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Camilo Vives como un personaje de Botero

Desde Cuba, Camilo Vives fue el gran productor del cine iberoamericano. A él le debemos películas inolvidables como La última cena, Fresa y chocolate y Guantanamera, de su compatriota Tomás Gutiérrez Alea, y también El verano de la señora Forbes, del mexicano Jaime Humberto Hermosillo, o Habana Blues, del español Benito Zambrano. Vives acaba de morir. El escritor Senel Paz, autor del relato que inspiró Fresa y chocolate, le rinde homenaje en nombre de todos nosotros.

Escribe SENEL PAZ

Más de cien películas, cubanas y extranjeras, pasaron por las manos de Camilo Vives. Ahora ese flujo se detiene porque Camilo acaba de morir. La muerte lo sorprendió a los setenta y un años, ocupado en un proyecto, pensando en el próximo y luchando contra su propia indisciplina para cuidar de la salud. Se vinculó al cine a los veinte años, y a partir de entonces desarrolló una carrera de productor que no se interrumpió sino con su muerte, el 13 de marzo pasado.

Estudió en una escuela religiosa y luego cursó estudios de Economía de Empresas, que le serían muy útiles y encajaban a la perfección con su vocación y destino. “Economía de empresas” en su caso quiere decir que fue contratado como contador en la películas, y con las manos en el dinero y viendo filmar tiró fuerte de esa combinación y transitó rápido por el aprendizaje de su futura especialidad. Para arrancar, favorecido por la suerte, produjo Lucía y La odisea del General José en 1968, y ya en 1974 estaba al frente de la producción de filmes de ficción del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos, ICAIC. En 1989 tenía bajo sus órdenes toda la producción, incluidos los documentales y dibujos animados. Para esta época, brillaban en su currículo títulos tan importantes como Lucía, de Humberto Solás, La última cena, de Tomás Gutiérrez Alea, y Ustedes tienen la palabra, de Manuel Octavio Gómez, tres de de los más relevantes directores cubanos, y también El verano de la señora Forbes, del mexicano Jaime Humberto Hermosillo.

Fresa y chocolate
Fresa y chocolate, dirigida por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, y producida por Camilo Vives. Arriba, en la foto que encabeza esta crónica, Camilo Vives con Fernando Pérez, el director de Suite Habana.

Se convirtió en productor por casualidad, contaba las pocas veces que accedía a recordar su historia. Esto ocurrió en Lucía, “que realmente me salió bien”, cuando, como ocurre en las malas historias, el productor oficial se enfermó y el puesto quedó libre para el novato. No es tan cierto: se convirtió en productor por predestinación, y poco a poco la producción llegaría a abarcarlo prácticamente todo en su vida.

Camilo apenas tenía vida extracinematográfica. En una entrevista con el cineasta y escritor Arturo Sotto, una de las pocas que concediera y posiblemente la mejor, recuerda esos momentos de su vida del siguiente modo: “Era un espíritu de gran amor, de entrega a una obra cinematográfica donde no pesaban ni el tiempo extra, ni la jornada laboral, ni los cargos. Había una comunicación donde todos trabajábamos por un objetivo único: la película”. Ese espíritu lo marcó y acompañó siempre, y cuando sintió que empezaba a faltar, que se desvanecía, empezó a sufrir y a envejecer, aunque no tiró la toalla por un instante. Siempre perteneció a “los viejos tiempos”, a aquellos en los que la película era la estrella polar y las siglas ICAIC un estado de ánimo y de lucha.

Entonces, como un incansable y elegante personaje de Botero, se subió a los aviones con un maletín vacío y se fue a Europa y Latinoamérica a reinventar el concepto de coproducción

Le tocó bailar con la más fea por largo rato en el llamado Período Especial, ese paréntesis y descenso a los infiernos de la economía cubana que sobrevino al derrumbe y desaparición de la Unión Soviética y del llamado campo socialista. Pero entonces, como un incansable y elegante personaje de Botero, se subió a los aviones con un maletín vacío y se fue a Europa y Latinoamérica a reinventar el concepto de coproducción, que ya conocía de épocas más tranquilas cuando la Revolución Cubana era una novedad, y se filmó con Francia, Italia, la Unión Soviética, Checoslovaquia.

Iba, literalmente, a seducir. Y lo logró. Sólo podía ofrecer el talento de los artistas que representaba, la fuerza de las historias y los personajes de la isla de la que procedía, y su fe y amor por el cine cubano expresado en parlamentos de veinticuatro palabras por segundo. De nuevo, aprendió muy rápido conceptos de producción y mercado a los que no estaba acostumbrado, y no sólo consiguió los presupuestos y contratos necesarios, sino algo mucho más importante y definitivo en su vida: una amplia red de amigos y colegas entre productores de diversas partes del mundo que lo aceptaron gustosos en el gremio y lo distinguieron con amistad y respeto y  establecieron un signo de equivalencia entre cine cubano y productor Camilo Vives.

Sancho, Camilo, Tony, Gabo
Sancho Gracia, Antonio López, Camilo Vives y Gabriel García Márquez.

A esta etapa pertenecen las películas El siglo de las luces, de Humberto Solás, y Fresa y chocolate y Guantanamera, de Tomás Gutiérrez Alea. No sólo produjo a favor de la cinematografía cubana, sino también para la de otros países y directores latinoamericanos, como Federico García y Alberto Durán, de Perú; Miguel Littín y Patricio Guzmán, de Chile; Jorge Alí Triana y Sergio Cabrera, de Colombia, y muchos más.

En el 2001, como muestra del prestigio y la confianza profesional y personal que había conquistado, fue electo presidente de la Federación Iberoamericana de Productores de Cinematográficos y Audiovisuales, FIPCA, cargo que tuvo hasta su muerte. También era miembro del International Quorum of Films and Video Producers, y su labor fue distinguida con numerosos premios y condecoraciones en Cuba y el extranjero.

Era de la banda de los “Sí”, del “Vamos a intentarlo”, de “Corramos el riesgo”; de los proyectos difíciles y a contracorrientes como Fresa y chocolate o Habana Eva, de la venezolana Fina Torres, o Suite Habana, de Fernando Pérez; con Cuba de moda y Cuba pasada de moda, como el caso de la serie Cuba, caminos de Revolución, de siete capítulos, coproducida con España y filmada por directores cubanos.

Habana Eva
Habana Eva, dirigida por la venezolana Fina Torres.

Enseguida despertó en él el maestro, la preocupación por el futuro. Fue profesor del Instituto Superior de Arte de Cuba, ISA, y trasmitió sus conocimientos en diversos escenarios, sobre todo en el día a día. Tampoco se limitó a la formación de nuevos productores, sino que apadrinó con entusiasmo proyectos de superación y talleres de cualquier especialidad, en particular en el área de guiones, a la vez que siempre tuvo un ojo atento sobre el talento de los nuevos directores.

En lo que a cine se refiere, le preocupaba por igual el pasado y el futuro, el patrimonio y lo reciente, lo hecho y lo por hacer. Muchos filmaron de su mano o con su ayuda su primera película, desde Tres veces dos, en el 2004, que marca el debut de tres jóvenes directores cubanos (Esteban García Insausti, Pavel Giroud y Lester Hamlet), hasta dos de sus últimos títulos: La piscina, ópera prima de Carlos Machado Quintela, y Juan de los muertos, la segunda de Alejandro Brugués, ambos del 2011, pasando por Habana Blues, de Benito Zambrano.

Hablaba más rápido que lo que dispara una metralleta. Para descifrar su lenguaje, a veces era necesario sentarse en la punta de la silla, adelantar el cuerpo, prestar mucha atención y tratar de leerle los labios a la vez que abrir bien las orejas. Como casi todos los productores, era muy concreto y directo y le bastaban cinco minutos para decir lo que había que decir. A partir de ese punto se relajaba y comenzaba la conversación amistosa y jaranera. No era de chismes pero sí de plática, tenía una risa frecuente y divertida que a veces acompañaba con saltitos sobre las pobres butacas que lo sostenían.

Amaba hacer pequeñas incursiones actorales. En Mi socio Manolo, canta, fuma y actúa, vestido de blanco según mi recuerdo y con cara de haber acabado de cenar

Su segunda pasión, después del cine, probablemente era la comida. Obligado por la salud y por las trampas de su metabolismo, con frecuencia debía seguir régimen, pero sus dietas más estrictas solían comenzar por una fabada y terminar en postres y un puro que fumaba y miraba con el mismo deleite. Parecería que no, pero le gustaba caminar y lo hacía imitando un poco a los patos, lento y respirando grueso. También amaba invitar a comer o a cenar, y ser invitado, pagar, conversar, refunfuñar, cocinar, repartir pequeños estímulos y castigos. Si podía, daba un zarpazo, como buen productor. Se especializó en hacer mucho con poco y a veces con nada.

Amaba cantar y hacer pequeñas incursiones actorales. En la película de Julio García Espinosa, Mi socio Manolo, lo vemos disfrutando de varias de estas debilidades a un tiempo: allí canta, fuma y actúa, vestido de blanco según mi recuerdo y con cara de haber acabado de cenar. El blanco, el beige y otros tonos pálidos, el lino, el hilo y el algodón, eran los colores y tejidos que reservaba Cecilia, su esposa, para tenerlo elegante, para darle ese toque de distinción y potentado que también le va a los productores, aunque, en su caso, el capital tendía a cero. Su riqueza consistía en su optimismo y su naturaleza de luchador nato. Su gordura envolvía un corazón tal vez demasiado vulnerable a las tramas de salón y de la política. Sufrió incomprensiones que lo resintieron mucho. Desde aquellas tardes en las que descubrió el cine en las películas del oeste que pasaban en la sala Country de Santa Fe, al oeste de La Habana, a sus últimos días en el Vedado y los hospitales, devino en una especie de personaje escurridizo y un poco triste que hubiera producido él mismo. Cuando empezó a escasearle el cine, cuando no tuvo el suficiente, también le faltó el oxígeno y comenzó a declinar. Su desaparición deja un vacío, un vacío enorme, como le corresponde, pero también mucha obra que lo hace imposible de olvidar, como un personaje de Botero, impasible y callado, que nos mira desde cualquier sala de cine.

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