El escritor, periodista, guionista y entusiasta del cine latinoamericano Gabriel García Márquez –Gabo como lo llamaban quienes más lo querían, también nosotros desde Ibermedia– murió el jueves 17 de abril de 2014 en México DF. El Nobel colombiano, que además de mago del realismo mágico y pilar del boom latinoamericano, fue uno de los fundadores de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) en San Antonio de los Baños, Cuba, tenía 87 años. Precisamente por ello, en Ibermedia le hemos pedido al periodista, crítico y profesor cubano Joel del Río, autor de El cine según García Márquez, que le rinda un homenaje a sus andaduras literario-cinematográficas en nombre de todos. Con Gabo se nos ha ido no sólo un autor único, uno de los escritores más admirados y leídos en todo el mundo, sino sobre todo un promotor y defensor de la forma que los latinoamericanos tenemos de contar nuestras historias. Al fin y al cabo, para él, el realismo mágico no era otra cosa que narrar acontecimientos difíciles de creer con cara de palo, un truco que había aprendido de su abuela cuando era niño. Algo que también podrían decir tantos otros escritores, guionistas y cineastas de nuestra comunidad.
Escribe JOEL DEL RÍO
Cuatro años tenía Gabriel García Márquez cuando descubrió el cine, de la mano de su hermano Luis Enrique. En Vivir para contarla se alude al terror provocado por la versión latina de Drácula, sobre todo en el momento en que el conde se disponía a hincar sus colmillos de vampiro en el cuello de la bella protagonista. A los once o doce años tuvo el permiso del padre para ir solo a la matiné de los domingos en el teatro Colombia, donde por primera vez se pasaban seriales con un episodio cada domingo, y se creaba una tensión que no permitía tener un instante de sosiego durante la semana: “La invasión de Mongo fue la primera epopeya interplanetaria que sólo pude reemplazar en mi corazón muchos años después con la Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Sin embargo, el cine argentino, con las películas de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, terminó por derrotar a todos”.
Escribí El cine según García Márquez por tres principalísimas razones: intenté rendir homenaje al escritor que me deslumbró a los catorce o quince años, con ese “afán arrollador y totalizante”, ese “carácter llamativo y risueño” y otros elementos hegemónicos de la materia narrativa. En la misma medida, quise dar cuenta de un matrimonio feliz, aunque escabroso, entre el cine y la literatura latinoamericanos; tenía el propósito de analizar los múltiples aportes del Premio Nobel colombiano a las cinematografías de esta región (no sólo en tanto inspirador de narraciones visuales, sino también en tanto promotor y fundador), y además pretendía confirmar el triunfo de las películas de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, es decir, ratificar las palmas avenidas en las cinematografías latinoamericanas.
Como quien remonta el río Magdalena, desde el Santa Marta, Barranquilla o Cartagena, hasta algún pueblo parecido a Macondo, e incluso similar a Aracataca, el libro recorre hallazgos y denodados intentos cinematográficos realizados sobre todo en México (Arturo Ripstein, Jaime Humberto Hermosillo), Brasil (Ruy Guerra) y Colombia (Jorge Alí Triana y Lisandro Duque) a la hora de poner en imágenes las diferentes esferas del universo garcíamarquiano. Porque en el libro se precisan y nombran la sensibilidad creativa imprescindible para verter en imágenes y sonido alguna de las tres principales variantes ficcionales de este universo, a saber, las narraciones realistas de cariz periodístico o naturalistas –vinculadas en espíritu con las agendas del Nuevo Cine Latinoamericano–; los signos del realismo mágico, tan difíciles de trasponer a la pantalla, y finalmente, el período nostálgico-romántico que ocupa las últimas novelas del escritor.
Con todo, El cine según García Márquez tampoco pretende ser un inventario de infladas glorias ni mucho menos nace de la terquedad de reconocer méritos inexistentes en filmes vapuleados en su momento por la crítica y el público. En el conato por revalorizar el aporte de García Márquez al cine latinoamericano se analizan los principales filmes iberoamericanos en que participó el escritor, o que se inspiraron en su obra, desde Tiempo de morir, en 1965, hasta Memoria de mis putas tristes, en 2011, y en semejante itinerario afloraron algunas de las pautas más usuales en el trabajo de adaptación de los cineastas: recuperación de la esencia temático-estilística a partir de la fidelidad al texto literario y a la ilustración sumaria del mismo (Eréndira, Fábula de la bella palomera y El veneno de la madrugada, dirigidas por Ruy Guerra); divergencia considerable de las peripecias relatadas en pos de recrear la atmósfera y el espíritu de la narración original (El coronel no tiene quien le escriba, de Arturo Ripstein; Un señor muy viejo con unas alas enormes, de Fernando Birri, y Del amor y otros demonios, de Hilda Hidalgo); insistencia en el pintoresquismo latinoamericano en un sentido folclórico, romántico y ligeramente atávico (Crónica de una muerte anunciada, de Francesco Rosi, o El amor en los tiempos del cólera, de Mike Newell) y, finalmente, la tendencia que a mi juicio resulta una de las más exitosas: los guiones especialmente concebidos por el escritor para el cine e inspirados en relatos cortos, episodios breves insertos en las novelas, o concebidos a partir de cuentos realistas o crónicas periodísticas (En este pueblo no hay ladrones, de Alberto Isaac; Presagio, de Luis Alcoriza; María de mi corazón, de Jaime Humberto Hermosillo; Tiempo de morir, de Jorge Alí Triana, y Milagro en Roma, de Lisandro Duque).
Sin embargo, antes de iniciar el recorrido, y desandar virtudes o confirmar insatisfacciones a lo largo de cincuenta años de subestimado cine macondiano, el libro describe la andanza de García Márquez por el periodismo, dentro y fuera de Colombia. Su debut tuvo lugar durante el año y medio (mayo de 1948 a diciembre de 1949) en que fue colaborador de El Universal de Cartagena. Luego vienen los tiempos de El Heraldo de Barranquilla y su columna La Jirafa. En esta primera época son bastante raras sus incursiones en el tema cinematográfico, pero a partir de 1953, en El Espectador de Bogotá, se siente más preparado e informado sobre el asunto, y se multiplica el número de sus críticas cinematográficas, las cuales anunciarán buena parte de las preocupaciones inherentes a su literatura y a los posteriores argumentos de sus películas.
Reveladora de lo que sería su posterior credo cinematográfico fue la crítica a Milagro en Milán, de Vittorio de Sica. Publicada en la sección El Cine en Bogotá –que el escritor firmaba con sus iniciales GGM– de El Espectador, el 24 de abril de 1954, el texto comienza expresando cuán sorprendente devino el filme para todos los públicos, tanto para los admiradores de Ladrón de bicicletas, Alemania, año cero y, en general, las producciones italianas de posguerra, como para los fanáticos de El ladrón de Bagdad, El hombre invisible y las películas de dibujos animados de Walt Disney. Afirmaba el cronista:
«los primeros han manifestado su perplejidad ante el hecho de que los campeones del realismo cinematográfico hayan puesto a los miserables de las barracas a volar en escobas, en lugar de matarlos de hambre, que habría sido lo natural. Los segundos no acaban de entender, o de aceptar, que un cuento de hadas tenga por escenario un muladar, donde los príncipes orientales han sido sustituidos por una cuadrilla de pordioseros».
Más adelante, en la misma crítica, García Márquez anuncia lo que sería su estilo irrepetible a la hora de escribir Cien años de soledad, una década después:
«La historia de Milagro en Milán es todo un cuento de hadas, sólo que realizado en un ambiente insólito y mezclados de manera genial lo real y lo fantástico, hasta el extremo de que en muchos casos no es posible saber dónde termina lo uno y dónde comienza lo otro. Por ejemplo: el hallazgo de un pozo de petróleo es un acontecimiento enteramente natural. Pero si el petróleo que brota es refinado, gasolina pura, el hallazgo resulta enteramente fantástico, así como la circunstancia de que en lo sucesivo baste horadar la tierra con el dedo para que brote una fuente de petróleo. Otro ejemplo: la escena de los vagabundos disputándose un rayo de sol, que ha sido considerada como un acontecimiento fantástico, es sin embargo enteramente real».
Otro acto de fe en el futuro del cine latinoamericano lo verifica el cronista en la crítica de Alemania, año cero (1947), de Roberto Rossellini, «una esperanza para los países pobres donde la industria cinematográfica puede prosperar a base de calidad, precisamente aprovechándose de esos escasos recursos». Y esa confianza en el futuro de las cinematografías nacionales y en las películas realizadas por jóvenes osados se transparenta en la crítica de Bienvenido, Mister Marshall (1952), de Luis García Berlanga, porque «por primera vez un grupo de jóvenes cineastas ha puesto frente al mundo el verdadero pueblo español, tan minuciosa y auténticamente conocido a través de la literatura». El entusiasmo por la película española es posible que se relacione con el tema del pueblo rural y estancado que se activa por una visita providencial. Así ocurre en algunos pasajes de las crónicas sobre Macondo, y huéspedes inesperados aparecen también en muchas de las películas inspiradas en la prosa garcíamarquiana, como Un señor muy viejo con unas alas enormes (1988), que se apropia de la indeterminación entre lo real y lo subjetivo, entre sueño y contingencia, entre historia nacional y recuerdo personal, o estipula la fragmentación y la polifonía como artilugios simbólicos, y muestra sucesos irreales, en abierto rechazo a la mimesis y a la chatura del realismo acorralado en lo inmediato o contingente.
Pocos años después de que el Premio Nobel colombiano fundara en Cuba la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV), en San Antonio de los Baños, y seleccionara para el cargo de director al argentino Fernando Birri, autor de Tire dié y Los inundados, se estrenó la versión cinematográfica del cuento Un señor muy muy viejo con unas alas enormes, escrito en 1968, a poco de concluir Cien años de soledad. Los primeros años de la Escuela constituyeron un buen contexto para unir talentos e intenciones, y tratar de realizar, entre todos, un proyecto que mancomunara intereses. Así se concibió, desde la Escuela, una coproducción entre Cuba, Italia y España, al nivel de Televisión Española (interesada en realizar proyectos comunes con Latinoamérica), el Laboratorio de Poéticas Cinematográficas, que dirigía Birri, y el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) para adaptar un cuento que versaba sobre el lamentable estado al que la ignorancia e incredulidad reducen a un ser alado, muy viejo, que amariza de manera deplorable cerca del rancho de un matrimonio decidido a ganar dinero con el patético querubín de gallinero. Siete años estuvo Birri trabajando diversas versiones de un proyecto definido por su director, guionista y actor protagonista como una «fábula trágico-cómico-mágica» de gran riqueza plástica, «un filme de ambientes, de atmósferas».
A partir de 1953 se multiplica el número de sus críticas cinematográficas, las cuales anunciarán buena parte de las preocupaciones inherentes a su literatura y a los posteriores argumentos de sus películas
Para la realización, el cineasta argentino había conformado un microcosmos caribeño y latinoamericano de horizontes internacionales. El equipo lo integraron cubanos, argentinos, brasileños, venezolanos, haitianos e italianos. El universo visual planteado desde la fotografía (Raúl Pérez Ureta), la dirección de arte (de Raúl Oliva) y la música (compartida entre el cubano José María Vitier y el italiano Gianni Nocenzi) debían ser fieles al universo caribeño, conformado a partir de múltiples amalgamas multiculturales. Particularmente la música actúa como Leitmotiv de algunos personajes y sus universos: lo caribeño, el tango, el bolero, el danzón, la trova, o el rock en la mujer araña para simbolizar la penetración extranjera, y otros casos más o menos evidentes.
El filme se desentiende de la estrecha causalidad que signa el cuento escrito, y los eventos se acumulan como viñetas o episodios cuya motivación escapa a quien no haya leído el relato. Sí coinciden el original y el filme respecto a que acuden gentes de todas partes para pedirle al ángel que remedie sus males: «Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad».
Tanto en la estatura fantástica y mitológica del ángel, como de la mujer araña, se distancian las visiones de García Márquez y de Fernando Birri: el colombiano sublima, fantasea, magnifica, exagera en paradojas febriles; mientras que el argentino se mantiene fiel al realismo sucio, al grotesco, al naturalismo que muestra el lado sórdido o satírico de personajes y acciones, pero sin la sorpresa maravillosa que desprenden las imágenes literarias. Los intentos de vuelo y huida del ángel están representados en el filme en preciosas escenas en las cuales Birri ejecuta una suerte de exultante danza ritual antes de desplegar, y planear por encima de los cocoteros y de la plaza del pueblo.
La exploración en los defectos que malogran la condición humana, que el cuento sugiere, está desplayada en una película que apuesta a la exuberancia visual y sonora (aunque los diálogos sean más bien escasos y breves) y conscientemente sumerge al espectador en la carnavalización barroca y farsesca, y así el filme deviene la adaptación garcíamarquiana que con mayor franqueza ha basculado hacia el cine de vanguardia, episódico y distanciado, de narratividad muy baja, emancipado de las justificaciones sobre lo que hacen o dicen los personajes.
Singular película en el contexto del cine cubano de esa época, malentendida por la crítica nacional y rechazada por el público, Un señor muy viejo… colinda muchas veces con el espíritu libre del performance y la action painting, asimila insertos de matriz pictórica, musical; evidencia la voluntad de collage que pretende construir una atmósfera más que relatar una historia; se vuelve brechtiana y distanciadora en numerosas secuencias, y con más frecuencia de lo que suele comprender el espectador convencional discurre ante la cámara la figuración sin propósito dramático estricto, como no sea presentarnos una ópera menesterosa, que se regodea en la cultura popular y el barroquismo de pueblo marítimo caribeño.
Pocos años después de que el Premio Nobel colombiano fundara en Cuba la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV), en San Antonio de los Baños, se estrenó la versión cinematográfica del cuento Un señor muy muy viejo con unas alas enormes
En Un señor muy viejo con unas alas enormes, Birri le baja el tono delirante al realismo mágico, y su ángel de pronto se descuelga las alas y las coloca en una percha, y entonces lo vemos como un anciano farsante, de espalda enjuta e inerme. Pero en otro instante vuelve a estallar la irrealidad y el ángel levanta el vuelo y se pierde entre las nubes para siempre, y con su escapada se clausura la última oportunidad que tuvo ese Nuevo Pueblo Viejo (en la paradoja del nombre late la yuxtaposición y alternancia de valores) de entender lo que significa tener un ángel encerrado en tu gallinero.
También surgió en la EICTV, quince años después, la idea de releer y reinterpretar Del amor y otros demonios, cuando el propio García Márquez, en uno de sus célebres talleres para guionistas, le sugirió a la egresada costarricense Hilda Hidalgo que se encargara de adaptar y dirigir la puesta en escena del relato. De modo que la realización cinematográfica de esa historia de amor loco e imposible entre dos seres profundamente desiguales que es Del amor y otros demonios quedó en manos de una mujer, sin experiencia en el largometraje y procedente de un país sin tradición cinematográfica: Costa Rica. Fiel a la carga de sensualidad cartagenera, caribeña, del relato, Hilda Hidalgo desatendió la fuerte reflexión filosófico-religiosa, o la denuncia vertical contra la intolerancia católica que plantea Del amor y otros demonios, y la convirtió en una historia intimista, relatada a partir de la gradual y lírica aproximación entre los amantes.
A las virtudes de la fotografía casi siempre tenebrista y de plástica composición –inspirada en la pintura de Velázquez, Zurbarán, Caravaggio y otros pintores renacentistas–, y la dirección de arte que construye el espacio y los objetos mínimos para caracterizar el gradual apasionamiento de la pareja, debe añadirse el sonido, que reconstruye el espacio acústico de la Cartagena colonial, con algunos raptos selváticos y oníricos, capaces de sugestionar al espectador y colocarlo en trance de realismo mágico, una estética de la cual se mantiene próxima Hilda Hidalgo en su versión de este conflicto cardinal entre los poderes de la autoridad (religiosa), la fe (que condena el sexo) y la razón (aliada de la mesura y del juicio), puestas de rodillas ante el altar de una pasión sin límites.
El cine del realismo mágico le aportó un nuevo estatus al guionista en tanto autor de la obra; el cineasta suele ponerse al servicio de la poética, las ideas y el sentido del mundo dictados por el escritor del relato original en el cual se inspira el filme
Similares métodos de mostrar la realidad permeada por elementos fantásticos y subjetivos emplearon varios otros clásicos del cine latinoamericano, entre los años 70 y los 90, cuando el realismo mágico se emancipó casi por completo de su procedencia literaria y adquirió linaje netamente cinematográfico, en combinación con las influyentes poéticas de algunos cineastas surrealistas de corazón, como Luis Buñuel, Glauber Rocha, Raúl Ruiz o Alejandro Jodorowsky. En la galería de películas latinoamericanas en las cuales pueden rastrearse las huellas eminentes del realismo mágico, asentado por la literatura y el cine garcíamarquianos, destacan Tangos, el exilio de Gardel y Sur (Fernando Solanas), Frida, naturaleza viva y Barroco (Paul Leduc); Bye Bye Brasil y Orfeo (Carlos Diegues); Cantata de Chile y Cecilia (Humberto Solás); Últimas imágenes del naufragio y El lado oscuro del corazón (Eliseo Subiela); Una pelea cubana contra los demonios y Los sobrevivientes (Tomás Gutiérrez Alea); La estrategia del caracol e Ilona llega con la lluvia (Sergio Cabrera); El pez que fuma y Pandemonium, capital del infierno (Roman Chalbaud); El castillo de la pureza, Principio y fin, Así es la vida… (Arturo Ripstein); Madagascar y La vida es silbar (Fernando Pérez); Cuento de hadas para dormir cocodrilos (Ignacio Ortiz); Cuestión de fe (Marcos Loayza); Cronos y El laberinto del fauno (Guillermo del Toro); La mansión de Araucaíma (Carlos Mayolo); Lavoura arcaica (Luiz Fernando Carvalho); Madeinusa y La teta asustada (Claudia Llosa); Plaf o Demasiado miedo a la vida y El cuerno de la abundancia (Juan Carlos Tabío); El viento se llevó lo que (Alejandro Agresti) o Desierto adentro (Rodrigo Pla), entre muchas otras que muestran realidades tan irracionales y personajes demenciales, consanguíneos con los Buendía de Macondo.
El cine del realismo mágico le aportó un nuevo estatus al guionista en tanto autor de la obra. Porque en la mayoría de los filmes comentados en El cine según García Márquez, el cineasta suele ponerse al servicio de la poética, las ideas y el sentido del mundo dictados por el guionista y por el escritor del relato original en el cual se inspira el filme. De esta manera, resulta lógico atribuirle a García Márquez la autoría en tanto estas películas dimanan de la poética fundada por el colombiano en cuanto a temáticas dominantes como el desamor y la soledad, Macondo y su mitología, la guerra, la violencia y el caciquismo.
Intentar traer a la actualidad el enorme legado, también cinematográfico, de García Márquez, significa revalidar los valores y aportes de películas más soñadas que sensatas, desfile que rememora lo que el escritor soñó a lo largo de muchas noches en una vida larga y feliz. Él sabía que la imagen se borra de la memoria al despertar, pero el sueño recurrente tiene la virtud de ser olvidado más allá del mismo sueño, y por eso se consagró al difícil trance de tratar de atrapar y concretar lo que está hecho de materia evanescente y escurridiza. Los lectores y los cineastas persisten en la idea de atrapar el recuerdo de estos sueños escurridizos, descarriados por los mismos desfiladeros de niebla y laberintos de desilusión que están consagrados al retorno memorioso.
JOEL DEL RÍO (La Habana, 1963) es licenciado en Geografía. Ejerce el periodismo y la crítica de arte desde 1994 en el periódico Juventud Rebelde, primero, y luego en publicaciones cubanas como El Caimán Barbudo, Revolución y Cultura, Revista Cine Cubano, Revista Temas, Cuba Contemporánea, OnCuba o Progreso Semanal, y extranjeras como Cahiers du Cinema española o Cinemas d’Amerique Latine. Trabaja como periodista en el ICAIC y en la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV), en San Antonio de los Baños, donde también ejerce como profesor de los talleres de Géneros Cinematográficos e Historia del Cine Latinoamericano. Sus últimos libros son Melodrama, tragedia y euforia. De Griffith a Von Trier, un recorrido histórico y conceptual por tres géneros cinematográficos: la pieza trágica, la comedia romántica y el melodrama (ICAIC, 2012) y El cine según García Márquez (EICTV/ICAIC, 2013).