnos, como personas y como militantes.

En ese marco, a la vuelta, el mismo Nagib hizo lo que él llamaba tortura sexual científica. Yo me quedaba desnuda, con una capucha en la cabeza, una cuerda enrollada desde el cuello pasando por la espalda hasta las manos, que estaban atadas detrás de la cintura. Mientras el torturador me tocaba el pecho, la vagina, penetraba mi vagina con el dedo, yo estaba imposibilitada de defenderme, ya que si moviera los brazos para protegerme me ahorcaría e instintivamente volvía atrás. O sea, ellos inventaron un método tan perverso en el que aparentemente nosotras no reaccionábamos, como si fuéramos cómplices de nuestro dolor. Eso duraba horas o noches, no estoy segura.

Se consideraba un método de aniquilación progresiva. Y fue verdaderamente el período en el que me sentí más desestructurada, más que en toda la locura de los primeros días, porque ya sabemos qué es la tortura, y parece que nunca tendrá fin.

En esa época, la rutina estaba implantada. Yo me quedaba en una celda – en un período me quedé con una niña de Paraná llamada Ruth – y la llevaban repetidamente a la sala de tortura, para nuevos interrogatorios. Creo que por aquel entonces yo ya llevaba dos meses en la cárcel, cuando mi abogado, Don Tecio Lins e Silva, consiguió que me presentaran en la Auditoría de Marina, donde llevaban un proceso contra mí.

Desde el primer día, cuando Marilena avisó a mi madre, mi familia y mi abogado, intentaban desesperadamente encontrarme. Sabían que si me llevaran a la auditoría yo estaría a salvo, ya que me habrían presentado y sería muy difícil que me mataran. Por eso, usaron todos los subterfugios y procedimientos legales para conseguir que me presentaran. Mi abogado presentó una petición ante la Auditoría afirmando que me habían detenido. La auditoría envió una orden al Cuartel de la PE.

Estas contradicciones existían porque, en medio del horror, la dictadura brasileña siempre intentó mantener justificaciones legales. Y a nosotras no nos estaban torturando en una casa clandestina, sino en un cuartel del ejército.

Y, así, un día mandaron que me visitera –en la cárcel llevábamos un mono– y un grupo de soldados de la PE me llevó a la Auditoría de Marina.

Me gustaría pedirle a la Comisión que todos aquellos que fueron presos envíen una declaración. Necesitamos saber lo que ocurrió

Cuando llegué a la auditoría no andaba, mi pierna seguía atrofiada y tenía hematomas y heridas por el cuerpo. Me llevaron a una sala donde estaban mis padres y mi abogado. Siempre rodeada de los soldados de la PE, pedí que por favor intentaran sacarme del DOI-Codi y me llevaran al Hospital Militar. Yo sabía también que aquel momento era la única oportunidad que tendría de denunciar las torturas con una prueba real. Yo era la prueba real de la tortura. Y, a pesar del enorme miedo que sentía, denuncié que estaba en aquel estado por las torturas, en una declaración muy emocionada. Recuerdo – y sólo tenía 22 años – que cuando entré en la sala todos los jueces bajaron la cabeza. No tuvieron el valor de afrontarme. Como tampoco tuvieron el valor – pese a todos los esfuerzos de mi abogado – de mandarme al Hospital Militar y, una vez más, me llevaron al DOI-Codi. Yo temblaba mucho, pues me imaginaba lo que me esperaría después de denunciar tortura. Le dije a mi abogado: Me van a matar. La impotencia estampada en sus ojos era el retrato de este país.

Pero ellos ya no podían matarme porque yo ya estaba oficialmente presa, lo cual, sin embargo, no tenía la menor importancia para mí. Lo importante era que yo sabía que volverían a torturarme y que deberían estar furiosos con mis declaraciones. Y es impresionante su capacidad de inventar siempre algo diferente. Algo que te dejará aún peor.

Cuando llegué a la sala de tortura, estaban todos juntos y locos. (Releo las declaraciones y veo que en todo momento digo que fue lo peor que viví en mi vida). Bueno, ese momento fue otra vez el peor momento que viví en mi vida. Ellos me hicieron representar lo que había dicho en la auditoría, como si hubiera sido una representación, una mentira, una payasada.

“Ahora pon cara de llorar, no es suficiente, tú pusiste más cara de llorar que ésa”, “Cojea más, tu allí cojeabas más, hija de puta”. Y yo hice todo lo que me mandaban, yo hice todo lo que me mandaban. La sensación era de que había perdido totalmente mi identidad. Cuando tu dolor se convierte en broma con tu ayuda es como si ya nada tuviera sentido.

Lúcia Murat. © Taiga Filmes.
Lúcia Murat. © Taiga Filmes.

Después de eso, me quedé algún tiempo más en el DOI-Codi, no sé precisar cuánto. Sé que me metieron en la cárcel el 31 de marzo y que casi tres meses después me mandaron por fin a la Villa Militar, donde pasé a estar legalmente presa, con visita de familia y abogado. De todo ese período, de todo ese horror, también viví algunos momentos de esperanza. En el cuartel de Barão de Mesquita, además de los equipos de torturadores, también nos encontrábamos a soldados de la Policía del Ejército en servicio militar. Era un cuartel, con un funcionamiento normal de cuartel. Y la mayoría de los soldados, para mostrar servicio ante los oficiales, participaban en la brutalidad. O empujándonos o, por ejemplo, diciendo que había un escalón más cuando subíamos una escalera con la capucha, haciendo que nos cayéramos. Pequeños poderes, muchos abusos. Pero no todos se comportaron así. Dos soldados son inolvidables al haber conseguido conservar su humanidad. Y me gustaría recordarlos hoy.

Me gustaría recordarlos hoy, incluso sin saber sus nombres, porque lo que estamos haciendo es un ejercicio de humanidad. Un soldado se ofreció para llevarle un billete a mi familia. Y se lo llevó. El otro fue el enfermero que, mi primera noche en la enfermería, estuvo todo el rato despierto poniéndome paños calientes en la pierna para amenizar el dolor. Recuerdo que sólo repetía: “Cuando termine el servicio militar, quiero olvidar todo esto”.

Pero nosotros no podemos olvidar. Y por eso estamos aquí hoy.

Llevaba ya unos dos meses en la Villa Militar cuando, a finales de agosto, me llevaron nuevamente al DOI-Codi. Esa posibilidad no se me pasaba por la mente. Me había convencido de que todo aquello había terminado. Pero con el asesinato de Yara Yalvberg y la persecución a Lamarca y a Zequinha, decidieron que yo debería ser interrogada otra vez sobre Bahía. Cuando un sargento me dijo, en la Villa Militar, que me llevarían al DOI-Codi, me desesperé, e intenté suicidarme nuevamente. Era inadmisible volver a vivir todo aquello. Pero me impidió mi compañera de celda, mi querida Abigail Paranhos, que se llevó el cáncer hace unos años. Estaba tan desesperada que me pusieron una inyección y me fui casi desmayada a Barão de Mesquita.

Allí todo había cambiado. Las celdas tenían cama y sábana y habían reemplazado los aparatos de tortura por celdas con control de sonido y temperatura, las llamadas neveras. Se colocaba a los presos sin que pudieran dormir, sin comer y a temperaturas bajísimas. Me interrogó de nuevo el Comandante Cinelli. Yo no entendía nada de lo que estaba pasando.

Ahora pon cara de llorar, no es suficiente, tú pusiste más cara de llorar que ésa”, “Cojea más, tu allí cojeabas más, hija de puta”. Y yo hice todo lo que me mandaban

Hoy me parece que el DOI-Codi de Barão de Mesquita, desde ese momento, fue reservado a presos que pasarían por ese “interrogatorio científico”. Al mismo tiempo, los militantes de las organizaciones armadas considerados clave fueron sumariamente condenados a muerte.

Ya no volverían al DOI-Codi. Iban a ser torturados y asesinados en otros lugares, como la Casa de la Muerte de Petrópolis, cuya única superviviente fue Ines Etiene Romeu.

Fue así con Sérgio Furtado, con Paulo Ribeiro Bastos, con Fernando Santa Cruz y muchos otros compañeros que constan en la lista de “desaparecidos”. La pena de muerte se decretó también para los combatientes urbanos en ese período, así como para los militantes de la Guerrilla de Araguaia.

No puedo probar que hubo una decisión de matar a los pocos supervivientes de las organizaciones armadas, pero es lo que deduzco de lo que viví esa época.

Nagib, al que le gustaba discursar, explicarme las técnicas y sus objetivos, me dijo una vez que después de acabar con nosotros, que en el fondo éramos sólo unos niñatos impertinentes, terminarían con quienes efectivamente importaban, con los que nos habían metido cosas en la cabeza. Y que después de aniquilar las organizaciones armadas, aniquilarían el Partido Comunista Brasileño. Efectivamente, años después asesinaron a la dirección del PCB.

Es terrible echar la vista atrás y descubrir que en tu país se utilizaron métodos crueles y criminales en la lucha política. No sólo se trataba de aniquilar a quienes se estaban defendiendo de armas en mano, sino de aniquilar toda y cualquier visión contraria a la suya. Era un método de mantenimiento de un poder autoritario.

Una vez, en la enfermería, cuando le pregunté a Amilcar Lobo cómo un médico y psicoanalista se permitía aquel papel, me dijo que si no fuera él sería otro, que él era sólo un miembro de un engranaje. Yo recuerdo lo que contesté: muchos dijeron eso en Núremberg.

No estamos en Núremberg. Han pasado 43 años desde esos acontecimientos.

Han quedado pequeñas cicatrices en mi cuerpo, un problema de sensibilidad en mi pierna derecha y esta historia. Una historia que comparto con vosotros, no por deseo de venganza o masoquismo, sino porque creo que la única forma de fortalecer la democracia en este país es conociendo nuestro pasado. La única forma de combatir a aquellos que aún torturan en este país es mostrar que éste es –y ha sido siempre– un crimen de lesa humanidad.

Después de tres años y medio de cárcel, fui liberada. Es verdad que, después de todo eso, reconstruí mi vida. Con la ayuda de mi familia, mis amigos y un proceso de análisis que duró 25 años. Pero reconstruir no significa olvidar. Reconstruir significa saber convivir con esos hechos luchando por que no se repitan jamás. El horror a la violencia y al autoritarismo pasó a formar parte de mí.

Mientras el torturador me tocaba el pecho, la vagina, penetraba mi vagina con el dedo, yo estaba imposibilitada de defenderme

Hace dos años, pedí autorización al Ejército para grabar las celdas donde estuve presa. Me denegaron el pedido. Sin explicaciones. ¿Cómo se puede avanzar en dirección al futuro si no se puede reconstruir el pasado? ¿Hasta cuándo van a esconder nuestra historia?

Miles de personas fueron presas y torturadas en Río de Janeiro. Me gustaría pedirle a la Comisión que empiece una campaña para que todos aquellos que fueron presos envíen una declaración. Necesitamos saber lo que ocurrió. Nombre, fecha, qué torturas sufrió y quiénes fueron los responsables.

En mi época del DOI-Codi, los torturadores utilizaban nombre de guerra y tenían sus nombres verdaderos tapados por un esparadrapo en la camisa. Pero, posteriormente, conseguí identificar a algunos de ellos, quiénes son: Comandante Demiurgo –entonces jefe del DOI-Codi y que mantenía contacto con nuestras familias–; Teniente Armando Avolio Filho –de nombre de guerra Apolo–; y Riscala Corbage, Nagib.

A los otros no los pude localizar. Y creo que pasados 43 años será casi imposible su reconocimiento. Pero otros torturados, y fueron miles, seguramente tendrán otras informaciones que dar.

Espero que la Comisión pueda escuchar a los que siguen vivos y a todos aquellos que fueron reconocidos para que podamos revelar enteramente ese período.

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